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04-01-2021 Notas

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Por Pablo Milani

Fue una tarde calurosa de agosto de 1977 en Graceland, Memphis (EE. UU.), el lugar en el que moría Elvis Presley, a los 42 años, luego de llevar varias horas dentro del baño en la mansión que habitaba. Cuando su novia logró destrabar la puerta lo encontró sin vida. Según la autopsia, su muerte se debió a un fallo del corazón a causa de una arritmia cardíaca. Sus últimos años se habían desarrollado con una salud debilitada, plagada de excesos y su figura ya estaba lejos de su esplendor. Su manager, el Coronel Tom Parker, lo había exprimido por demasiado tiempo y el Rey del Rock & Roll así llegaba a su fin a muy temprana edad.

Desde una lejana analogía, Diego Armando Maradona, quizás el futbolista más grande de todos los tiempos jugó su último partido con la camiseta de Boca Juniors, y oficiando de capitán, el 25 de octubre de 1997 frente a River Plate en el Monumental, cinco días antes de cumplir 37 años. Sus días en la cancha como jugador habían terminado. Su vida en aquel momento estaba yendo más rápido que cualquier otra. Hace poco más de dos meses, dentro de un inolvidable 2020, el crack del fútbol mundial había cumplido 60 años y ese día se lo vio en un debilitado estado de salud. Su vida se apagaba y nadie acudió para salvarlo. Su última participación fue como entrenador de Gimnasia y Esgrima de La Plata, pero algo en él no estaba del todo bien.

En esa acumulación de tardes y noches, abruptamente llegó un instante que no podía existir en el calendario; ni lunes, ni martes, ni domingo, ni feriado. El día que jamás nadie hubiese querido que pasara: fue el miércoles 25 de noviembre. Un día en el que el tiempo se detuvo sin avisar. Un mediodía que amenazaba ser como todos los demás y de pronto la noticia seguida de un silencio estruendoso que cubrió toda la ciudad y más allá, lejos de un horizonte que se avizoraba negro. Y allí detenido intentar juntar las partes de dolor esparcidas por una vereda que había perdido no sólo su color sino su razón de ser. La vida toda entera, rota y pobre. El hachazo irreparable del tiempo había interrumpido con su más fiel crueldad. El sin sentido amurallado y un nombre que se escurría entre los dedos. El héroe de todos los tiempos. El indiscutible dueño de la pelota, el que la hizo brillar y la amaestró en sus pies mientras jugaba. La materia como ejercicio ineludible. El hombre que trascendió fronteras sólo con su fe y su corazón como bandera. El jugador más importante del último siglo de pronto era mortal y ahora tendremos que saberlo. La tristeza infinita terminó siendo demasiado grande para sostener.

Por mi padre soy hincha de Boca. Como alguna vez dijo el Negro Fontanarrosa: todo hombre de niño quiere ser jugador de fútbol. En mi tierna infancia vivía con una pelota entre los pies. Tardes inolvidables con toda una vida que parecía interminable y que por cierto lo era. No había potrero ni cancha cerca, sólo nos debatíamos entre empujones en plena calle en el sur del conurbano. Para mi cumpleaños número 9 mi única abuela me regaló el conjunto azul y oro con el 10 en la espalda. Junto a mis amigos del barrio escuchábamos en una radio a pila cada domingo a Boca a cancha llena y el relator nos aullaba de las destrezas de un tal Diego Maradona. Pasaron los meses y fue gracias a mi insistencia que finalmente mi padre me llevó a la Bombonera. Ese domingo de sol jugó Boca frente a Estudiantes y el partido terminó 1 a 0 en favor de los xeneizes con una salida fenomenal del arquero Hugo Orlando Gatti hasta la mitad de la cancha y una gran corrida hacia el gol a cargo de Hugo Perotti. Pero yo quería ver a mi ídolo. Fue con la pelota parada que el número 10 pasó cerca de donde yo estaba y entonces grité desaforado y él giró su cabeza para mi lado de la tribuna. Salté como un loco hasta quedarme afónico mencionando su nombre. Había visto a mi ídolo de cerca. Ahora me acuerdo y se me nublan los ojos hasta las lágrimas que insisten en acompañarme mientras escribo estas palabras. Hace más de un mes que ese muchacho convertido en hombre y luego en ídolo para millones se ha ido para siempre a un lugar inimaginable e irreconocible para los mortales. Los años pasaron rápido y sus días dentro de una cancha ahora se tornan más efímeros que nunca.

Me pregunto cómo unir las partes que se acaban de romper, ese lazo indestructible con la propia infancia. Terminó siendo un camino tan rápido como una flecha a punto de explotar. Con su desaparición física se apagó una voz que podía seguir hablando y desafiando siempre que se le acercara un micrófono. Un destello de luz que irradiaba certeza y nitidez cada vez que se lo veía, aunque se fue declinando con los años.

Esta es la historia de una vida acaso interminable, un desborde difícil de organizar con el llanto desencajado. Con él entendimos que una lucha vale la pena cuando crece desde el pie; pero ahora habita el silencio. Una soledad que persiste como un mantra, que se propaga con sólo adioses. Una partícula de tiempo sin comienzo hacia ninguna parte. Esta vida huérfana sin nombre, sin ninguna marca de largada. Esta corrida como huida al paraíso de los inmortales. Caminar las calles como si hubiese perdido algo que sé que no vamos a poder encontrar. Día a día sostener este presente que parece irse a un lugar aún no habitado por el hombre. En psicología, la falta es el fundamento del sujeto y sólo toma consistencia con la pérdida y su consentimiento. En la oscuridad de un mundo hostil, el brillo tenaz de su figura atado a una pelota siempre tuvo desplegado el alma a flor de piel. Si lo decisivo de nuestro breve tránsito terrenal es alcanzar la dicha de la vida eterna, Diego Maradona lo logró con creces. Su magia quedará inextinguible allí, entre el césped como íntimo cómplice y a todos lo que lo vimos jugar, en esa pelota que lo vio crecer y que hoy quedó huérfana. De cualquier modo, aquí estamos ante una nueva inteligencia. Nadie ha sabido mejor que él diseccionar la intrincada constitución del ser humano. Para juzgar su grandeza nos falta la medida: pues está solo. Diego Armando Maradona quizás haya sido el ser humano que más lejos fue en el examen del hombre. El que supo explotar tanto el bien como el mal. Abordó con la mayor profundidad la gambeta tanto en el fútbol como en la vida, porque de eso se trata también el deporte. Comprendió y desarticuló la malicia exacerbada y deshumanizada del poder extendiendo su liderazgo a todos los jugadores del planeta.

Nos queda su originalidad, su invención en la cancha con una pelota como nadie lo supo hacer. Su despliegue y su organización colectiva en un equipo. El imán que representó para con sus compañeros. Su cualidad expresiva como un virus que se reprodujo en cualquier lugar y a toda hora. Su irrevocable insurgencia juvenil atravesando muros para él invisibles. Su apresurada madurez hacia los grandes y aquella última gambeta que no pudo sortear. Él le imprimió un nuevo lenguaje al fútbol, la creación de otro idioma descabellado. Encontró su pasión a muy temprana edad y pudo saciar su sed, vaya milagro. Pues ahora, desde este inútil y ocioso presente, sólo queda el desguace más allá de su cuerpo, el desenredar lo que antes estaba prohibido. La ineficaz palabra esta vez flota a su alrededor buscándole un sentido a lo que no lo tiene. Un breve espacio de tiempo ahora convertido en infinitos ayeres. Aquí estamos despidiendo un pasado. Y como Gardel, Elvis o Lennon, la muerte lo vino a buscar joven, no sin tragedia. Acaso este tratamiento individual describa un nuevo entramado social y cultural en el que quedará su indiscutida obra.

La película Héroes (1987), dirigida y escrita por el cineasta inglés -vaya paradoja- Tony Maylam sobre el campeonato mundial de fútbol de México 1986, quizás sea la mejor descripción de emociones del momento cúlmine de Diego Armando Maradona y del seleccionado argentino que se llevó la copa del mundo. El locutor argentino Ernesto Frith, en ese documental, dice: “Existen algunos deportistas tan dotados y talentosos que pueden elevar un equipo a un extraordinario nivel de perfección; capaces, a veces, de sostener a una nación entera: Diego Maradona es uno de estos deportistas”. ¿Qué duda cabe?

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