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23-12-2020 Notas

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Por Luciano Sáliche

Para Søren Kierkegaard, “así como la filosofía comienza con la duda, la vida digna de ser llamada humana comienza con la ironía”. En esa misma línea, Donna Haraway piensa a la ironía como la forma de afrontar las contradicciones. No existe la totalidad, dice Haraway, y si existe es falsa. ¿Cómo se aborda este problema filosófico? Desde la ironía. ¿Y qué lugar ocupa hoy ese modo de expresión, esa figura retórica, esa, por qué no, posición política? En una época donde la experiencia personal se utiliza como narrativa totalizadora y la danza más popular es la de un yo sobreindignado y torpemente comprometido con las “buenas causas” del mercado, ¿puede la ironía desarmar esas estructuras dominantes?

“La ley fundamental para participar con éxito de un evento es un dosaje de alcohol”. Así empieza En guerra con la piel, el último libro de Nicolás Mavrakis, editado por Azul Francia, anticipando que para sobrevivir a los protocolos sociales de la convivencia pacífica hay que posar un poco. El autor, que tiene una notable producción ensayística, vuelve a la ficción, en este caso, al cuento. El primer relato de este libro se titula “El cuerpo”. El tema: la memoria como institución. El protagonista es un hijo de desaparecidos que, tras ser restituido, se transforma en una suerte de influencer de la bondad. Todo ocurre muy rápido: gana el premio Nobel de la Paz, viaja por el mundo dando charlas. Su nombre es Piro Ziz.

Piro Ziz toca el piano pero nunca lo ha hecho bien. Sin embargo, en cada lugar que lo hace, todos aplauden. “Lo trataban siempre con la misma familiaridad hecha del infinito intento de consolarlo”. ¿Por qué Nicolás Mavrakis decide hablar de la memoria de este modo? ¿Es una burla? Pero, ¿de qué se burla? ¿Es un cinismo que intenta relativizar el peso de instituciones como Abuelas de Plaza de Mayo para bastardear su lucha por los Derechos Humanos o se trata, por el contrario, de una forma de abordar un tema “sagrado” por fuera de lo esperable? Lo interesante del artificio es cómo gambetea el lugar común de la condescendencia —esa comodidad de posicionarse del “lado del bien”— para ofrecer algo nuevo e incómodo. 

«En guerra con la piel» (Azul Francia, 2020) de Nicolás Mavrakis

Los personajes de En guerra con la piel están siempre incómodos con el mundo y de esa fricción es que sale toda la potencia literaria. En “Un artista del sonido”, un joven músico y productor exquisito no puede escapar de la sombra asfixiante del padre, que es su mentor, un erudito, un héroe, pero también una desagradable criatura que sólo produce pena. “Eatle y Cillia” es una historia de amor de un muchacho exageradamente malvado y una muchacha exageradamente bondadosa. Por supuesto, eso se ve en la superficie, pero a medida que la relación avanza es el mismo amor el que logra modificar las posiciones previas. ¿Es el amor, entonces, la domesticación de los asesinos? ¿Acaso estamos todos idiotamente enamorados? 

En el cuento homónimo, la piel es la última frontera de intimidad. Un relato en primera persona que avanza como una confesión que, he aquí lo extraño, carece del orgullo del exhibicionismo que sale del closet. No, nada de eso. Es un monólogo que recubre la indefensión con buenas dosis de virulencia irónica: “Desarrollé la disciplina de no tocar a nadie a menos que sea inevitable —la mano para los hombres, el besito distante para las mujeres— y nunca tocar billetes, barandas ni pasamanos —las plataformas de gérmenes más, populares del mundo—, y no me preocupa que pueda interpretarse como repugnancia al género humano (aunque, más allá de la guerra, el género humano sea repugnante)”.

También está “Namibia”, donde el gesto irónico vuelve con toda su fuerza: una parodia cruel y divertida al periodismo de las buenas intenciones. No hay más que decir de esto, sólo leer el cuento. Un muchacho intrascendente viaja a encontrarse con el mito viviente de Gabriel García Márquez, ya muy viejo, y todo lo que uno podría esperar de un encuentro así, la épica, la sapiencia, la belleza, se derrumba en medio del lobby de la crónica latinoamericana. De nuevo: ¿por qué el autor apunta contra Namibia, que no es otra cosa que una alusión sarcástica a la revista Anfibia, y la crónica como género narrativo? Las respuestas están en un interesante libro de 2012 del propio Mavrakis: #Findelperiodismo y otras autopsias en la morgue digital.

Nicolás Mavrakis

Los dos cuentos finales son “Ruido blanco”, donde un muchacho tiene que cuidar un departamento ajeno, y “Vargelis”, donde un religioso que se encarga de “armar matrimonios” se enfrenta a la época de la separación. Más allá de sus tramas, lo interesante es cómo el autor se apoya en los personajes para deslizar algunos comentarios “filosos”. “Lo anticuado es el relativismo cultural. Lo verdaderamente anticuado es la fantasía de una convivencia armónica de las diferencias”, dice el protagonista de “Ruido blanco” y en “Vargelis” se leen cosas como que  “Las buenas escritoras son tan excepcionales como los perros que tocan el piano” y que ”Ahora el mundo se había feminizado”.

Si hay un futuro que nos está esperando a todos nosotros para que lo habitemos con más ambición y más inteligencia, ¿qué lugar ocupará la ironía? ¿Seguirá existiendo en ese gesto literario, que a su vez es político, que se propone desarmar las narrativas totalizantes y maniqueas de un mercado que prefiere la comodidad, no sólo ética, también estética, de todos sus feligreses? Cuando Søren Kierkegaard murió la Iglesia Católica del Pueblo Danés —esa a la que tanto había criticado en sus últimos textos— fue la encargada de su entierro. ¿Qué podía decir si ya estaba muerto? Al menos, mientras estuvo vivo, usó la ironía a su favor.

En guerra con la piel
Nicolás Mavrakis
Azul Francia, 2020

 

 

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