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21-01-2021 Notas

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Por David Ledesma | Portada: Francois Escalmel

¿Realmente se trata del deseo cuando alguien expresa que hace lo que quiere? Es una buena pregunta para poner en juego hoy en día. Nos encontramos atravesando una actualidad cuya atmósfera, o lo que se respira, es cierta idea de libertad que por momentos se llega a confundir con el egoísmo y el capricho, ya que se encuentra tomada, más que nada, por la operación que realiza el capitalismo. Lo individual pareciera ser el emblema de estos tiempos donde se pondera toda realización personal sin el otro. La libertad se ve transformada, deformada por el engranaje del capital y por los ideales de producción, a tal punto que debiéramos interrogar que tan independientes somos respecto del funcionamiento del sistema.

Me hago esta pregunta porque es importante poder responder hasta qué punto puede haber un deseo en este contexto.

Desde el psicoanálisis podemos pensar que aquello que queremos no siempre resulta sencillo de poner en acto. Más bien al contrario. Cuando nos vamos enterando por donde pasa nuestro deseo por lo general el resultado es un movimiento que va a contrapelo del mismo, por más paradójico que suene. Pero bueno, somos seres paradojales y esto es fruto del lenguaje: es culpa del lenguaje.

Nuestro deseo genera tantas vacilaciones, que por lo general muchas veces optamos por los atajos y las autopistas: alguna vía regia que conduzca directamente al placer. Por esta razón siempre estamos más tentados por obtener una satisfacción del orden de lo inmediato que cualquier pregunta por nuestro deseo. Es así como se llega confundir lo que queremos con algunos modos rápidos y vertiginosos de gozar.

También se suma la cuestión de que se logra confundir fácilmente lo que se quiere con las ganas. Hay gente que declara que no tiene ganas de nada o que las ha perdido. El deseo no necesariamente coincide con las ganas. Es más, podría decirse que para el deseo no siempre sobran las ganas. A veces éste requiere trabajo, razón por la cual también se puede confundir con la exigencia. El deseo tampoco es definible como imperativo, pero si en algún punto algo de él puede reconocerse, se podría decir que un poco nos obliga. Es decir, nos obliga a no hacernos los tontos.

Vivimos en una sociedad –o saciedad para hacer un juego de palabras- que parece programada por ideales que apuntan a lo completo, lo lleno, donde la falta parece recusada y donde se llega a decir a modo de slogan que no está bien quien no quiere. Vivimos en una cultura donde todo pareciera ser posible y en la cual el tiempo de lo singular es reemplazado por los tiempos de lo productivo: en algún punto pareciéramos sincronizados a un tiempo ajeno, un tiempo Otro.

Podemos hablar de que no solo se trata de ideales que determinan nuestros modos de vivir sino que se llega a componer la imagen de una sociedad ideal donde falta toda falta, y ésta parece ser la promesa, si no el objetivo, donde el placer pudiera ser conquistado, colonizado y habitado.

Se podría decir que el deseo se sostiene en relación a querer algo más, como si se persiguiera algo, o tuviera que ver con alguna búsqueda. Pero lo que permite que se sostenga como tal es que el desenlace de su realización nunca ocurre. Lo que impera en el deseo, es aquello que nos pulsiona insistentemente hacia una satisfacción nunca realizable. Por eso es que algunas personas cuando se empiezan por interrogar un poco, descubren que nada las llena, nada les alcanza y se encuentran en la disyuntiva de qué hacer con eso. Pareciera que hacen todo lo que quieren pero algo falta. Pareciera ser necesario algo más.

El deseo por su funcionamiento a veces exige y presiona para encontrar lo nuevo: en cualquier escenario donde se presente. El deseo se apuntala hacia la novedad. Pareciera pedir otra cosa más, algo diferente.

Tanto la novedad como la diferencia hacen al camino del deseo, trazan sus vías, lo ponen en marcha: aunque sería mejor decir que es uno quien se pone en marcha gracias a él, porque funciona o podría funcionar como un motor. Luego dependerá de nosotros poner primera y conducir la ruta, evitando los choques o los accidentes. Para eso es necesario frenar de vez en cuando.

Ahora bien, donde tendríamos que prestar atención y poner el ojo es que detrás de esa ambición lo que podría estar impulsando es una exigencia feroz, disimulada, silenciosa, que demanda una satisfacción inmediata. El capitalismo se agencia nuestros avatares subjetivos que conciernen al deseo. No solo nos vende el objeto, sino, que nos vende una ilusión. No es lo mismo que el deseo libere o emancipe al libertinaje del deseo.

Vivimos un momento donde pareciera que siempre estamos a una hora Otra. O a la hora del Otro como decía Lacan. Si hay un deseo en este punto, es siempre alienante. El capitalismo nos constriñe a producir. Por eso se puede decir que somos empleados de este discurso: este nos emplea, nos agencia, nos lleva de nuestras narices, nos arrastra. Se trata de un discurso que permite que la libertad haga su equivoco: podemos hacer lo que queramos, siempre y cuando no traicionemos al sistema, es decir, mientras sigamos siendo un engranaje de la maquinaria. El capitalismo es un sistema que nos demanda fidelidad, es un sistema celoso que quisiera ser nuestro único amor.

Por un lado nos pone a producir, pero por otro nos ofrece la posibilidad engañosa de darnos lo que necesitamos: nos incita a no parar y solo frenamos para abreaccionar con alguna compra más o menos satisfactoria pero fugaz. Este sistema se encarga de fabricar, con sus medios de producción, aquel objeto que ilusiona, porque sería capaz de taponar el agujero sobre el cual se dice que funciona como la causa del deseo. Cosa que sin embargo no ocurre, por lo tanto la operación siempre se vuelve a repetir, y es necesario volver a comprar o volver a consumir.  De ahí la eficacia del sistema, razón por la cual, pienso que seduce tanto, porque inyecta la promesa de que el goce es posible, y siendo uno libre de elegir, si se tienen los medios, bienvenido sea. El derrotero liberal del mérito aparece, la tan afamada meritocracia de ojos azules y cabello rubio, que se logra abastecer de buena forma de esta estructura del mercado con su correlativo soporte discursivo: «con esfuerzo lo vas a conseguir». Este enunciado deja mucho que desear.

Ahora bien, el desplazamiento que siente la libertad afecta nuestro deseo, porque este se llega a confundir con un capricho desiderativo. El querer de uno, tiene sus tiempos, implica hiatos, pausas, vacíos. Es antinómico a la complementariedad que se nos demanda. Pero es a partir de lo que se nos demanda que lo que deseamos se diluye en el placer.

Parece homologable la producción de un objeto siempre novedoso, presto a garantizar ilusoriamente que la insatisfacción inherente al deseo se solucione -la idea de solución es muy capitalista, y el modus operandis de una persona con respecto a sus otros: el tratamiento es al modo de una mercancía. Se mercantiliza el lazo de esta manera. Parafraseando a Freud, la riqueza es el destino. Ahora bien, ¿qué pasa cuando de lo que se trata no es tanto de cualquier gadget novedoso más o menos accesible sino cuando el otro, mi partener, se  hace objeto de intercambio?

Esta especie de libertad perversa, que obliga a que nadie se quede con los brazos cruzados esperando que el placer caiga del cielo, sino más bien que corra a buscar la saciedad, da como resultado, al modo de una ecuación muchas veces, que los lazos se licuen. Si el otro no es un otro, sino más bien una cosa, la pretensión del capitalismo de nuestra época se cumple, y de este modo, se puede consumir al otro: la vía que desarrolla esta pasión libertina rompe los lazos, reduciendo el papel del otro a no ser más que un mero pape-liyo.

Según esta lógica adictiva de las relaciones, el peso del encuentro con el otro se resuelve al modo de una mismidad narcisista “toxicómana”, vaya denominación, donde en este punto pareciera que tanto el deseo como el amor, están cerca de un ocaso apocalíptico. Parece desesperanzador. Por supuesto, y vale aclarar, hay muchas personas que apuestan por el deseo, o por lo menos se lo cuestionan.

Este sistema que tantos efectos tiene sobre nuestra subjetividad apunta más a una segregación que a la unión. Nos encontramos en tiempos donde no parece ser necesario que el otro entre en la cuenta de uno mismo, a excepción de la mera descarga. Un tiempo cuya moneda corriente, además del fetiche del dólar, es la obscenidad de las relaciones, donde el a-precio por el partener del lazo queda devaluado o sin respaldo en oro. Sin este precio, éste no vale nada: entonces ¿para que cuidarlo?

La toxicidad del vínculo (como se testimonia muchas veces en la clínica, siendo una nominación muy de moda) lejos de ser lo que se entiende por lazos posesivos, que los hay y muchos, parece ser más bien en este caso, la ausencia de registro de la alteridad, cuando en realidad sin el otro se puede decir que no somos. Es a nivel de la constitución subjetiva que el otro se vuelve necesario ¿Si al partener del lazo se lo puede consumir vale como otro?

Esta supuesta promesa con gozar de más puede implicar un empuje, que hace que las relaciones se vivan de un modo metonímico, es decir, que hagan serie y no se vivan una por una, lazo por lazo: los vínculos se parecen en este punto a una especie de desfile o pasarela de objetos de precario valor. Pensemos que en este sentido una operación como la del duelo no tendría razón de ser. La vertiginosidad de la época demanda que no solo que no perdamos el tiempo, si no que directamente que no perdamos: no hay tiempo para duelar, para estar mal, hay seguir adelante, del mejor modo: siempre productivos. Seguir, seguir.

El deseo siempre supone algún límite. Y es esto lo que posibilita que la experiencia con el otro no sea al modo del capricho, sino que tenga márgenes y umbrales al mismo tiempo de implicar un registro.

 

 

 

 

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