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Por Enrique Balbo Falivene | Portada: Maria Friberg
Viajar, como narrar -como vivir- es omitir.
Claudio Magris
Durante el verano aquí en Chivilcoy no hay nada que hacer pero por fortuna durante las otras tres estaciones tampoco. Este nuevo año, además, en plena caída libre, con la cuarentena como en un interior de Hopper, me tuve que someter a una cirugía que me empujó a la inactividad y a la decadencia alimentaria (gelatinas, zanahorias, zapallos y ya). Así que me decidí y me di la estocada final tragándome un ladrillo: La catedral del mar de Ildefonso Falcones.
El libro recoge las muchas desventuras de su protagonista, Arnau Estanyol –mis abuelas dirían el muchachito– en la Barcelona feudal del siglo XIII. Y digo muchas porque el ladrillo cuenta con setecientas páginas en las que cabe de todo; hay sexo: los amantes sudan, jadean, se retuercen; las mujeres resultan con los pechos turgentes y los pezones inhiestos entre gasas transparentes, los hombres alojan en sus manos sendos miembros viriles; hay judíos, siempre ricos, proscritos, oscuros, perseguidos; hay curas, iglesias por doquier y, como no, la Santa Inquisición que siempre da mucho juego. No hay un personaje que no intrigue, traicione y confabule; se ve que en aquellos años no había otra cosa que hacer aparte de trabajar, rezar o dormir en el suelo para alcanzar la redención. La novela es farragosa en cuanto a descripciones y escenas que aportan poca cosa; es previsible desde las primeras páginas, en que el señor de las tierras ejerce el derecho de pernada sobre su vasallo, el padre del protagonista. Hasta el menos avezado de los lectores sabe que según vaya pasando páginas llegará la venganza, el triunfo, la justicia. El muchachito al final triunfará como en un culebrón mexicano o una novela turca.
Lo cierto es que el libro, el ladrillo, desde su publicación en 2008 lleva incontables reediciones, ha sido traducido a más de quince idiomas y, previsiblemente, ya tiene serie para televisión, campaña de márquetin, entrevistas, críticas y reseñas de medio pelo azuzadas por la casa editora.
Lo que cabe preguntarse en este punto es ¿qué leen los que leen? Vamos a suponer que a los barceloneses pueda interesar el texto: narra la historia de su ciudad, sus calles, sus edificios, sus gentes; vamos a suponer también que a alguien extraño a Barcelona pueda interesarle la novela histórica. No trato el género con desdén, lo leo y celebro en muchos autores; pienso en Eco, Víctor Hugo, Pío Baroja, Dumas (padre), Flaubert (Salambó es excepcional), Thomas Mann, Dickens. Tampoco cuestiono el Best Seller, lo que critico es su previsibilidad. Este intento es como ir a la ruleta y jugar a todos los números o cantar con el Auto-Tune. Lo que hacemos es aceptarlo del mismo modo que reconocemos sin cuestionar que el disfraz de Superman son unas gafas de pasta. Porque leemos y nuestro cerebro accede a lo inverosímil: no es factible que en una vida ocurran tantos actos, sólo en Homero y es un poema, una hipérbole.
¿Pero es posible concebir un texto sin acobardar al lector en números de páginas, descripciones, escenas sin sentido, caracteres en los que se insiste en explicar cómo visten, caminan o en qué lado de la boca sujetan el cigarrillo?
Gombrich escribió su Breve Historia del Mundo en algo más de cien páginas, se lee como una novela y tiene un tono nada académico y accesible; Borges refutó el nazismo en Deutsches Requiem en un par de páginas que fueron publicadas por el periódico La Nación hacia 1940, cuando la mayoría de los porteños alababan a Hitler y hacían mítines pro nazis en el centro de Buenos Aires; Rulfo escribió Pedro Páramo y condensó en escasas páginas lo que La Catedral del Mar hace en setecientas: amor, desidia, abandono, revolución; Chéjov, cuestionando la maratón de carillas que proponían sus colegas escribió: “Un hombre, en Montecarlo, va al Casino, gana un millón, vuelve a su casa, se suicida”, el relato más escueto –y sugestivo- del mundo; y Augusto Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.
Afirma Barthes que en la lectura de un texto el lector se lee a sí mismo; Cabrera Infante se codea con él y le hace un guiño: arriesga que es literatura todo lo que se lea como tal.
Falcones, después del éxito de La Catedral del Mar se ha metido en nuevos emprendimientos literarios; uno de ellos transcurre en Granada: La mano de Fátima. A una de las calles de la ciudad en que transcurre la novela de mil páginas ya la han bautizado con el nombre del autor. Esa calle, que desconozco, debe ser menos dilatada y artera que el libro, más breve. Sin artificios.
Etiquetas: best seller, Enrique Balbo Falivene, Ildefonso Falcones, Literatura