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Por Guillermo Fernández
A los chicos les atrae reiterar con la vista las imágenes cruentas de las películas. Se detienen a mirar por las dudas de que se les haya borrado lo terrible con las secuencias siguientes. Ningún espectador de El Rey León (1994), para dar un ejemplo, dejó de revisar la secuencia en que Simba se entera de la muerte de su padre. ¿Qué buscan detrás de la pantalla de la computadora, si ya el acontecimiento dejó de ser novedoso?
De madres o padres muertos el cine, justamente infantil, hizo un catálogo amplio. El filme animado Buscando a Nemo (2003) comienza con la muerte de la madre quizás para confirmar que tampoco los peces se libran del dolor. Muchos de los espectadores no dejan de fijar los ojos ante la crueldad de que el protagonista afronte la vida sin madre.
Mucho tiempo antes de estos casos, entre muchos, extraídos del mundo de Disney, Pixar o de la industria que sea, casi todos los adultos, han luchado por continuar con la lectura de un clásico obligado, Corazón (1886), del escritor italiano Edmundo De Amicis. No se exceptúa ningún relato del libro libre de morbosidad: niños pobres burlados por sus propios compañeros, una abuela en silla de ruedas asesinada a causa de un robo, un protagonista que recorre el mundo en busca de su madre y demás capítulos del mismo tono. Se leía y se releía para comprobar que la vida feliz de los más pequeños consistía en una ilusión contingente y destinada a unos pocos. De Amicis se obstinó en mostrar el lado oscuro de la infelicidad como un ejemplo de conducta de los más sacrificados, a aquellos que les cuesta vivir.
Fuera de las intenciones estéticas y morales de los autores de estas piezas resulta importante remarcar el hecho de que los destinatarios fuesen, en casi todos los casos mencionados, una legión de lectores pequeños a los que parecería adoctrinar en una vida turbulenta, acostumbrarlos gratuitamente a las pérdidas, como si la propia existencia no se encargara de demostrarles la certeza de lo que ven o leen.
¿La obra de arte debe exacerbar la angustia, provocar los sueños malos, hacer levantar de la cama, agitados para prender la luz y comprobar que los ruidos no son pasos de los muertos que regresan para llevarse gente viva? ¿Por qué las enfermedades letales de los padres tienden a ser tópicos correctivos de dureza, de lucha sin abandonar el coraje? ¿Es posible creer el sadismo como un componente ineludible de una historia verosímil?
Nunca hubo demasiadas respuestas para entender la necesidad visceral de quitar los ojos del fotograma o de volver la página escrita con sangre de inocentes. Sí, por cierto, hubo un mercado ansioso por comprobar la cara enrojecida de los niños, molestos a pesar de que pueden apretujar la mano de su padre o de su madre, quienes por un tiempo largo les corresponde vivir más.
No resulta audaz pensar que las imágenes se agolpan una tras otra en la conciencia y que se acoplan con el tiempo en maneras de razonar, de pararse frente a la ausencia de un ser que se ama, a una partida de alguien que no va a volver, pero saluda desde la ventanilla de un vagón como si su regreso fuese una cuestión de días.
Hay una lección mal aprendida que deja la infancia: un regusto amargo en el estómago, un desear nubarrones negros y la lluvia intermitente detrás de un ventanal a oscuras, un revisar sin cesar un dormitorio de alguien que ya no habita en una casa.
Son nombres de la angustia, que no es sino una matriz con todos los sobresaltos que vienen de lejos, silenciosos, pero con paso firme. Vivir consiste en acostumbrarse a rastrear esas visiones prestadas, desde una butaca, desde una silla con la página abierta de un libro, con los ojos bien abiertos por el espanto.
¿Acaso no sigue asustando el hecho de que Caperucita no haya distinguido al lobo y de que el salvaje animal siga ocupando los titulares de los diarios?
Etiquetas: Cine, Cine infantil, Crueldad, Disney, Edmundo De Amicis, Guillermo Fernandez, Rey León