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15-12-2020 Notas

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Por José Luis Juresa y Cristian Rodríguez | Ilustración: Maryann Lucas

La memoria ocupa un lugar conceptual relevante y central dentro del psicoanálisis, es el punto sobre el que pivotea su estructura discursiva como práctica del acontecimiento.

Desde el inicio, al psicoanálisis le fue necesario construir una teoría de la memoria, que fuera capaz de responder a la pregunta por la causalidad de los síntomas neuróticos. La infancia surgió, en esa búsqueda, como el “lugar” de una memoria que logró establecer la diferencia -y con fundamento– con la idea del desarrollo evolutivo psicológico del individuo, siempre “a superar” en etapas. Así, el psicoanálisis se separa de la psicología desde sus inicios.

Por el contrario, el psicoanálisis apoyó su estructura teórica en el modo de funcionamiento de una subjetividad que hace epicentro en el individuo, pero que no “vive” solo en él. Sitúa que el “productor” de memoria no es el individuo, sino que en él se producen estallidos de memorias, de diverso origen y temporalidad, y de las que éste es apenas una caja de resonancia. La infancia es la denominación de una dimensión del espacio-tiempo del sujeto que no se desentiende de esta lógica. Ubica además un concepto o una elaboración para el fenómeno del olvido. Olvidar es, primero, recordar.

Freud habla de algo que no se ha podido recordar y que insiste en el síntoma como una memoria que no produce el olvido necesario para poder pasar a otra cosa. Es decir, hay una memoria que no logra ser traducida plenamente al campo simbólico, por lo que “insiste” como un recuerdo imposible, y como un olvido imposible también. Son estructuras que imposibilitan el pasaje característico de lo que Freud llamó “vivencia de satisfacción”, es decir, el paso de la necesidad al deseo, con el consiguiente desprendimiento pleno entre ambos, transformando al deseo, además, en una necesidad lógica.

Entonces, la infancia se constituye, conceptualmente, en ese “lugar” de albergue de un “saber no sabido” por el individuo, que oficia como una memoria más allá de su alcance. A eso Freud lo denominó “inconsciente”. Allí radica la memoria, pero también, en otro plano radica lo inmemorial, es decir, la memoria del olvido que es tal porque primero “pasó” por un “recordar” que ya no le pertenece solo al individuo. Cada uno en su existencia, sin saberlo, es el “recuerdo” de una memoria que retorna de lo inmemorial, ese “polvo” de información que no distingue a individuo de otro, y que solo cobra vida, “cuerpo”, en la vivencia de satisfacción, que es el pasaje de esa información nutricia (del llamado “tesoro de los significantes”, el Otro, pero no cualquier Otro, sino el Otro primordial para un sujeto determinado) a cuenta del deseo. El hombre vivirá tanto o más de esto que del alimento biológico, el cual, a partir de la vivencia, ya no existe como tal. 

Si el psicoanálisis es una práctica del acontecimiento, lo será porque el “acontecimiento” es una disrupción, una ruptura, una discontinuidad en la continuidad autonómica de las intenciones del individuo, en su ideal de transparentarse a sí mismo y de iluminarlo todo como una pertenencia de sí mismo y como un elemento de la suma total denominada – desde esta perspectiva individualista – “cultura”. Para el individuo no interesan ni lo inmemorial ni la noche de los tiempos. Es una pura actualidad coucheada en la acción pragmática del “aquí y ahora”. Su historia “personal” hace base en lo inmemorial que lo funda, aunque este no lo registre e incluso, sea víctima de un delirio de autogeneración (que no le debe nada a nadie), tan propio de la cultura del capitalismo.

Aquí, lo “inmemorial” funciona plenamente más allá del individuo, quien es incapaz de reconocer el deseo primario y primigenio, de “humanidad”, es decir, que la vivencia de satisfacción es un efecto que da paso a la cultura y a su malestar. El malestar será del individuo, imposibilitado de ser siempre él quien recuerde, y de ser “de él” el recuerdo que lo involucra. El individuo se ve a sí mismo “tachado” por una memoria imposible, lo inmemorial, a sabiendas de que es una memoria que excede y desborda completamente el campo de su autonomía. Por el contrario, representa su tachadura y su desvanecimiento. El capitalismo ha calado hondo en el punto en el que logra confundir individuo con singularidad. Para el individuo capitalista, toda memoria empieza y termina con él, no acepta lo inmemorial, reniega de esa memoria imposible, lo cual equivale a renegar del sujeto como efecto del significante. Eso explica por qué el lenguaje es rebajado a “instrumento de comunicación” antes que a un océano de memoria del cual el sujeto adviene más allá del “sí mismo” del “Uno”.

¿Pero, qué haremos con esta memoria remanente, inclasificable, aunque resonante, insistiendo como negación, pero en el plano de lo real, no pudiendo traducirse a la simbólico? Ciertamente, es una memoria desquiciante que podríamos considerar en la dimensión de lo que Freud nombró como “trauma” y Lacan como Otro goce.

La respuesta tal vez a encontremos en ese más allá del significante, ese plus que el significante produce, pero no nombra, y al que solo se accede como accede el poema a lo Real, rozándolo, estremeciendo la lengua con las pulsaciones de lo inmemorial, en el sentido de lo que supera vidas, generaciones, tiempos, espacios geográficos, culturas.

En este sentido, no habría verdadero recuerdo que no sea del deseo, por lo que, además, la vivencia de satisfacción inaugura la posibilidad de alucinar el objeto de la necesidad, lo cual refuerza esta idea de que no es necesario para nada. Sólo es necesario que se ausente como necesidad nutricia pura.

La verdad no será LA verdad. LA verdad queda definitivamente del lado de la naturaleza, en la que solo espera la muerte para el sujeto. Por eso es que el individuo siempre vuelve al polvo, la vida se sostiene en el Otro. LA verdad, así de absoluta, así de terminante, solo será el delirio individual de quien se cree inmortal. No es lo mismo inmortal que inmemorial. El primero hunde su raíz ilusoria en un más allá del tiempo, el segundo se hunde en el tiempo tan hondo que lo convierte en un presente indeterminado, algo tan parecido a la inmortalidad real. El primero será siempre del individuo, y el segundo será la indeterminación por la que el sujeto será el acontecimiento que libera al individuo del peso de su vanidad.

 

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