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11-12-2020 Notas

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Por Guillermo Fernández

Uno de los tantos estudios de Sigmund Freud se ocupa de la estética. Analiza la inmensa escultura de Miguel Ángel, El Moisés. El ensayo es del año 1915. Se detiene en su mirada y el movimiento de los músculos, y cómo sostiene las Tablas de la Ley, mientras el pueblo judío venera al becerro de oro y desafía al Dios de los creyentes. Las páginas de Freud pueden leerse reflexionando sobre la norma como dispositivo para ordenar la vida en común. Los Diez Mandamientos, tallados en piedra, luego de un encuentro “celestial” entre Moisés y el Supremo, consistían en máximas breves, con una disposición sintáctica clara a la lectura y al entendimiento. Sin descontar que siempre en la norma se encuentra implícita la violación, resulta significativo que la “escritura de la regulación” se alejaba de la ambigüedad, de la elocuencia y de los giros hermenéuticos que entorpecen la interpretación. Diez oraciones, como enseña la gramática, repartidas en varios sujetos y predicados. 

¿Por qué esa necesidad? ¿Cuál era la urgencia de que aquello que se escribía fuera inteligible y no presto a interpretaciones dispares? Evidentemente, no era capricho. Dejando a un lado, todas las cuestiones relativas a la fe, a la voluntad de creer en ese Dios que somete a través del temor, conviene en pensar en la proyección del discurso jurídico, profano y demasiado terrenal. 

Franz Kafka, autor bohemio, que desarrolló su obra a principios del siglo XIX, escribió relatos sobre la imposibilidad del hombre frente al aparato burocrático. En Ante la ley, el personaje intenta entrar a ver la Justicia pero no alcanza. Kafka genera angustia. Las páginas del crítico y filósofo alemán Walter Benjamin lo atestiguan cuando comenta la obra de Kafka. ¿Qué genera incomodidad en el discurso de Kafka? Sin lugar a duda, el hecho de que se pretenda una armonía imposible bajo el amparo de la ley. La humanidad actual está lejos de adorar un becerro de oro como el pueblo judío; sin embargo, el deseo de sentirse protegido por lo “legal” resulta un equívoco: una manera de cruzar el Mar Rojo sin abandonar totalmente la condición de paganos.

En la década del setenta, el director de cine chileno, Miguel Littin, nos abofeteó muchas veces; pero en la película El chacal de Nahueltoro (1969) nos hizo probar lo absurdo, lo injusto de la norma jurídica. Había que crear una conciencia de delito en el personaje que había matado a su familia, en un estado primitivo, para después ajusticiarlo según la norma tipificada como crimen. Los estudios en Derecho Penal llenan tratados con teoría, jurisprudencia y doctrina, luego acopiados en volúmenes. Los especialistas se envuelven en esas hojas y repiten códigos, hasta en el mejor de los casos, hacen exégesis de los artículos. Existe un momento en que reconocen que la “letra” de la ley es difusa. A ese punto cúlmine lo denominan “laguna del derecho”. Por otro lado, el periodismo policial y político -van juntos de la mano- hacen su propia interpretación de la ley, como si fuera poco el caos. 

Se debe pensar si toda esta suma de desaciertos beneficia a algunos en detrimento de otros. ¿Es novedoso que hoy se hable de una delincuencia discriminada por grupo económico y social? ¿Causa extrañeza que la palabra “criminal” recorte un perfil que se acomoda según el vaivén del poder y que la “diletancia” de aquellos que sentencian sea tan común que hasta pueda ser un capítulo borroso de un manual de Instrucción Cívica escolar?

Son las imágenes de este mundo contemporáneo de individuos atrapados en papeles, que intentan correr con portafolios, como los protagonistas de Brazil (1985) de Terry Gilliam. Cualquiera que haya atravesado la puerta principal de Tribunales en la calle Talcahuano de CABA se tropieza con un idéntico escenario. Los despachos se atiborran de expedientes hasta el techo. Lo aventuraron, desde hace tiempo, la mirada con ira de Moisés, y mucho después Franz Kafka y Terry Gilliam. Es imposible hallar El Paraíso Perdido (1667) de John Milton porque el hombre, cada vez más minúsculo, se atascó en su propia emboscada. 

Aunque la desobediencia sigue teniendo la misma raíz etimológica, cambiaron los discursos para condenar. Hoy los verdugos, llevan un misal en la mano y escuchan homilías en nombre de la República. Se canta Cambalache de Discépolo, con el único fin de ser más melancólicos. Por eso nomás. 

 

 

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