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Por Enrique Balbo Falivene
La historia que aquí reproduzco me la contó un hombre que ya murió; era víspera de navidad, hacía un intenso calor y sospecho que además estaba borracho (se excusó achacando a no sé qué medicamentos las causas de sus mareos). Los acontecimientos que refirió me resultaron inverosímiles. Todos. Sin embargo, esa tarde, también presencié otro hecho extraordinario: se produjo un eclipse que alteró la monotonía de la siesta; las luces del cielo cambiaron, el ambiente se volvió ocre pastoso.
No intento validar los dichos de aquel desconocido ni pretendo justificarme; que el lector juzgue la veracidad por las circunstancias de la narración ya que pruebas tangibles no hallará ninguna. Me veo obligado a omitir la calle y la casa, la ciudad y su geografía. En cuanto a mí tampoco mencionaré mi nombre; me han hecho falta muchos años para llamarme como me llamo y no estoy dispuesto a perder ese trayecto. Si el lector que va a analizar la casa de la Calle de los Milagros necesita saberlo puedo sugerir que piense en el comienzo de Moby Dick, cuando Melville escribe Podéis llamarme Ismael.
“Elvira y Faustino llegaron a las ocho décadas con un tolerable estado de salud y un espíritu envidiable: siempre hacían planes.
Se casaron en el cincuenta y tres, después de cuatro años de noviazgo. Elvira era profesora de piano y Faustino, un perito mercantil que empezó a trabajar en la banca como tenedor de libros; luego obtuvo el título de contable consiguiendo un ascenso, que le procuró una estabilidad económica y la compra, con un crédito hipotecario a quince años, de la casa en la Calle de los Milagros.
Tuvieron tres hijos que oportunamente se fueron alejando, dejando a la pareja con la libertad para disponer de la casa.
Cuando les llegó la jubilación encontraron nuevas ocupaciones, Elvira se apuntó en la iglesia donde tocaba los domingos el órgano y, durante la semana, daba clases de canto a los jóvenes catequistas; Faustino abandonó los números y los libros de cuentas para volcarse de lleno a su gran pasión: la carpintería. Cada vez que terminaba una nueva pieza se la mostraba orgulloso a Elvira y afirmaba:
–Si no hubiera sido contable habría puesto una carpintería.
–Y yo te hubiera querido igual –contestaba Elvira sacudiéndole tiernamente las virutas del pelo.
Las tareas que demandaba la casa las repartían entre los dos; nunca tuvieron personal de servicio, creían que nadie tenía ese derecho. De todos modos gran parte de la casa se hallaba cerrada, las tres habitaciones de los hijos, dos baños, un cuarto de trastos y otros dos de servicio, más un pequeño patio interior. Habitaban la cocina, el salón al lado de la chimenea, el largo sótano que recorría la casa desde la calle hasta el último patio donde Faustino y Elvira mantenían un huerto, el gallinero y un horno de barro.
El horno lo había construido el padre de Elvira, era un ingenio de adobe, yeso, cal y virutas de madera que, después de calentarlo durante un par de horas, podía alcanzar los setecientos grados. Allí horneaban el pan y pese a estar a la intemperie no presentaba la más mínima grieta.
Por la noche, después de cenar, se sentaban frente a la chimenea a escuchar la radio o acompañados por algún libro. Elvira leía porque Faustino había perdido la vista para la letra pequeña. En ese tránsito permanecían hasta que Faustino emitía un largo suspiro y se dormía.
Para navidad, fines de año y la festividad de San Juan, cumplían un rito que esperaban con ilusión infantil. Hacia la medianoche dejaban entreabierta la puerta de calle y se acostaban a esperar, a veces en vela durante toda la larga noche. Cuando alguien irrumpía se accionaba un mecanismo que Faustino había ideado: se abría una trampilla oculta entre las tablas del suelo y el intruso caía dos metros hacia el sótano. Los dos se levantaban excitados, Faustino le disparaba con una escopeta del doce de dos cartuchos en el pecho y la cabeza. Por la mañana temprano, después de un contundente desayuno de tocino, huevos, café, pan y vino del país, que sólo hacían para esas fechas, Faustino bajaba al sótano a descuartizar el cadáver mientras Elvira calentaba el horno de barro. Al mediodía se lo comían y arrojaban al huerto y al gallinero los restos de los huesos que previamente Elvira molía a golpes de martillo.
Cada año se fueron perfeccionando y extasiando con cada pieza que comían; Faustino prefería de los muchachos jóvenes las vísceras y los muslos; Elvira escogía el cerebro que salteaba con ajos y cebollas del huerto; si era una mujer no despreciaban nada, la carne era más suave y menos prieta que la de los hombres, el resto lo guardaban en un gran congelador.
Todo aquello que no podía comerse o desintegrarse en el horno lo tiraban a un pozo que antaño había sido un aljibe: en ese fondo barroso descansaban relojes, anillos, pulseras, hebillas de cinturones de todos los incautos que habían osado entrar en la casa accionando la trampilla.
Cuando Faustino cumplió los ochenta y siete, emitió un suspiro desacostumbrado mientras Elvira le leía una novela de indios y vaqueros. A los dos días lo enterró en el cementerio; acudió al notario legando la casa a sus hijos y haciendo constar en un escrito que fuera enterrada al lado de su marido.
Sólo un año después, con la tristeza por la pérdida en todo el cuerpo, Elvira cayó en el huerto y se golpeó la cabeza, la cuenca de un ojo se hundió contra una de las tablas que había cepillado Faustino para separar los rosales de los pepinos. Pero esto ya no importaba porque Elvira al caer ya estaba muerta.
Los tres hijos cumplieron la última voluntad de su madre y la enterraron junto a Faustino y pusieron en venta la casa.”
Aquí acabó el relato del hombre. Antes de retirarse, tambaleándose, me entregó unos documentos. En ellos se consignaba una estadística que había elaborado la policía: pese al notable aumento de crímenes en la ciudad en esta calle no había ocurrido ninguno, sólo algún arrebato, un pequeño hurto, por eso la llamaron la Calle de los Milagros.
Establecí primero una simple operación aritmética; si Faustino y Elvira accionaban la trampilla en las fechas señaladas para disimular los disparos de la escopeta junto a los cohetes de los festejos y caía sólo un delincuente debía multiplicar ese número por una estimada cantidad de años.
¿Pero por qué me contó aquel hombre esta historia? La respuesta es sencilla y el lector ya la habrá intuido: la casa la compré yo.
Después recorrí las pruebas sin minuciosidad, comprobé el horno, el sótano y la trampilla, el huerto y el gallinero. En definitiva, pensé, ¿en qué cree alguien como yo? No rezo, no suelo hacer promesas, nunca pedí dinero, no odio ni tengo rencores, no hago planes a largo plazo. También es verdad que es difícil descifrarme, que actúo cuando nadie espera que lo haga, en mi espíritu opera una especie de impulso al que nadie puede enfrentarse. Creo que el hombre que me hizo la confesión y el relato sabía todo esto. Ahora debo prepararme. En esta navidad, si tengo suerte, mi primera y puntual cita en la casa de la Calle de los Milagros, estará por accionar la trampilla.
Como dije al principio, si aún tenéis necesidad de saber quién soy, podéis llamarme Ismael.
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