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16-12-2020 Notas

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Por Joaquín Rodríguez Freire

En 1984 Bruce Springsteen hizo cumbre después de años pavimentando una carrera laboriosa y repleta de altibajos. Su estética de working class hero -con retazos de veterano de Vietnam hollywoodense-, y sus canciones sinceras y descarnadas, disonantes con una época donde ya no había mucho por qué luchar, le abrieron paso entre charts que bailaban al ritmo de los sintetizadores y los peinados con spray.

Born in the USA fue un éxito absoluto. El muchacho de Nueva Jersey cerraba el círculo y se consagraba como figura inmaculada del rock de estadios. Casi cuatro décadas después, y con varias cicatrices sobre el lomo, Springsteen revalida los pergaminos con Letter to you, un disco maduro y sólido, donde el trovador recoge la mejor siembra de su trayectoria y reafirma el romance con la E-Street Band, ese grupo todo terreno que, a esta altura -hay que decirlo-, tiene buena parte de la responsabilidad en las victorias del artista.

Doce canciones repartidas a lo largo de una hora conforman una paleta melancólica y rutera, con destellos que remiten a los mejores Dylan y Petty. Letter to you es una caricia agria; un producto sensible bajo una coraza dura. One minute you’re here abre el juego. Se trata de una balada sencilla; el hombre y su guitarra contra el mundo, con pianos, teclados y pequeñas percusiones que la llenan de fragilidad, como si los músicos fueran ingresando a la sala y sumando sus instrumentos con timidez.

Enseguida los tambores del tema que da nombre al disco sacuden el letargo. Guitarras abiertas, un Hammond al frente y la voz de Springsteen en su registro clásico construyen un estribillo triste y pegadizo.«In my letter to you, i took all my fears and doubts», vomita Bruce en uno de los puntos altos del trabajo, que fue corte de difusión.

Burning Train y Janey needs a shooter -intro Like a Rolling Stone incluida- son un tándem ganchero que, entre gritos desgarrados y una banda que suena gigante, obran como un extenso pasaje operístico hacia la mitad de la placa. El segundo tema de este par es una composición que Bruce rescata de los 70, de ahí que su sonoridad y duración sean reflejo de esa época.

Folk y épico, Last man standing evoca a los que ya no están, un tópico recurrente en el álbum. No es casual que aquí ingrese por primera vez el saxo, aquel arma con la que Clarence Clemons (1942-2011), artillero fundamental de la E-Street, brilló durante años junto a Springsteen. Según el propio autor, esta canción marcó el génesis del álbum. Se entiende, entonces, que condense buena parte del imaginario que se despliega en el resto de la playlist.

Ya en clima cancionero, The Power of prayer y House of a thousand guitars irrumpen con aroma a piano a bar y soledad. Juntos forman una continuidad musical que nutre al concepto del disco de la mano de recuerdos, postales y una evocación permanente a los tiempos mejores.

Pero si hasta acá los asuntos del pasado se resolvían desde la oscuridad, Ghosts» ropone lo contrario. Su espíritu, celebratorio y nostálgico, con cuerdas potentes y un bajo que la atraviesa como metralla, es un brindis a las memorias de Clemons, Dany Federici -tecladista de la E-Street Band fallecido en 2008- y Terry Magovern, asistente y amigo de Springsteen, que murió en 2007. De hecho, el génesis del disco data del 2018, cuando el artista descubrió que, tristemente, era el único sobreviviente de su primera banda de la adolescencia.

El cierre queda a cargo de I’ll see you in my dreams, una canción con sabor a despedida. Es otro de los haces de luz que se cuelan en medio de la hora. Springsteen le pone el moño recordando veranos, ríos y sueños de adolescencia. «For death is not the end, And I’ll see you in my dreams», susurra Bruce  en soledad en una última proclama.

Letter to you tiene la intimidad de una carta. En tiempos frenéticos y de formatos urgentes, The Boss pone pausa. A sus 71 años, ya no es aquel ídolo que exudaba testosterona serruchando una Telecaster derruida: es su evolución; un paso más en el arte de existir. Si bien hay menos pasajeros en su viaje, los caminos son los mismos por los que deambuló en los setenta, en aquel peregrinaje que encaró con su guitarra y un puñado de canciones, mientras el sueño americano se desvanecía en el espejo retrovisor.

El hombre que les cantó a los días de gloria, ahora se ocupa de su contracara. Y como aquella vez, también le sale bien.

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