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Por Luciano Sáliche
I
Katrine Fønsmark (interpretada por la actriz Birgitte Hjort Sørensen) es periodista, conduce un noticiero de la cadena TV1, participa de la reunión editorial del medio, propone notas y enfoques. En los primeros capítulos de Borgen se muestra ingenua, torpe, desinteresada, pero con el tiempo se convierte en ese tipo de periodistas que va detrás de la noticia y que intenta gambetear el discurso protocolar del pulgar arriba, pulgar abajo. Su expareja es Kasper Juul (Pilou Asbæk), asesor de prensa de la protagonista de la serie, Birgitte Nyborg (Sidse Babett Knudsen), primera mujer en ser Primera Ministra de Dinamarca. Van y vienen. El amor existe en su forma más clara: apasionada y problemática. Esa relación se presenta durante las primeras dos temporadas como un conflicto de intereses; para la tercera el asunto estará resuelto y es mejor dejarlo ahí, sin spoilear demasiado.
Katrine Fønsmark vive para el periodismo. Nunca se la ve sin el traje de periodista salvo cuando sale a correr bajo el frío de Copenhague con los auriculares puestos y el ceño fruncido, producto del esfuerzo físico y de la concentración sobre algún tema que dejó pendiente en su trabajo y que no puede sacarse de la cabeza. En la serie se la presenta como una “idealista” que choca permanentemente con el sensacionalismo de sus jefes. Hay una posición interesante ahí: un periodismo “puro” que denuncia, que investiga, que pregunta, que se mantiene inquieto y que parece no poder ver, al menos al principio, la relación de poder entre política y medios. Y mientras ella descubre la gran farsa, nosotros, los espectadores, también. Luego esa relación entre política y medios es el eje del “equilibrio democrátrico” que nadie quiere romper.
Borgen es una serie danesa que comenzó a emitirse en 2010 por Danmarks Radio, la cadena pública de Dinamarca, y que el año pasado Netflix la subió a su plataforma. Son tres temporadas: la primera de 2010, la segunda de 2011 y la tercera de 2013. Sus creadores, el productor Adam Price y los escritores Jeppe Gjervig Gram y Tobias Lindholm, decidieron que con la tercera temporada ya era suficiente y la dieron por concluida. Continuarla implicaría atender la masificación de las redes sociales y su impacto en la política, cosa que en la serie no está. Borgen es el nombre coloquial del Palacio de Christiansborg, sede de los tres poderes del Estado y oficina del Primer Ministro. La propuesta narrativa es ubicar la política local como centro para diagramar un juego de relaciones con los medios, con la política internacional y con la vida personal.
II
Hay dos cosas que nos alejan de Borgen: espacio y tiempo. El espacio es Dinamarca, un lugar frío, blanco, nórdico, tranquilo y pequeño: es un cuarto de Uruguay y un poco más chico que la provincia de Jujuy. Es el séptimo más ricos del mundo: tiene un PIB nominal per cápita de 60.718 dólares. En 2010 Dinamarca fue nombrado “el país menos corrupto del mundo“ y en los últimos años suele aparecen en notas en diferentes medios como “el país donde los habitantes son más felices“ y “uno de los mejores del mundo para vivir“. Su lejanía propone una idealización. Pero en algún punto tiene buenos motivos: los salarios son de los más altos del planeta, el sindicalismo es aguerrido, la desocupación es ínfima, hay un Estado presente cobrando altos impuestos y brindando un buen seguro de desempleo. Tienen monarquía.
En cuanto al tiempo, la serie es reciente pero se coloca en el momento previo en que las redes sociales introdujeron su lógica en la forma de hacer periodismo. Sin embargo se percibe cómo la televisión dejó de lado el perfil tan siglo XX de la solemnidad. Cuando la hija de Nyborg, Laura (Freja Riemann), es internada por los ataques de ansiedad, los medios la acosan. Luego se recupera y los periodistas siguen merodeando, intentando sacarle algo, algún dato, una foto comprometida, cualquier cosa. ¿Cómo sería la situación hoy, donde cada quien tiene un teléfono, un perfil en Twitter y ganas de recibir muchos, muchos, muchos retuits y acariciar la fama más frívola? ¿Acaso no la acosaría la “gente común“ también, envalentonada por el hostigamiento polarizador que los medios hacen —eso en la serie se ve con claridad— sobre el costo tratamiento que recibe?
Y desde esa distancia la serie marca algunos “límites éticos“ que si no se pasaron, pronto lo harán. Como los formatos televisivos de política. Un programa recibe a dirigentes y ministros que se visten camisetas de distintos colores, divididos en equipos, al mejor estilo Supermatch. Hay una pelota y el que la recibe tiene un par de segundos para dar su opinión sobre un tema coyuntural, como la importancia de diagramar políticas ecologistas. “Es ridículo“, dice Jon Berthelsen (Jens Albinus). “Pero es importante para llegar a todos. Tenés que ir“, le responde Nyborg. Otro límite, quizás mas universal: cuando Katrine deja el periodismo —esto sí es un spolier— y se convierte en la asesora de prensa de Lars Hesselboe (Søren Spanning) del Partido Liberal, pero termina rechazando el puesto: “No puedo trabajar para alguien a quien no votaría“.
III
Borgen es una serie política, sí, pero leída con atención es una serie sobre periodismo y comunicación. Basta con mencionar dos situaciones. Siendo Primera Ministra, Birgitte Nyborg tiene una imagen negativa —el vaivén de las encuestas es determinante— y está a punto de perder el mando hasta que aparece una posibilidad. En África, un país está en guerra: el sur católico vs. el norte musulmán. Nyborg media y, luego de varios capítulos, logra que firmen el acuerdo de paz. Justo antes, las periodistas Katrine Fønsmark y Hanne Holm (Benedikte Hansen) descubren que uno de los presidentes infló números para recibir financiación. Entonces aparece el dilema: ¿qué hace el periodismo: informa a la sociedad del episodio de corrupción sabiendo que la consecuencia inmediata es romper con la posibilidad de la paz, o calla para que se termine la guerra?
El director de TV1, Alex Hjort (Christian Tafdrup), presiona a Torben Friis (Søren Malling), jefe de noticias del canal, para que cambie el rumbo de los programas. Le dice que las noticias tienen un enfoque negativo, que necesitan transmitir optimismo. El conflicto estalla con las elecciones. El director pide que armen un decorado similar a un programa de entretenimiento. “Bienvenidos a la lucha por el poder”, dice el conductor Ulrik Mørch (Thomas Levin) mientras ensaya el nuevo formato que le dará a los candidatos unos pocos segundos para cada intervención. Nadie del equipo periodístico está de acuerdo con el rumbo que impone el director en busca de rating, de números, de masividad, para que “no sólo se interesen los que ya están interesados por la política”. Es una encrucijada muy actual en el periodismo de hoy.
Entonces Torben Friis patea el tablero y dice: “Cambien todo, volvamos a como estábamos antes”. El programa vuelve a su estilo original, todos contentos, pero al día siguiente lo despiden. Se va del canal con la frente en alto. Pero son las elecciones. ¿Quién se encargará de dirigir todo? El directivo que lo echó, Alex, que es joven, hermoso, pedante, soberbio, basura. Pero no es periodista sino un “hombre de televisión”, como él se define. Los periodistas escuchan su planificación y le dicen “¿estás hablando en serio?”, entonces se revelan. Van a hablar con el gerente de la empresa y le dicen que si Torben Friis no vuelve, ellos renuncian. La cara del gerente al escucharlos es francamente alucinante. Para que los medios de comunicación hagan periodismo sólo necesitan una cosa: periodistas. Cuando todos los periodistas tomen conciencia de eso, el mundo cambiará.
IV
Exhibida antes de la explosión definitiva de las redes sociales, Borgen puede ser leída como la precuela directa de nuestra actualidad. Es el momento previo a que compañías como Twitter y Facebook hagan del debate ideológico y político una performance vaciada de contenido. Lo interesante es que en el debate que muestra Borgen ya se ven todos los elementos que pululan hoy como la chicana fácil, el grito exagerado, el argumento ad hominem y la polarización forzada. En ese sentido, la serie muestra nuestro pasado inmediato, como si camináramos recolectando las migas que dejaron Hansel y Gretel. Aunque no es un camino infantil, por suerte: Borgen arriesga, o intenta hacerlo, al poner a jugar una serie de conceptos en apariencia sólidos, como socialdemocracia y parlamentarismo, pero que esconden una gran fragilidad cuando se someten a los caprichos del capital.
Sin embargo, Birgitte Nyborg quiere “hacer las cosas como se deben” y se niega a negociar “de espaldas al pueblo” o filtrar información sucia a la prensa de un opositor, pero de una u otra manera termina cayendo en lo mismo que combate. ¿El fin justifica los medios?, la eterna pregunta de la realpolitik. De todos modos, claro está, ella no “es lo mismo” que Michael Laugesen, dirigente del Partido Laborista que abandona la política para hacer un periodismo extorsivo en el diario Ekspres, o Jacob Kruse, líder del Partido Moderado, que infiltra a uno de los suyos en el nuevo partido de Nyborg, los Nuevos Demócratas —que formó porque los moderados no le dieron lugar en su regreso a la política—, para exponer sus ideas como propias. La protagonista de Borgen vive en permanente encrucijada poniendo a prueba sus principios.
Tener principios no es algo que tenga que ver con el partido o la ideología. Incluso Svend Åge Saltum de la derecha más conservadora, el Partido de la Libertad —como se ve, la palabra libertad es un significante de la derecha en el mundo entero—, tiene sus principios. La pregunta es otra: ¿alcanza con la honestidad para dirigir una democracia hacia un futuro de prosperidad e igualdad, en el caso que sea posible —creeríamos que sí— tal futuro? ¿Por qué la inteligencia es un valor en desuso en las democracias actuales? ¿Cuál es la responsabilidad de los medios de comunicación masivos en este declive? ¿Puede el periodismo aportar, además información y entretenimiento, una buena dosis de reflexión, de inteligencia? Los protagonistas de Borgen sostiene que sí, aunque eso signifique ceder en todo lo demás.
Etiquetas: Borgen, Capitalismo, Democracia, Periodismo, política, Socialdemocracia