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04-12-2020 Notas

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Por Luciano Sáliche y Federico Capobianco

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George Bellows comenzó a dibujar desde muy chico, incluso antes de ir al jardín. Sus padres, que lo tuvieron cuando tenían 40 y 50 años, le daban lápices y hojas y algo de atención. Aún así, George Bellows desarrolló algún tipo de relación con el arte. En la escuela, los maestros solían pedirle que decore los pizarrones de sus aulas en Acción de Gracias y en Navidad. Él se subía a un banco y con las tizas de colores en sus manos estiraba los brazos y diseñaba carteles que tenían la belleza del fuego. 

Tardó un tiempo en entender qué era lo que realmente le interesaba. Cuando lo supo, decidió dejar su Columbus natal y partir a Nueva York. Corría el año 1904, tiempos de grandes cambios: se abría la primera línea de metro subterráneo, se impulsaba la construcción de rascacielos y comenzaba la Gran Migración Afroamericana en la que más de un millón de afroestadounidenses escapaban del racismo del sur y llegaban a Nueva York a buscar trabajo. Y allí estaba George Bellows, con 22 años. 

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Polvo nace en diciembre de 2014 en tiempos de grandes cambios. Internet ya era un fenómeno definitivamente instalado y las redes sociales tenían el brillito de la novedad. Los blogs habían pasado al olvido y la individualidad de los influencers ya tenía gusto a patetismo. En el horizonte se veían nubes oscuras. Había que inventar algo, un truco, un juego, una gambeta. Salió esto. No había mucho background; como Bellows: lápices y hoja y nada más. Había que inventar algo. La voluntad estaba. Quizás con eso alcanzaba.

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Cuando llegó a Nueva York, Bellows empezó a trabajar y a estudiar, y en ese movimiento constante fue que comenzó a componer sus famosas postales urbanas y a involucrarse en la situación de la clase trabajadora en su país y en el mundo. Un crítico escribió sobre su óleo Nueva York de 1911: “Sientes la prisa, oyes el ruido y deseas estar a salvo en casa”. ¿Puede una obra interpelar tanto que el espectador la adore tanto que prefiera estar fuera de ella, incluso lejos, tan lejos, en su alienante cotidianeidad?

A veces las buenas narraciones tienen ese poder: mostrarte lo derruido que está todo y qué tal decadente será el futuro de seguir todo tal cual está. Con ese impulso suelen nacer los proyectos culturales, ya sea los individuales pero sobre todo los colectivos. Como resistencia a ese futuro oscuro, como obstáculo al devenir apocalíptico. Así nacen y toman forma cuando entran en movimiento, se van puliendo con el tiempo. 

Montar una revista digital como Polvo es fácil; lo difícil es mantenerse, bancarse la soledad y sostener la convicción. En ese sentido, seis años es un montón. Sobre todo frente a la lógica fugaz de la época que tiene el hábito de engullirlo todo. ¿Cuánta agua corrió bajo el puente desde aquel diciembre de 2014? ¿Cuántos soldados, cuántas batallas han surcado nuestro camino? Pero acá estamos, nadando hacia el fuego.

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Seis años atrás, Polvo tuvo solo un objetivo: escaparle a los resultados inmediatos, a la fama idiota, a “pegarla”. No es recomendable este camino. Con una agenda improvisada, Polvo es un espacio de catarsis pero también de experiencia reflexiva: escribimos para desentramar ideológicamente lo que nos aliena y lo que nos fascina. No nos interesa correr detrás de la coyuntura ni nos preocupa si algún tema se nos escapa. No estamos obligados a hacer esto, pero lo hacemos porque es una necesidad.

Polvo es un eslabón más dentro del enorme frente de revistas autogestivas. No nos interesa ser una revista “distinta al resto” ni anhelar una superioridad intelectual frente compañeros que están en la misma que nosotros, que se quedan hasta las tres de la mañana para redondear ese texto que necesitan escupir, o que les roban horas a su trabajo mal pago para editar las notas de la semana. 

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Cuando las postales urbanas de Bellows trascendieron el mundillo del arte local, no se convirtió en el típico artista ensimismado en su trabajo, encerrado en su estudio esperando a que la inspiración caiga sobre su cabeza. Siguió saliendo a la calle a observar de cerca lo que estaba ocurriendo en la sociedad. El progreso de una metrópolis que le había quitado la centralidad occidental a París no era todo color de rosas. Por eso, los tonos que Bellows utiliza en sus cuadros están más ligados al marón, al negro, al gris, a la muerte. 

Su trabajo no era sólo dentro del lienzo. Su mirada política se volvió activista y junto a varios artistas formó la agrupación anarquista La Izquierda Lírica y trabajó como editor en el diario socialista The Masses. Le interesaba la autonomía del arte, no subirse a la torre de cristal ni meterse en la burbuja de la genialidad.

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Polvo no tiene nada que ver con Bellows, pero su idea colectiva inspira. En estos seis años que corrieron a toda velocidad, Polvo se colectivizó aún más de cómo había nacido. No pensamos desde un yo, sino desde un nosotros que tiene por objetivo jugar a contramano de los grandes discursos totalizadores de la época y ofrecer una mirada alternativa, inteligente, genuina y honesta. Eso intentamos.

No tenemos más que esto: algunas herramientas estéticas, nimios conocimientos políticos y mucha rabia acumulada. Y una idea conceptual de lo colectivo que nos mantiene a flote. Ese es nuestro motor y el de todos los que alguna vez eligieron y eligen participar en este proyecto testarudo. Por eso: acá estamos, con seis años a cuestas y con el deseo de que se cumplan muchos más. En algún momento las cosas terminan. Polvo aún no. 

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Estamos tan enojados como cuando empezamos. Polvo es una revista resentida que se escribe con un bidón de kerosene en una mano y un encendedor en la otra. Y nos gusta el fuego. Oh, nos encanta.

 

 

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