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27-01-2021 Notas

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Por Cristian Rodríguez

Deberían recordar quién ganó la guerra

Sayonara no es sólo la expresión con la que los occidentales reconocemos la voz japonesa que se usa al despedirse, sino que Sayonara es también una película de 1957, dirigida por Joshua Logan, a partir de la novela del escritor estadounidense James A. Michener.

¿Qué podría motivarnos a escribir sobre una antigua novela norteamericana, que fuera adaptada exitosamente al cine y que ganara cuatro premios Oscar y recibiera diez nominaciones?

Sayonara es una historia encriptada sobre la ocupación militar y la intervención de Estados Unidos en los asuntos internos sobre otras naciones -ocupadas militarmente o no-, progresiva hegemonía del conquistador en el esquema global a partir de la Segunda Guerra Mundial. Lloyd Gruver -interpretado por el inmenso Marlon Brando- es un oficial de la Fuerza Aérea Estadounidense estacionado en Japón durante la intervención de Estados Unidos en Corea. La historia se encuentra entonces montada entre los conflictos étnicos y raciales suscitados con Japón, entre la posguerra de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra de Vietnam. El Imperio no descansa, y como otros muchos soldados estadounidenses, Lloyd se enamora de una japonesa.

La novela, lejos de pretender una reivindicación del amor por las diferencias, narrará las imposiciones de la lógica invasora sobre las cuestiones de la vida privada. Lloyd tiene un alter ego, un subalterno, Joe Kelly, que efectivamente da ese paso transgresor y provocador al status quo que impide cualquier atisbo de integración, casándose con su amada Katsumi, y nombrando padrino de ese casamiento a Lloyd, que es por otra parte el prometido de la hija del establishment, Eileen Webster, y con quien tiene asegurada carrera militar y pertenencia.

La Sra. Webster, esposa del General Webster, señala: “no quiero sugerir que los japoneses sean seres inferiores, pero sí que deberían recordar quién ganó la guerra.” Y el propio General Webster rubrica los beneficios de la pertenencia patriarcal, al afirmar: “todo lo que haga de uno un mejor hombre, lo hace un mejor marido.”

 

Maldito amante de las negras

A partir de allí, tanto Lloyd como Kelly correrán casi idéntica suerte: la de transformarse -usando la expresión que acuñara Umberto Eco- en “apocalípticos”. Pero la historia, sutil y brutal, produce dos desenlaces disímiles: uno salvador y el otro aleccionador. Lloyd puede, dramáticamente, casarse con la famosa bailarina de Bitchi–Bashi, una bailarina de la Takarazuka -un tipo de teatro de revista con canto y baile-, la sutilmente bella y distante Hana–ogi.

La estructura dramática produce una relación en espejos dinámicos: la pareja que conforman Kelly y Katsumi, por una parte, proyectada en la otra que convalidan progresivamente Lloyd y Hana-ogi.

En el curso de ese juego de reflejos, donde se van poniendo en evidencia los estatutos del poder reaccionario del pensamiento invasor y etnocéntrico, Lloyd es sorprendido durmiendo con Hana-ogi: “…Entonces Crawford se tornó purpúreo y gritó: -levántese de ahí, comandante, qué diablos. El general tendrá noticias de esto… bonito espectáculo está dando el hijo de un general viviendo con una negra… ¡maldito amante de las negras!”

En esta evidente yuxtaposición que hace el personaje, el Teniente Coronel Crawford, dando por sentado que una japonesa es precisamente lo mismo que una negra en los Estados Unidos racista, perseguidor y arrasador de las garantías constitucionales para las minorías étnicas, se propone este rasgo como “apocalíptico”, en el sentido de amenaza al paradigma de la supremacía blanca y del pensamiento globalizado. Negros, japoneses, comunistas, homosexuales, latinos, entre otros “diferentes”, resultan inmediatamente configurados como amenazas que suponen la persecución, segregación y estigmatización. El pensamiento absoluto que propone los crímenes políticos como ratio de la seguridad interior, o para decir en términos freudianos, la garantía de la existencia del tótem, libre y resguardado de toda contaminación, proveyendo así los fundamentos de la idea de “contaminación y contagio” de la neurosis civilizatoria.

Pero el desenlace, para quienes no pertenecen a las jerarquías sociales y económicas, no es idéntico, y no supondrá sólo una reconvención para el soldado raso Kelly, como lo ha sido para Lloyd.

La esposa de Kelly, Katsumi, mientras tanto, reeditando sin saberlo aquella relación que Freud estableció entre los bellos ojos de la Muñeca/Autómata Olimpia, en el cuento de Hoffman El Arenero, para fundamentar los alcances clínicos de lo siniestro en la práctica psicoanalítica, encuentra solución a su desvelo amoroso: “…en Kobe está ese hombre que puede, por ocho dólares, quitarle la oblicuidad a sus ojos.”

Joe Kelly, que por otra parte espera un hijo de su esposa japonesa, sólo encuentra en el escarnio público -tiene que renunciar a la vida militar por su decisión de mantener el casamiento- la única salida que transformará la pesadilla de esa exclusión: el suicido de la pareja. Así resuelve el Imperio las diferencias: invadiendo territorialmente, arrasando toda diferencia, proyectando la agresión sobre el agredido, excluyendo radicalmente, forjando una salida para los apocalípticos que nos sea otra que la de la muerte, la implosión, la desaparición o el pasaje al acto.

Joe Kelly es un desclasado en su patria, un apátrida, tanto como lo es su esposa Katsumi ante los ojos del invasor norteamericano. En esa identificación descansa ese amor intenso, enhebrado dulcemente, amparador.

Rubricando la anterior referencia, en un parlamento que confirma el amor como pertenencia cultural, como nuevo lazo, dice Kelly: “los soldados norteamericanos casados con muchachas japonesas dan la impresión de conocer un secreto magno e importante…”

El desenlace no es el mismo en la novela que en la versión cinematográfica: en la primera se dice “sayonara” a cualquier atisbo de contagio, Lloyd se despide de ese amor problemático, renuncia a él. En el film, en cambio, y por la fuerza probablemente de los preceptos de un “happy end”, se produce una inversión de la fórmula: a aquello que se le dice adiós, curiosamente y aunque parcial, de la mano del amor entre Lloyd y Hana-ogi, es al establishment.

Sin este amor, sólo queda el predominio de la renuncia fatal, la muerte trágica o el suicidio compartido.

 

¿Madame Buterfly?

La versión de Madame Buterfly en la película de Cronenberg de 1993, protagonizada por Jeremy Irons, transcurre en otro país del Oriente, la China Maoísta también pretendida sociopolíticamente por Estados Unidos, pero en una guerra silente de espías, escuchas e intereses diplomáticos. Esta película va un paso más allá, no sólo se trata del amor interracial sino del amor homosexual y de los travestismos. Aquí la mismidad alcanza límites y tensiones insoportables, con idéntico desenlace. René Gallimard, el protagonista enamorado y fascinado del exotismo inspirador de otra cultura, sintetiza y carga sobre sí los dos yugos y contradicciones, el de Lloyd y el de Kelly de Sayonara.

Sayonara es una historia contada desde las pretensiones y la lógica del poder, a priori no se pretende revulsiva, sin embargo, encuadra perfectamente no sólo el problema de la mirada unilateral y vertical de los Estados Unidos para con los países y culturas “satélite”, sino de cómo las vidas humanas quedan reducidas a las cenizas de la invisibilización y del desecho. El devenir de Kelly y su esposa japonesa embarazada es el mismo que el de los millones de invisibles actuales que Estados Unidos delimita como inexistentes, explotados y también implosionados en sus subjetividades y sus vidas, por efecto del pensamiento no sólo hegemónico, sino único. Porque la maquinaria concentracionaria de los Estados Unidos en nuestra región, no es diferente de la historia que desarrolla Sayonara, de la mano de los gobiernos títere: persecución, desmantelamiento de los signos vitales de una cultura diferente, sojuzgamiento de cualquier cosa que no sea parte del “american way style of life”. Detrás de eso, de las posibles intolerancias a las diferencias étnicas, sociales y de pensamiento, están agazapadas las verdaderas motivaciones: las puja territorial y soberana, el impedimento del desarrollo económico autónomo, la colonización cultural.

Una crisis social sostenida, como la que estamos padeciendo en Argentina en estos últimos años, no es más que el epicentro, la “Zona Cero” de una decisión política de más largo alcance: la del arrasamiento de todo signo identitario conocido. Es la bomba y sus efectos radiactivos duraderos. Es, una vez más, borrar las marcas en la dimensión de lo desaparecido.

¿Podremos decir algún día Sayonara, decir adiós, y que como en la bellísima poética de Marguerite Duras en “Hiroshima mon amour”, ante la locura y el arrasamiento de las atrocidades de la desaparición y la fisión nuclear, ante la muerte sistematizada y radiactiva, ante el horror y la persecución, podamos decir simplemente “Hiroshima” y “Nevers”, palabras poéticas, decir amor, y proponer con él un nuevo lazo?

 

 

 

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