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Por Enrique Balbo Falivene | Portada: Yue Minjun
Enrique Balbo soñó que Enrique Balbo cuando era niño comía pescado fresco; vivía en un pueblo a quinientos kilómetros del mar y aún así el primer jueves de cada mes se presentaba un Rastrojero, con una visera celeste sobre el parabrisas y un sol argentino en cada puerta, anunciándose con una sirena. Siempre por la mañana, bien temprano. El Rastrojero tenía en la caja una estructura de hierro que soportaba una lona; dentro, en cajas de madera con hielo picado había surubíes, dorados, pejerreyes, pulpos y merluzas.
Enrique Balbo soñó que su madre, abuelas y tías le enseñaron a limpiar pescado y a reconocer cuando estaba fresco: debía tener las agallas rojas y los ojos limpios sin vidriar.
Puede ser que esto haya sido un sueño o haya ocurrido hace demasiado tiempo porque Enrique Balbo, en el mismo pueblo, ya no come pescado fresco.
Enrique Balbo soñó que Enrique Balbo de niño, en este pueblo de la provincia de Buenos Aires igual al resto de los pueblos de la provincia de Buenos Aires, podía con sus amigos recorrer las calles saltando de árbol en árbol mientras comían nísperos, moras, damascos y mandarinas.
Puede ser que Enrique Balbo se esté haciendo mayor pero cada vez que alguien compra una propiedad en este pueblo de chata horizontalidad lo primero que hace es desarraigar los árboles. Al preguntar Enrique Balbo por qué la respuesta es siempre la misma: las raíces del árbol levantan las losetas de la vereda.
Enrique Balbo supo de niño que un árbol tiene más valor que el más insigne de los humanos: así se lo enseñó su abuelo.
Enrique Balbo soñó que Enrique Balbo de niño, en este pueblo de humedad persistente, tenía problemas con las docenas y los pesos. Enrique Balbo iba a la compra con una canasta de mimbre o de tela y el almacenero, que se llamaba Santillán, le enseñó con paciencia que una docena de huevos son doce y media docena la mitad; el verdulero, que se llamaba Ugarte, le enseñó que un kilo son mil gramos y medio kilo la mitad.
Puede ser que a Enrique Balbo le duelan las cervicales y el ciático, los brazos y las rodillas, pero ahora, quizá sea un sueño, hay bolsas de plástico fabricadas con petróleo, glifosatos en las verduras y no hay en este pueblo y quizá en ningún otro, niños con una canasta bajo el brazo.
Enrique Balbo soñó que Enrique Balbo de niño, en este pueblo que quiere ser el centro del mundo, empezó a trabajar con su padre con diez años. La madre de Enrique Balbo apuntaba en un cuaderno Rivadavia de tapas rojas los días que Enrique Balbo podía faltar al colegio para no perder el año. Enrique Balbo vestía pantalón corto y alpargatas; en invierno incorporaba un gorro de lana muy feo que le había tejido su abuela.
Puede ser que a Enrique Balbo le hayan quitado la vesícula y que tenga colesterol, pero la gente de este pueblo ya ha viajado a Miami. Enrique Balbo conoce a un señor, pero puede que esto sea un sueño, que no ha trabajado nunca, tiene una casa muy grande que no consigue compartir con nadie y una de las habitaciones la ha destinado a albergar una colección de zapatillas.
Enrique Balbo soñó que Enrique Balbo de niño veía que todas las puertas de las casas del pueblo estaban abiertas; si venía alguien de fuera a trabajar se le daba de comer y se le lavaba la ropa; si había un enfermo el desfile de visitas era constante; desde la calle entraban, cantando o silbando, el lechero, el sodero, el del keroseno, el de la leña.
Puede ser que Enrique Balbo, que ya no trepa a los árboles porque ha perdido músculo en brazos y piernas, vea en este pueblo que se desgrana sin remedio, que todas las casas están cerradas y las ventanas enrejadas.
Enrique Balbo soñó que Enrique Balbo de niño en verano aprendió a nadar en una piscina de un club. Enrique Balbo le tenía terror al agua pero no salía hasta que sus dedos se arrugaban y tuviera los labios morados. Una vez fuera se sentaba bajo el sol tibio de la mañana y su madre, que lo vigilaba escondida entre unos pinos, le ponía una toalla templada sobre los hombros y un vaso de Nesquik frío con un esponjoso bizcocho de vainilla. En Febrero, cuando Enrique Balbo había terminado sus clases de natación en la colonia, toda la familia se iba de vacaciones a Córdoba. Seis personas en un 3CV. El padre de Enrique Balbo, cada vez que hacía una parada, le quitaba los asientos al coche y toda la familia se sentaba a merendar junto a otros viajeros. El padre de Enrique Balbo aprovechaba esas paradas para limpiar el coche.
Puede ser que Enrique Balbo, que ya ha sufrido un infarto pero sobrevivió porque su corazón es fuerte, libre e independiente, sepa que con el tiempo pudo aventurarse a nadar en el mar y en el río sin ningún temor; puede ser que el padre de Enrique Balbo ya no tenga un 3CV y ahora tenga un Falcon porque el Ford es el mejor coche del mundo. Quizá sea un sueño pero el padre de Enrique Balbo que ya tiene ochenta años siga lavando el coche y si llueve no lo saca porque se ensucia.
Enrique Balbo soñó que el día que muera esta casa morirá con él y que alguien va a vender cada uno de sus caños de plomo y todos sus centenarios ladrillos. Después, cuando la casa no esté y Enrique Balbo tampoco, el vendedor irá a comer una hamburguesa.
Esa hamburguesa estará hecha con la carne picada de sus hijos.
Pero puede ser que todo esto haya sido un sueño y que Enrique Balbo haya soñado que era Enrique Balbo.
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