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17-12-2020 Notas

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Por Luciano Sáliche

A los doce Boris Vian está en la cama, todo transpirado, con un pañuelo mojado en la frente, delirando de la fiebre, haciéndose algunas preguntas existenciales. A los veinte toca la trompeta en un bar junto a la orquesta de jazz que formó con sus hermanos. A los veintiuno se besa con la poeta Michelle Léglise bajo un cielo abrumadoramente celeste mientras sus amigos le tiran arroz. A los veintidós acuna a un bebé recién nacido. A los veintitrés es un ingeniero que, de traje y casco, da instrucciones en una planta en las afueras de París.

A los veinticuatro Jean Paul Sartre le pide que le envíe algunos de sus cuentos para publicarlos en Les Temps Modernes. A los veinticinco es un escritor negro nacido en Estados Unidos —bajo el seudónimo Vernon Sullivan escribió Escupiré sobre vuestra tumba— denunciando la criminalización que sufren los afroamericanos en todo el mundo. A los treinta se pone en pedo con Charlie Parker. A los treinta y dos se vuelve a casar. A los treinta y tres el Colegio de Patafísica lo nombra “Sátrapa Trascendente”.

A los treinta y cinco cruza los pies sobre el escritorio en un despacho de Philips. En la puerta, en imprenta, dice: Boris Vian, director artísticoA los treinta y cinco sube al estrado en el Festival de Cannes a recibir la Palma de Oro. A los treinta y ocho mira su biblioteca y se pone a leer los libros y artículos que escribió con otro nombre: Boriso Viana, Baron Visi, Brisavion, Navis Orbi, Bison Ravi, muchos de ellos anagramas de su propio nombre. En total fueron treinta y siete los seudónimos con los que jugó a travestirse. 

A los treinta y nueve está sentado en una butaca del cine Le Petit Marbeuf viendo una película basada en su novela Escupiré sobre vuestra tumba. Una discusión por los derechos cedidos y quedó fuera de la adaptación. No tiene idea qué verá, tampoco quiere que lo vean ahí. Tiene el cuello del sobretodo hasta las orejas, la bufanda hasta la nariz y el sombrero hasta las cejas. Se aburre, se conmueve, se ríe, se pregunta qué ve, vuelve a reír. De repente llega la muerte disfrazada de paro cardíaco, lo abraza y le dice: 

—Tenemos que irnos.

 

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