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Por Constanza Michelson
Dicen que cuando son los hombres más ricos los que se lanzan por la ventana, es que el capitalismo está en crisis. Mientras que cuando una pareja de jubilados se suicida, o un hombre desesperado por que le paguen su licencia médica se autoagrede en una oficina pública, es posible decir que el capitalismo goza de perfecta salud. Puede ocurrir que frente a una catástrofe, ciertas corporaciones crezcan, mientras que si son los millonarios los que pierden su dinero, entonces todos quedamos en riesgo. La racionalidad económica es inseparable de su irracionalidad, sus crisis se resuelven cultivando otras más severas.
Pero parece no haber problema, todo se vuelve justificable, incluso las contradicciones; se trata de la racionalidad de la incoherencia, como le llamó Annie Le Brun a un tipo de pensamiento muy seductor, que logra mercantilizar los contrarios: algo indigna, y a la vez hace ganar dinero.
Así como es posible que en menos de un año de pandemia, sean varios laboratorios los que hayan desarrollado una vacuna, a la vez es perfectamente posible que tamaña hazaña vaya acompañada de un “catastrófico fracaso moral”, como declaró hace algunos días la OMS. Mientras algunos elevan los precios para saltarse la fila, un país pobre ha recibido nada más que 25 dosis.
A comienzos de la pandemia apareció la pregunta de si acaso la crisis cambiaría las reglas del modelo económico; esa inquietud parece haber desaparecido, porque nada indica que eso ocurra.
Un desastre no nos vuelve de izquierda.
Hacer todo lo posible por evitarlo, podría ser. Si el progreso se piensa de manera lineal, como un tren que avanza a alta velocidad, Walter Benjamin escribió que quizá para la humanidad que va en ese tren, la verdadera revolución sea activar el freno de emergencia.
De la izquierda, cuyo significado está en disputa, a lo menos se puede decir que es algo urgente, si admitimos que la Tierra, que ya no le alcanza al modelo de progreso económico, pueda terminar como nada más que su desecho. Y sin mundo, terminemos matándonos por una vacuna o un poco de agua. La catástrofe suspende los lazos civilizatorios, como escribe Santiago Alba Rico en ¿Podemos seguir siendo de izquierdas?, en ciertas circunstancias ser de derecha o de izquierda pierde total sentido.
Hay catástrofes como la del famoso naufragio de la fragata de La Medusa, en que más de un centenar de personas quedaron a la deriva en una balsa semi hundida durante doce días, sobreviviendo unos pocos; sin moral ni ideología que valga, quedan solo conductas desesperadas. Algunos se suicidaron, otros se comieron a un compañero para vivir unos días más, y seguramente, dice Alba Rico, hubo quienes borrachos se propusieron hundir la balsa, quizá para morir todos juntos. En todo caso, se puede estar en la balsa en plena ciudad. Al fin y al cabo, claudicar, joderse a otro por nada o esperar que estalle todo, son rutas posibles cuando la política se vuelve una cosa impotente.
Existe la idea de que estas situaciones revelan de forma nítida a la naturaleza humana. Pero hay desastres que nada tienen de natural, aunque arrasen de una manera parecida a un cataclismo, arrojan al ser humano a conductas muy poco naturales. Ocurrió con la estafa del Fyre Festival. Fue un evento promocionado como VIP en una isla del caribe, que habría pertenecido antes a Pablo Escobar (a fin de cuentas, el narco es el gemelo de la vida VIP), pero que no contaba con nada de lo que ofrecía. Varios miles de jóvenes terminaron varados en un infierno del que no tenían como salir, sin agua ni comida, incluso se habló de crisis humanitaria; así como la balsa de La Medusa o una película distópica, irrumpió la locura y la violencia por un poco de papel para limpiarse el culo.
Se trata de la indecencia, sin moral que cuente. Antes que una verdad revelada, diría que es la posibilidad de la desintegración de lo humano, en tanto animal social, bajo situaciones extremas, muchas, provocadas por la propia especie.
Es una definición arbitraria, pero diré que la indecencia es la falta de conflicto con el límite de nuestra finitud: ya sea por exceso de presencia de la muerte, como en los casos citados; pero también en su reverso, la negación rotunda de ésta. En ambos casos falta una distancia conflictiva con nuestra mortalidad. Así es el caso de la guerra, en que la muerte se banaliza; pero también de la estadística, que puede redondear una cifra de muertos; por su parte la idea de progreso capitalista supone romper todo límite, incluso el de la muerte; o bien, una revolución que justifica matar con tal de alcanzar un paraíso sin conflicto.
La consciencia de muerte es la que nos anuda a la vida, una vida en conflicto entre deseo y ley. Mientras que cuando la muerte es una verdad rotunda, muy cerca, las vidas suelen volverse intensas, suicidas, como la del guerrero de pandilla. Desde el otro lado, cuando se niega, por tener dinero, juventud o locura, la muerte retorna desfigurada, como en una enfermedad venérea o un rostro monstruoso de cirugía para vencer a la vejez. Planificar toda la vida o correr en un auto caro pueden tener el mismo lado opaco que una aplicación desarrollada en el primer mundo: un cuerpo que se enferma, un accidente, un trabajador precarizado.
La indecencia es la imposibilidad de ver lo finito y hacerse cargo de lo que eso implica.
De ninguna manera basta con acusar a otros de indecencia (aunque haya que hacerlo muchas veces). La izquierda se vuelve pesadilla cuando supone que es portadora de una moral superior; la vida como regla tiene también su lado indecente, no es difícil distinguir el sadismo de quien sanciona con gusto, o que el uso de la “e” no garantiza la inclusión ni la amabilidad. No es necesaria una moral superior para ir contra el desastre de la indecencia; para apostar por la vida alcanza con, como la llamó Orwell, una “decencia común”, que al menos recuerde que somos mortales. Como Alba Rico pienso que hay cosas, como el amor y el sexo, que conviene disputárselas a la derecha, pero que tampoco conviene que sean de izquierda.
Una moral mínima es la de reconocer nuestra dependencia al cuerpo, al otro y al mundo. Si se asumen las consecuencias de ello, eso ya es suficientemente de izquierda para empezar.
Decencia y libido es lo que hay que defender, me dijo una amiga. Le encuentro razón, una ciudad sin deseo es un lugar mecánico, donde se hacen slogans sobre cómo amar, pero se olvidan los muertos. Y una ciudad indecente, es en la que el deseo y la libertad no se reconocen como cosas que nos anudan a otros, sino que como corto circuitos, como autos de carrera sin frenos. Y puede ocurrir que sus habitantes que pensaban que iban en un trasatlántico, de pronto se vean en un “catastrófico fracaso moral”, matándose por un pedazo de madera para flotar en la mitad del mar.
* Pintura de portada:
«La balsa de la Medusa» (1819)
de Théodore Géricault
Etiquetas: Alba Rico, Annie Le Brun, Constanza Michelson, Walter Benjamin