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Por Luciano Sáliche
I
¿Cuántas veces entran a Instagram durante el día? ¿Cuántas selfies se le cruzan en el scrolleo cotidiano o en la secuencia de stories? ¿Cuánto tiempo permanecen en esa burbuja brillante? Según Statista, una persona promedio pasa 2 horas y 22 minutos al día en las redes sociales. ¿Mucho? En 2019 la consultora eMarketer pronosticaba que este año el promedio en Instagram sería de 29 minutos. Aún no lo dijo pero todos los sabemos: con la pandemia y la popularización de Instagram, probablemente haya alcanzado el doble. ¿Cuántas veces entran a Instagram durante el día y cuánto tiempo permanecen? Otra pregunta: ¿cuántas selfies se sacan por día? ¿Cuántas publican? ¿Cuántas ven? Preguntarse qué significa autorretratarse en tiempos de narcisismo asumido suena hasta viejo. Vayamos para atrás: ¿qué significaba hacerlo hace uno, dos, tres siglos?
Entre los pintores, un autorretrato siempre fue la excusa para desarrollar el estilo. Hay que conocerse bien y mirarse en un espejo durante mucho tiempo —¿durante cuánto tiempo una persona cuerda puede mirarse al espejo?— como para representar el rostro propio en el lienzo. Entonces el artista, mientras se dibuja, mientras se pinta, atraviesa el proceso del extrañamiento para trascenderse. Podría pensarse como un subgénero que, con el tiempo, se fue volviendo cada vez más habitual. Hay razones técnicas, como la aparición de la pintura al óleo que sembró posibilidades de representar minuciosamente el rostro humano, así como también la producción de espejos convexos, pero también las razones culturales, porque cuando se corrió del centro a la fe y a Dios y se lo colocó allí a la razón y a la humanidad, autorretratarse era manifestar una posición política.
Si alguien decidiera hacer una mega exposición imaginaria del autorretrato debería poner a prácticamente todos los artistas: Frida Kahlo, Alberto Durero, Jan van Eyck, Miguel Ángel, Diego Velázquez, Marie-Guillemine Benoist, Salvador Dalí, Leonardo Da Vinci, Caravaggio, Pieter Paul Rubens, Rembrandt, Zinaida Serebriakova, Vincent Van Gogh, Egon Schiele, Lucian Freud y la lista se extiende al infinito. Cada uno de ellos se ha autorretratado con la certeza de estar haciendo una obra de arte. Antes de la posibilidad de reproducción técnica que surgió con la fotografía, no existía el autorretrato como forma de embellecerse o, al menos, no tenía mucho sentido. Todos “mejoraron” sus cualidades genéticas, de eso no hay duda, pero el trabajo con las formas y los colores consistía en desarrollar un estilo y plasmar una estética. ¿Tiene sentido pensarlo así hoy?
II
En Autorretrato en su estudio, el pintor español Antonio Gisbert no se ubica en el centro de la escena, o sí, pero no tiene el protagonismo que cualquiera esperaría. No, acá el contexto, el escenario, prima. En este cuadro pintado en 1865 vemos su lugar de trabajo. En el extremo izquierdo parece haber un atril, un tablero de ajedrez sobre la pared. También hay cuadros como La Gioconda de Da Vinci, una biblioteca, un escritorio, un sillón de terciopelo rojo y el artista, tranquilo, sentado allí, viendo una carpeta con lo que podría pensarse que son dibujos. Busca dar cuenta de una intimidad, podría decirse. Y si en toda autorepresentación hay una exaltación subjetiva e intencional, Gisbert se pinta como desea verse, como desea que lo vean, construyendo una escena con elementos que dan estatus, que dan inteligencia, que dan sabiduría.
Un interesante trabajo sobre este subgénero lo hizo la pintora finlandesa Helene Schjerfbeck, nacida en Helsinkien en 1862 y fallecida en Saltsjöbaden, Suecia, en 1946. En la parte superior de su atril tenía un pequeño espejo levemente inclinado. Levantaba su cabeza, observaba su rostro en el reflejo, volvía al lienzo y pintaba. Su rostro concentrado cuando pinta, su rostro relajado cuando se mira en el espejo. Esa autorrepresentación la hizo siempre, desde que comenzó hasta el final de sus días. ¿Y cuál es la importancia de un autorretrato más allá del narcisismo del artista y de la necesidad de tener un modelo permanente para practicar cuando quiera? En esta serie de Schjerfbeck se ve cómo su rostro cambia por el devenir de los años pero también cómo su estilo va mutando con el tiempo, la experiencia y la propia subjetividad.
El de 1884 muestra a una adolescente segura en trazos impresionistas, el de 1915 a una mujer madura con colores cercanos al pop y el de 1945 muestra a una señora ya mayor donde prima una abstracción oscura e introspectiva que roza lo fantasmagórico, lo monstruoso. ¿Es una forma del estado de ánimo? ¿Eso quiere decir que cuando pintaba los primeros autorretratos, m+ás colioridos, con formas más definidas, más figurativas, se sentía mejor? Posiblemente. En ese sentido, la obra de Schjerfbeck forma una curva abismal. “Su trabajo no es una mera estetización sino una exploración intensiva de las profundidades de la existencia”, escribió la filósofa finlandesa Riitta Konttinen. Es decir que esa estetización, que no es corriente sino que tiene una gran singularidad, sirve para explorar, mediante el autorretrato, «las profundidades de la existencia”.
III
También hay una intencionalidad en el Autorretrato con alumnas de Adélaïde Labille-Guiard. La historia de este cuadro comienza en 1783 cuando la Real Academia de Pintura y Escultura la acepta como miembro. La aceptan a ella y a otras tres mujeres, algo poco habitual. Según algunos historiadores, los pintores varones, que se veían amenazados por una incipiente y nueva igualdad, presionaron para que compitan entre ellas. Entre esas cuatro mujeres estaba Vigée-Le Brun, para muchos la mejor de su generación. Puede que esa rivalidad impuesta haya influido para que Adélaïde sorprenda con esta obra, cuyo título completo es Autorretrato con dos alumnas, Marie Gabrielle Capet y Marie Marguerite Carreaux de Rosemond. Un óleo sobre lienzo del estilo rococó que fue expuesto en el Salón de París ese mismo año.
Hay dos elementos en esta obra que podríamos definir como políticos. Por un lado, son varios los historiadores del arte que la consideran la primera pintura que muestra a un profesor con sus alumnos; en este caso, profesora y alumnas. Y por otro, el protagonismo que tienen estas mujeres no es el de la pasividad de la belleza retratada —aunque sí hay belleza, quién podrían dudarlo— sino que visibiliza a tres trabajadoras del arte en pleno proceso creativo. Adélaïde Labille-Guiard abrió un taller para que más mujeres pinten y puedan aportar una perspectiva que hasta ese momento era mínima. Tomó varias alumnas y se pasaba tardes enteras enseñándoles. Hay una intencionalidad en este autorretrato que va más allá de su estilo rococó ligado al hedonismo, a la luz, a los colores cálidos. Es una posición política en los años previos a la Revolución Francesa: mujeres pintando.
IV
Hablando de fotos, el primer autorretrato está en los inicios de la técnica. Robert Cornelius hizo un daguerrotipo de sí mismo en 1839. En el reverso escribió: “La primera fotografía lumínica jamás tomada. 1839”. Uno podría hablar de espontaneidad y de experimentación en esa postal, incluso cuando Cornelius estuvo posando más de un minuto frente a la cámara. Una buena experiencia, como la de Anastasia Nikoláyevna, la hija más joven de Nicolás II, que a los 13 años, en 1914, se sacó una selfie frente al espejo. Junto a la foto escribió: “Hice esta fotografía yo misma mirándome al espejo. Fue muy difícil ya que mis manos estaban temblando”. Sentada sobre un escritorio, los pies en una silla que da el respaldo al espejo, con el cabello cayendo como cascada sobre un lado y la boca, carnosa, medianamente abierta, la foto se configura como una escena íntima y profundamente experimental.
¿Hay narcisismo en estas imágenes? ¿Qué tipo de narcisismo? Podría decirse que la exposición del yo pulula, aunque es preciso afirmar también que en ambos casos está la sensación de hacer algo novedoso. No es la novedad como la entendemos hoy, esa que se ata a la coyuntura, al hoy, al clima, a la fecha, etcétera. No son selfies para repetir como el perro más manso de todos el imperativo de felicidad. No, todo eso vendrá mucho después, con el desarrollo de la técnica y con la absorción que hará el capitalismo de una potencialidad estética que se derrite al calor del ego. Lo que vemos en los retratos de Robert Cornelius y Anastasia Nikoláyevna es a la tecnología en su estado embrionario donde todos los futuros son posibles, donde el desarrollo de ese hallazgo, de esa invención, de ese descubrimiento, podría no terminar necesariamente en este presente.
V
¿Qué ocurre hoy con el autorretrato? En principio, lo que los optimistas llaman democratización: la posibilidad de que todo aquel que tenga un celular en la mano —según el Indec, a mediados del 2020 el 84% de los argentinos lo tenía— pueda retratarse con una selfie. Pero, ¿qué tipo de experiencia es estirar el brazo con el aparato en la mano, poner el rostro levemente de perfil, mirar el diminuto lente de la cámara y capturar la imagen unas cuatro, cinco, diez veces, hasta decidir que al menos una de todas esas es la mejor? Una experiencia agradable para quienes contienen en su morfología el don de la belleza, incluso cuando esa belleza está sostenida por un par de parámetros más o menos consensuados socialmente para que sólo funcione en una época determinada. Sí, agradable y reconfortante: ver belleza en uno mismo es una experiencia aliviadora.
¿Y cuando no hay belleza o, mejor dicho, cuando mirarse no reconforta, no alivia, no resulta agradable? Bueno, ahí aparece la estética de la construcción identitaria. A veces, eso que no es genético es casi tan importante como lo que está en los genes porque termina generando un espectáculo no tan obvio. También está el escenario y los tantos elementos que conforman una escena fotográfica. ¿Hay algo de todo esto en Instagram? Sí, por supuesto. La popularización de la red que es propiedad de Facebook hizo que sus prácticas se extiendan socialmente. Un autorretrato es también un retrato colectivo: juntadas, reuniones, asados, cafés, partidos, salidas, lo que sea. Postales que capturan un momento, que intentan atrapar como en un frasco las sensaciones de ese aquí y ahora para volverlo foto y que se exalten en el futuro recuerdo.
VI
En 2014 un macaco negro crestado hembra de Indonesia le robó la cámara a un fotógrafo y se autorretrató. Nadie sabe bien cómo lo hizo, si copió lo que estaban haciendo los turistas o si se guió por un instinto de supervivencia frente al inminente avasallamiento tecnológico. La macaco sonríe al reconocerse en el lente: está frente a una técnica completamente nueva para su primitiva inteligencia, no como nosotros, que llevamos siglos ejerciendo y disfrutando del autorretrato pictórico y algunas décadas saboreando el narcisismo de las redes sociales. La macaco es una especie en peligro de extinción pero no tiene ni la más mínima idea que pronto desaparecerá de la Tierra dejando solo una referencia en Wikipedia con la selfie ilustrando la entrada. Nosotros inventamos el arte y la técnica y nos retratamos para no olvidarlo.
Etiquetas: Adélaïde Labille-Guiard, Anastasia Nikoláyevna, Antonio Gisbert, Autorretrato, Helene Schjerfbeck, Robert Cornelius, Seflie