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03-03-2021 Notas

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Por Nicolás Caresano

Vie de Gérard Fulmard, la última novela de Jean Echenoz, vuelve a uno de los fetiches del escritor de Orange. Y es que la vida como material narrativo es un elemento que Echenoz arrastra desde hace al menos veinte años, cuando publicó una breve novela sobre su editor, que acababa de morir. Transitada a partir de la ironía, la mezcla de géneros y los guiños a la tradición, su producción encontró así uno de sus temas esenciales al deslindar la relación entre vida y novela. En este sentido, si hubiese que acotar a un único asunto el último tramo de su literatura, ese asunto sería el de la vida como materia novelable, objeto recurrente de su “trilogía biográfica” —Ravel (2001), sobre Maurice Ravel; Correr (2008), sobre Emil Zátopek; y Relámpagos (2010), sobre Nikola Tesla—, precedida de Jérôme Lindon (2001) y sucedida por los relatos de Capricho de la reina (2014).

En el caso de Vie de Gérard Fulmard, incluso si es cierto que “el sentido común subestima las eventualidades”, la historia rocambolesca del protagonista, un auxiliar de vuelo súbitamente devenido en detective privado, resulta caprichosa. Repartida entre los ribetes psicológicos de Gérard y la desaparición de una mujer de las altas esferas de la política francesa, Vie de Gérard Fulmard empieza con un acontecimiento “de una amplitud y una singularidad inaudita”: un satélite ruso cae desde el cielo sobre el propietario del departamento que Gérard alquila, por lo que queda eximido de pagar la mensualidad. Emprende así un nuevo proyecto laboral, y a falta de una idea más precisa, instala el “Gabinete de Asistencia Fulmard”, puesto que “los tipos de asistencia abundan y la polisemia de la palabra es ideal para autorizar cualquier tipo de trabajo”. Fulmard, que no había dudado en colgar en su gabinete “un diploma de ingeniero encuadrado que encontré en la boutique Emmaüs y del cual borroneé el nombre de un tal Francois Floquet para poner el mío”, tampoco duda en aceptar un trabajo de espionaje que lo llevará a una trama penosa y escarpada. Incluso si Fulmard no es un personaje histórico, Vie de Gérard Fulmard vuelve a la fantasía literaria más insistente de Echenoz: el potencial de la biografía como género novelesco. Por eso, no es casual que, al narrar la “vida de Gérard Fulmard”, resalte la tradición de las hagiografías y las Vidas imaginarias de Marcel Schwob antes que el policial o la novela de aventuras, también recurrentes en su obra.

Al adelgazar nuevamente los límites entre novela y biografía, Echenoz se afinca en el potencial de la vida como género literario y renuncia al divorcio insidioso entre vida y novela que habían practicado algunos de sus precursores. Desde ya, la preocupación por la vida como materia narrativa no es ajena a la literatura francesa, y si se habla de un “giro biográfico” es porque este sesgo también puede leerse en algunos de los contemporáneos de Echenoz, como Emmanuel Carrère, David Foenkinos o Delphine de Vigan. La cuestión acerca de las causas que llevaron a la literatura francesa contemporánea a moverse progresivamente al terreno de la ficción biográfica es más intrincada y compleja, pero la pregunta que subyace a Vie de Gérard Fulmard es más simple: ¿qué es lo que distingue una vida de una novela?

El arte y la vida no tienen mucho en común. De hecho, podríamos pensar que el arte es el zapato de una mujer (tacos delgados, arco pronunciado, punta fina) y la vida es esa bota funcional de carne y hueso allá abajo, al final de la pierna. El arte, por lo tanto, consiste en tomar decisiones; con la vida, en cambio, uno solo toma lo que hay. El arte, sin embargo, puede aspirar a la inmortalidad, mientras que la vida se termina. Bajo esta lógica, lo que la ficción de Echenoz trabaja con el concepto de “vida” es eso mismo que Robert Musil llamó el “orden narrativo”, es decir, “ese orden simple que consiste en decir: ‘Cuando pasó esto, sucedió aquello’”. El narrador de Vie de Gérard Fulmard se preocupa especialmente por tejer este tipo de orden y ponerlo en evidencia: “No dudo que otras existencias breves se desarrollen en este barrio, como en cualquier otra parte, pero me temo que no todas presentan el mismo interés escénico. Sin embargo, si hay una vida que merece ser narrada, es la de la misma calle Erlanger en 1942, y abro aquí un paréntesis para abreviarla”.

Jean Echenoz (Fotografía por Jean-Luc Bertini)

Por otro lado, lo que el autor de El hombre sin atributos llamó la “reproducción de la dominadora multiplicidad de la vida en una forma unidimensional”, esto es, el “hilo de la historia”, no es otra cosa que el sentido, que en la novela siempre está articulado desde el final. En la vida no hay principios anunciados con fanfarrias, pero en la novela todo principio está articulado con su final. Ya en Jêrome Lindon, Echenoz advertía que es sobre el cierre donde la novela colma su sentido (“modifico el final pero, de golpe, esa modificación implica cambios retroactivos a lo largo de todo el manuscrito”), y por esta razón sus ficciones biográficas le sirven para rechazar las formas novelísticas de los abanderados del nouveau roman, que medían el valor de su literatura por la amplitud del desvío respecto de las formas más paradigmáticas de la novela. En Las gomas, por ejemplo, Robbe-Grillet hace morir varias veces a un personaje, mientras que en La celosía no existe ningún tipo de cronología y en En el laberinto el personaje principal se describe con la misma “objetividad” con la que se describen los demás objetos para que la historia termine en el mismo lugar donde comenzó. Para Robbe-Grillet, los personajes, la trama o el final no son más que antiguallas teóricas, y su narrativa evita deliberadamente conectar, diversificar, explicar, hacer acuerdos y facilitar extrapolaciones, es decir, evita lo que todo lector espera de una novela.

Pero a pesar de insistir en la vida como paradigma novelístico, la obra de Echenoz no debe confundirse con la de un biógrafo. Después de todo, la novela Ravel no es lo mismo que la biografía que Roger Nichols le consagró al músico impresionista. En este punto, la diferencia entre la vida del biógrafo y la vida del novelista es que una, total, supone una vehemente celebración de la objetividad que la otra, selectiva, ironiza. Basta con revisar la crítica que James Boswell le dirige en las primeras páginas de su soberbia biografía, The Life of Samuel Johnson, a otro biógrafo del ensayista inglés, John Hawkins, para constatar que las biografías apelan al rigor interpretativo más que a los artilugios literarios: “Su trabajo es impreciso a la hora de precisar los hechos, y por lo tanto su narración es ciertamente insatisfactoria”. Lo que Boswell deja en claro es que una biografía no es una novela, a pesar de que una novela pueda parecerse a una vida. “Me arriesgo a decir que Johnson”, dice entonces, “se verá en esta obra más completo que cualquier otro hombre que haya vivido”.

Las vidas que Echenoz ha sabido narrar con la inteligencia del humor y exagerar con las amplificaciones de la retórica acercan su literatura a las formas biográficas, a la vez que deslindan constantemente la novela de la vida. En su idioma literario, insinúa que las contingencias pierden sentido en la novela, y que la tarea de un buen novelista es sublimar las expectativas más paradigmáticas de la lectura: el principio, la relación entre la ficción y la naturaleza de la realidad, y, sobre todo, el final. Es en relación con esto último como se articulan las ficciones (el Apocalipsis, Año Nuevo, el Sabbat o una novela), y es también hacia donde se dirige, expectante, todo lector. Después de todo, ya lo advirtió San Agustín: “¿Quién hay, en efecto, que niegue que las cosas futuras no son todavía? Y, sin embargo, existe en el alma la expectativa por las cosas futuras”.

 

 

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