Blog

Por Jose Luis juresa
Lo que los adultos…
“El hecho de haber sobrevivido en el mismo instante en que comenzó nuestra vida
nos hace parte de algo parecido a la monogamia. Crecer nos conduce a algo parecido
a la infidelidad (desafiamos a nuestros padres, los traicionamos, los defraudamos).
Así, cuando pensamos en la monogamia, pensamos en ella como si aún fuéramos niños y no,
también, adultos. En realidad, no sabemos lo que los adultos piensan de la monogamia”.
Adam Phillips. Monogamia
Nadie que no pueda dar testimonio del amor puede decir que es libre de elegir lo que le pasa. Como el amor solo vibra, se siente y evoca la humanidad en la emoción, en la pura cualidad de la conciencia que se hace eco de la dinámica de lo que esa misma conciencia no abarca ni abarcará jamás, la voluntad como movimiento de la conciencia pura es solo una tontería más del individuo ensoberbecido por la máquina capitalista que, entre los miles de cosas que produce, también produce individuos. Los escupe como un elemento más que queda a la salida de su ensambladora global, en el más amplio sentido de la palabra.
La idea del amor libre no tiene nada que ver con la libertad de elección, sino con la capacidad para vivir y dejar atravesarse por un fenómeno que se experimenta muy a pesar, a veces, de quien es su sujeto. El amor es, fundamentalmente, inconsciente, y hunde sus raíces en dinámicas y representaciones, rasgos y fragmentos de goces –es decir de cuerpos– que ni siquiera le son contemporáneos a quien lo “padece”. Digo “padece” en un sentido no solo de sufrimiento, sino de quien no puede dejar de sentir algo más allá de su intención y su voluntad.
Vivir el amor no es lo mismo que vivir en el amor, ya que el amor no viene suelto, es decir, sin esos goces, sin esos cuerpos “anteriores” que gozaron encadenados a la transmisión generacional. La literatura, la escritura misma, es el testimonio de ese efecto que los seres humanos quieren expresar con palabras que nunca alcanzan a nombrar ni a descifrar del torbellino de historias que se condensan en su fenomenología. El amor, como tal, es un síntoma de humanidad, y la humanidad es el síntoma del amor.
La infancia infiel
“La mentira que convence crea una libertad incómoda,
nos muestra que es posible que nadie sepa lo que hacemos.
La mentira burda –el deseo de ser descubiertos– nos revela nuestro miedo
a lo que podemos hacer con las palabras. Dicho de otra manera,
mentir no es tanto una manera de mantener abiertas nuestras opciones
como averiguar cuáles son. El miedo a la infidelidad es el miedo al lenguaje».
Adam Phillips. Monogamia.
Si el lenguaje es constitutivo del sujeto del inconsciente, y si el amor es básicamente inconsciente, entonces la infidelidad le es inherente, en el sentido de un valor adscripto a la moral burguesa, a la lógica de la totalidad que la gobierna, a la búsqueda del absoluto y de lo estático, que es propio de cualquier sistema con pretensiones de eternidad. El andar del tiempo nos confronta con la muerte, el olvido, la pérdida, el saber sobre la finitud, y la vida solo es eso, un andar que acompaña al tiempo, y es su única valentía. La cobardía, sobre todo la cobardía moral – la del obsesivo – es frenar el tiempo para siempre, y así, ser fiel, quedarse quieto, pensar en sobrevivir a lo que le da vida creyendo que es exactamente lo contrario.
El amor entonces, es una experiencia de infidelidad, se ama en la medida en que no se elige desde la pura voluntad de ser fiel, y en nombre de no sé cuántos puntos que logren enumerar las consideraciones hacia el prójimo, como, por ejemplo, “no te haría lo que no me gustaría que me hagas”, otra forma de la represión que de ninguna manera alcanza para negar el deseo.
El amor es libre, sí, pero libre de las intenciones del individuo. Ya lo dije en un artículo acerca de la aparición del libro de Alexandra Kohan (Y sin embargo el amor): el amor no es cosa de individuos. Sabemos que el individuo es una categoría que se lleva muy bien con la lógica aislacionista que impera en el obsesivo. Ya lo señalé en otros artículos y en el libro que trabajamos a dúo con el psicoanalista y escritor Cristian Rodríguez: el obsesivo es el “modelo” subjetivo –fuera de toda singularidad– del capitalismo, desde su triunfo arrasador en todo el planeta. El mecanismo de aislamiento coloca al cuerpo del obsesivo en el mismo lugar de la representación “aislada” del encadenamiento que lo conecta con la verdad de su sufrimiento, que no es otra cosa que el modo en que se aferra a su propia condición de individuo, un cuerpo sin “infecciones” e influencias, lo cual es inherente al amor. El obsesivo teme amar y ser amado, aunque desespera por eso. Por lo que, si el individuo es el máximo de monógamo, en el sentido de “fiel a sí mismo” como a un ser de una sola pieza, íntegro y siempre reconocible, el psicoanálisis nos confronta directamente y “de una” con el problema de la infidelidad. La infidelidad es parte de la cura – hablando en un sentido mucho más amplio de la palabra, no hablamos solo de pareja monógama.
Delirar en análisis: una práctica del amor “libre”
“Somos inevitablemente fieles al cuerpo muerto que crece dentro de nosotros.
Por eso la infidelidad es un enigma tan irresistible,
por eso la monogamia se parece a la muerte”
Adam Phillips. Monogamia.
El amor libre es, por ejemplo, la transferencia analítica. Una estafa a la libertad de mercado que jamás terminan de aprender los que dicen «yo te elijo otra vez», cual si recorrieran la góndola de un supermercado erótico. Entenderán de precios, pero del amor, nada. Esto es porque no se trata del amor en términos de neoliberalismo, el amor como pura idea, como una experiencia del individuo, sino de su fundamento Real, es decir, el punto en el que la lengua obtiene su límite de opacidad, de no desciframiento, de resistencia irreductible a la comprensión de la conciencia “libre” y “soberana”. Es el cuerpo lo que Freud “redescubrió” con el psicoanálisis, lo que hizo “reaparecer”, extraído de la aparatosidad de las cadenas de montaje productivas. El cuerpo freudiano, el palo en la rueda, el síntoma, la verdad de la que el sistema nada quiere saber. Y el individuo, “soberano y libre”, tampoco.
El amor libre del psicoanálisis es un amor encadenado a los cuerpos que el inconsciente nos acerca sin tiempo y en el espacio del sueño, es decir, un amor que solo es posible concebir en una relación viva con el lenguaje, en comunidad, la cual incluye entre sus miembros los que fueron y los que serán aún, es decir, las historias y los goces habidos y por venir. El amor se proyecta en la pantalla del sueño como una comunidad de goces cuyo misterio indescifrable es su fundamento. El individuo apenas si puede llegar a ser tomado por eso, y “padecerlo”, en tanto individuo que se ve afectado en sus “derechos individuales”, es decir, a que le suceda algo en contra de su voluntad. Vemos como el individuo, en esos términos, se revuelve en su tumba analítica cada vez que sueña o delira despierto, en eso que se da en llamar la invitación a “asociar libremente”. Retenido en la voluntad obsesiva de conservarse en pleno control, teme reactivamente que algo se le escape y se vea envuelto en una vorágine imparable que lo desvíe de lo que considera “natural”, eso quiere decir, que a él nada lo toca: a eso se lo llama fundamentalmente “castración”. Solo se puede tocar un cuerpo, lo que el obsesivo hace desaparecer por todos los medios a su alcance, licuado como en un ácido, en la idea. El saber tiende al infinito y la castración es su punto de anclaje. Para el obsesivo, la histerización de su discurso (su implicación con el cuerpo) implica un salto que le da vértigo dar, lo hace entrar en pánico, y se retiene en el sostén de su teoría sobre el infinito, la que no es más que eso: una teoría, una idea. Por lo tanto, prefiere no arrojarse a la experiencia del amor. El amor empuja al acto, ya que no hay teoría sobre el amor que lo abarque en lo Real, su fundamento. A partir de allí comienza su cura, una cura paradójica: no hay cura de la castración. Ese es el punto cruel que padece y en el que gira en falso, sin solución: solo es posible vivir olvidados de la eternidad y del infinito; y ese es el clímax de la experiencia amorosa. El amor libre lo es en la medida en que se ancla en lo incurable de la castración, que para el sujeto de la idea pura cartesiana no es otra cosa que el cuerpo, el cual tampoco es “propio”, en términos de voluntad de dominio y propiedad. Y esto, para la forma amorosa medida en términos de una moral del comportamiento, ya es el colmo.
Etiquetas: #PsicoanálisisEnVillaCrespo, Alexandra Kohan, Amor, Cristian Rodríguez, José Luis Juresa, Monogamia, Psicoanálisis, Sigmund Freud