Blog

18-01-2021 Notas

Facebook Twitter

Por Luciano Sáliche

I

¿La pintura puede llegar a ser poesía? Para Guillaume Apollinaire sí. Cuando vio por primera vez una obra de la dupla artística Robert y Sonia Delaunay, en 1913, dijo: “Eso es arte abstracto”. Luego profundizó en su definición: “Son nuevas estructuras a partir de elementos que no han sido tomados prestados de la esfera visual, sino que han sido creados totalmente por el artista… es arte puro”. Se cree que desde Vasili Kadninsky, o desde Hilma af Klint, que el arte abstracto se visibiliza y se convierte, más temprano que tarde en un estilo, en una corriente. Con las vanguardias de principios del siglo XX, se cristaliza y surgen, además, el rayonismo de Mijaíl Lariónov y Natalia Goncharova y el dripping de Jackson Pollock, por mencionar algunos. Pero, ¿qué pasó antes? ¿Hubo arte abstracto en el siglo XIX?

Hay una obra que suele situarse como la primera, como la inauguración. Se trata de Nocturno en negro y oro: el cohete cayendo de James McNeill Whistler, un cuadro de 1874 que hoy está en el Detroit Institute of Arts Museum de Estados Unidos. Es una obra disruptiva, muy singular y de un estilo inédito, aunque hay que decir que existían algunos pintores —pocos, pero existían— que estaban experimentando sobre el terreno de la abstracción. A su manera, los cielos luminosos de Joseph Mallord William Turner y las atmósferas abruptas de John Constable tienen esa búsqueda que trasciende la reproducción realista y formal del mundo, y avanzan sobre las sensaciones que genera. Hay algo muy puntilloso que rompe con cierta “ilusión abstracta”: la titulación de la obra.

Nocturno en negro y oro: el cohete cayendo explica con cada una de sus palabras lo que no logra comprender a simple vista un espectador del siglo XIX acostumbrado a la figuración, a disfrutar de paisajes y escenas, a lo sumo levemente distorcionados por los postimpresionistas. Entonces, de golpe, se encuentra con manchas, formas raras, colores. ¿Qué es eso?, se pregunta. Lee el título y todo le cuadra mejor. Los pintores abstractos del siglo XX, que tenían racionalizado el proceso, que entendían por qué hacían lo que hacían, solían evitar nombres explicativos para que el espectador pueda interpretar lo que ve de forma totalmente libre. Basta con volver a la definición de Apollinaire: “elementos que no han sido tomados prestados de la esfera visual, sino que han sido creados totalmente por el artista”.

Lo que el poeta francés llama “arte puro”, ¿realmente existe? ¿Acaso las obras de Hilma af Klint o Sonia Delauna no tienen alguna relación con los vitrales de la época y el uso de sus abundantes círculos no son tomados de la geometría básica? Quizás el “pecado” de Whistler fue llegar al arte abstracto desde una experimentación inconsciente, sin la racionalidad posterior de pensarlo como una obra, y también el hecho de no haberse desprendido de toda su obra, muy interesante por cierto. Aquella noche en los jardines londinenses donde se bebía, se comía y se bailaba mucho, Whistler abrió bien grandes los ojos para admirar la exhibición de fuegos artificiales sobre las tranquilas aguas del río Támesis. Volvió a su casa y se durmió con esos colores en la cabeza. Al día siguiente comenzó a pintar de forma impulsiva. 

II

¿Cómo recibió la sociedad inglesa esta obra inédita para la época? Algunos, muy pocos, se maravillaron; otros, muchos, la despreciaron. John Ruskin fue uno de ellos. Un crítico inglés, militante del socialismo cristiano —Mahatma Gandhi lo reconoció como una de sus grandes influencias—, que había alcanzado cierto prestigio en el mundo del arte tras apoyar con sus ensayos a la Hermandad Prerrafaelita, un grupo de artistas que se manifestaba en contra de las composiciones académicas por ser “elegantes pero vacuas” y buscaban un mayor nivel de detalle e iluminación. Una tarde, Ruskin, luego de ver Nocturno en negro y oro: el cohete cayendo en una exposición, acusó a Whistler de ”pedir doscientas guineas por lanzar un tarro de pintura a la cara del público”. Podría haber evitado la provocación, pero no: lo demandó.

La cosa venía de antes. No era la primera vez que Ruskin se refería a la obra de Whistler de ese modo. Cuatro años atrás había dicho que su arte era “una absoluta basura”. El crítico también tuvo un conflicto con el escritor Henry Jame, quien dijo que había “comenzado a sobrepasar sus límites como crítico de arte, volviéndose tiránico en su dicción”. La crítica de Ruskin, que veía en la exploración de Whistler un sinsentido y una estafa, hizo que los galeristas y mecenas se avergonzaran de tener una obra suya, entonces le quitaron su apoyo y acrecentaron su problema financiero. Fue en ese momento que decidió ir a juicio. No se trataba solamente de un ego herido —y hay que reconocer que Whistler tenía un ego realmente grande—, sino de una defensa a la libertad del artista y del respeto que, creía, era necesario.

¿Le importaba a Ruskin los efectos de su crítica? ¿Comprendía la injerencia de sus palabras o prefería ejercer la crítica como una herramienta “pura”, despojada de todo lo que pueda suscitar después? ¿Existe una ética de la crítica: qué “está bien” decir y qué no? ¿Hay límites morales? ¿El crítico necesita la misma autonomía que el artista? ¿Definir una obra como “una absoluta basura” es hacer crítica? ¿Hacer un comentario sarcástico pero no por eso menos incisivo merece una demanda legal? ¿Puede el artista demandar a un crítico por una reseña destructiva o, como se dice ahora, mala leche? Importa el peso de John Ruskin por los efectos que generó su crítica —Whistler perdió dinero por eso—, pero no importa en cuanto a un debate, quizás mal actualizado, sobre la libertad de expresión. 

III

—Dígame, señor Whistler, ¿cúanto tiempo le llevó pintarlo? —preguntó el abogado de Ruskin durante el juicio.

—Podría decirse que… medio día —respondió el artista.

—Y por medio día de trabajo, ¿pretende cobrar doscientas guineas?

—¿Disculpe?

—Si no le parece demasiado cobrar tanto por medio día de trabajo.

—No es por medio día de trabajo. Es por la experiencia adquirida durante toda una vida.

Whistler ganó el juicio, pero no obtuvo el dinero que quería. Ruskin le tuvo que pagar un simbólico cuarto de penique, una muy mala indemnización, malísima, sobre todo teniendo en cuenta el perjuicio que le había causado con galeristas y mecenas, y el dinero que lo llevó a pagarle a sus abogados para ganar el juicio. Sin embargo no era una cuestión económica lo que allí se jugaba. Se trataba de otra cosa. Las malas lenguas dicen que John Ruskin padecía del síndrome de CADASIL, un trastorno cerebrovascular que produce, entre otras cosas, problemas de visión y ataques de migraña. Este tipo de pinturas pueden causar una gran irritación a quienes las ven. ¿Habrá sido eso: una total aversión a las formas indefinidas de Whistler, algo previo a la discusión ideológica, una imposibilidad “natural”?

El mundo siguió girando alrededor del sol y los artistas continuaron explorando las posibilidades de la materia con la que trabajaban. James McNeill Whistler murió en 1903 sin poder ver las grandes corrientes de arte abstracto que terminaron por romper las estructuras realistas de las artes plásticas. No pudo ver cómo las vanguardias del siglo XX continuaron con su legado. Tampoco pudo ver las críticas que recibían esos artistas que rompieron con la figuración clásica del arte, eso que él mismo hizo sin demasiada planificación un par de décadas antes. La obra de Whistler está compuesta esencialmente de retratos y paisajes. Lo que hizo en Nocturno en negro y oro: el cohete cayendo fue un impulso: la extraña necesidad de hacer algo nunca antes hecho.

 

 

Etiquetas: , ,

Facebook Twitter

Comentarios

Comments are closed.