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24-02-2021 Notas

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Por Luciano Sáliche

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En la carnicería, con el dedo en el mentón, una mujer se pregunta qué puede hacer para cenar. Son las siete de la tarde y el carnicero —joven, tatuado, simpático— le dice: “lo que quieras, tenemos de todo”. Es una escena ridícula. La enumeración de cortes de carne se bifurca en una lista interminable de posibilidades que encallan en la indecisión. ¿Qué camino tomar cuando todas, en definitiva, se parecen? ¿Con qué quedarse cuando hay tanto? La mujer sale de la carnicería con una bolsa de tela llena. Cuando llegue a su casa, lo más probable es que marque en el teléfono el número de una pizzería y pida una muzzarella. 

“La geografía y la ética son muy claras para que no haya ninguna duda en la cabeza consciente de un ser vivo”, escribe Gonçalo M. Tavares en su poemario Diario de la peste. Y sin embargo, la humanidad entera desespera. ¿Acaso no bastan con las reglas de convivencia que decidimos con más o menor consenso respetar? Lo que la filosofía celebra como la semilla del pensamiento, hoy es el réquiem de la ansiedad: la duda. ¿Acaso fue la pandemia lo que tiñó todo de incertidumbre o se trata en realidad de una sensación de época? ¿Qué época? ¿Cuándo fue que volvió a sonar tan fuerte “No future” de los Pistols?

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Ingrid Sarchman escribió Respiración ovárica antes del barbijo y el hisopado. A fines del año pasado, editada por Milena Caserola, publicó su primera novela. Ella es Licenciada en Comunicación, docente universitaria, investigadora, ensayista. El modo de vida contemporáneo es objeto de su trabajo cotidiano, pero tal vez ahora, con este libro, necesitaba filtrar todas esas preguntas en la ficción. Como si pusiera todo en un bol: batir y ver qué pasa. Y lo que pasa es una historia cuyo motor es la incertidumbre. No en el sentido de no saber qué pasará mañana —antes de la pandemia ya nadie lo sabía—, sino en la duda general, en la incerteza.

La protagonista, traductora, divorciada, dos hijos, sufre un desamor. El hombre que ama le dice que quieren cosas diferentes: tener hijos, y no con ella. Pero como con todo conflicto existencial que se destapa afloran problemas más universales, se hunde en la angustia. La pregunta es: cómo salir. Respiración ovárica, cuyo subtítulo es “El fin de los intentos” —el fin como objetivo y el momento final en que uno tira la toalla—, es un diario esquemático de una mujer que, corroída por la angustia, la culpa y el tedio, recorre diferentes terapias alternativas y cursos para salvarse o, por lo menos, “encontrar alivio”. 

La novela comienza con un repentino intento de suicidio. “No, yo sólo quería dormir muchas horas, me pasé con la dosis porque no sabía cuántas pastillas me iban a hacer dormir todo el fin de semana, no me quería despertar por varias horas, quería dormir desde el viernes hasta el domingo, no quería ni tener hambre ni ganas de hacer pis, y tengo el sueño tan liviano que preferí asegurarme con más de una pastilla, fue eso. Ni pensé en lo que iba a pasar”, le cuenta a una psicóloga en la clínica donde está internada. ¿Qué pasó antes? Intentos: tarot, evangelismo, constelaciones familiares, astrología… Intentos: esperanza. 

“Nada me sacaba la tristeza, ni siquiera mis hijos. Especialmente cuando los miraba y sabía que les estaba dando una vida de mierda. ¿Qué tipo de vida pueden tener con una mamá deprimida?”, se lee en las primeras páginas. 

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Hay un hilo muy fino de acero que une la incertidumbre con la angustia. En cualquier diccionario, la angustia se presenta como “miedo a algo futuro”. No hace falta visualizarlo; su presencia, aunque difusa, oprime y paraliza. La filósofa eslovena Renata Salecl publicó un interesante libro hace unos años bajo ese título: Angustia. Desde el psicoanálisis y la filosofía, establece la idea de que luego de un momento histórico traumático —la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo—, la sociedad asiste a una era de la angustia. Cada una tiene sus características, sus patrones. 

La nuestra es particular porque, desde el atentado del 11 de septiembre, emerge un terrorismo sorpresivo. Además está la caída de los socialismos reales, el avance de la industria farmacéutica, la presión del “sé tú mismo” y una paradoja: “la libertad de elección aumenta la sensación de ansiedad y angustia y culpa”. Todo esto sumado a internet, ese gran manto totalizador, genera sujetos “constantemente preocupados por su propio bienestar que no suelen desafiar los mecanismos del poder”. Y aunque la duda pueda ser motor de cambio, también tiene la forma de una trampa.

«Respiración ovárica» (Milena caserola, 2020) de Ingrid Sarchman

“La forma en que se presenta la angustia en los medios populares nos da la impresión de que es el verdadero obstáculo para el bienestar del sujeto», explica Salecl. Sin embargo, la propuesta que hace esta autora es inversa: es necesario aprender a convivir con la angustia, no sólo porque la felicidad total es una ilusión, sino porque “una sociedad sin angustia sería un lugar muy peligroso en el que vivir”. No es fácil asumirlo. Hay una gran maquinaria ideológica y económica buscando y produciendo respuestas rápidas. Las góndolas de nuestra época están llenas de disciplinas y cursos para salvarte. Eso te ofrecen: salvarte. Pero, ¿cómo?

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Los personajes de la novela de Sarchman se definen sólo por una inicial o, en algunos casos, adjetivos calificativos; la instructora del curso de respiración ovárica —un curso para “amigarse” y “conectarse” con la feminidad— se llama La Boca por el grosor de sus labios, por ejemplo. La protagonista es la única que no tiene nombre. No lo necesita; su primera persona la mantiene en primer plano durante toda la trama. Y cuando ingresa a nuevos mundos, a nuevas terapias, mantiene una actitud dual: por un lado descree, pero por otro lado se lanza a vivir la experiencia y se deja llevar. En algún punto confía o intenta hacerlo. 

Pero todas estas terapias, todos estos “intentos”, tienen un costo. El dinero aparece y es necesario que así sea porque ensucia con materialismo el brillo altruista de estas disciplinas:  “Siempre me pasa lo mismo cuando tengo que pagar estas consultas. Mientras cuento los billetes me pregunto si vale la pena gastar tanta plata en tan poco tiempo y en este tipo de cosas. Si no sería mejor gastarla en alguna crema para la cara, en un spa o en un par de zapatos”. Y en la tarotista piensa: “Hasta ahora todo lo que me había dicho se acercaba bastante a la realidad, aunque es verdad que mi realidad se podría aplicar a cualquiera”. 

Esa dualidad, esa puja íntima entre creer y descreer, es interesante porque evita que sea una novela tamizada por el cinismo cientificista o la acrítica celebración del “cambio”. Es una novela realista en el sentido que camina por la cornisa y mira hacia el abismo. Todos nos vamos a caer, algún día, hoy, mañana, en cincuenta años; el problema es la negación del abismo. A priori parece inútil. Todos vimos alguna vez en mayor o menor medida el dolor, la angustia, la muerte. El capitalismo hoy ofrece otra cosa: reprimir los malos pensamientos y disfrutar el momento. Suena bien. Suena fantástico. Pero…

“La vida no fue lo que habíamos planificado”, dice la protagonista. ¿Qué hacer con eso? ¿Cómo pesa hoy esa falta de certezas? ¿Qué significa vivir en un mundo donde cualquier planificación, sobre todo la más ambiciosa, pero también la más nimia, se deshace entre los dedos del tiempo? Se cuela en Respiración ovárica una exploración sobre el mundo, este mundo, nuestro mundo, entre signos de preguntas, no de exclamación, donde priman las inquietudes por sobre las verdades universales y se evidencian las contradicciones de los valores, de los mandatos, incluso de los sentimientos. La protagonista, que se hamaca entre la tristeza y la voluntad duda de todo y, a partir de esa duda, desnuda el mundo.

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En la cola de la carnicería —somos tres clientes dentro del local— observo detrás del barbijo como la indecisión inicial de la mujer se transforma en satisfacción, en alivio. Así sale a la calle, saludando engalanada, agradeciendo con ademanes, visiblemente contenta. La conozco, vive a una cuadra de casa. Suele sacar a pasear un perrito oscuro e inquieto. Siempre pienso que es el perrito el que la saca a pasear a ella. Me pierdo en esa imágenes hasta que el carnicero me pregunta qué voy a llevar. “Tira de asado”, le pido. “Y vacío”. “Te lo debo”, y me estampa su sonrisa. “Te puedo ofrecer lomo, nalga, paleta…” y de pronto, mientras hace una enumeración predecible de cortes de carne, todo se vuelve completamente ridículo.

 

 

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