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08-03-2021 Notas

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Por Sebastián García Uldry

Como en la literatura de Joyce, el ritmo de la narración de Los llanos se acomoda al tiempo que vive Federico, su protagonista. Durante las noches, el relato descansa, se apaga. «Las cosas en la oscuridad ya no existen», escribe en enero, el mes más quieto del año. El sol pega tan fuerte que cree que no puede estar en ningún lado. 

Unos meses atrás, Federico se escapó de la ciudad para vivir en una casa de campo donde armó su propia huerta. El paisaje lo envuelve, lo abrasa, tiene que tirarse desnudo sobre las baldosas para poder dormir la siesta. 

En mayo, cuando se acerca el invierno, el relato se enfría. Federico duerme con el buzo puesto. El cuerpo cede terreno a los laberintos del pensamiento. Es el tiempo de la estufa mental: la literatura.

La literatura de Falco construye un borde onírico alrededor de un realismo sutil, carveriano, donde las elipsis esconden lo más importante. En Los llanos hay citas hermosas, consejos y metáforas que refieren a cómo escribir, diálogos silenciosos incorporados a la trama, párrafos sueltos que tienen el formato de un cuaderno de apuntes. 

El punto de partida es un duelo amoroso. La separación, el drama de Buenos Aires, se va descubriendo de a poco. ¿Qué hacer con esa bolsa de sentimientos que uno carga cuando lo dejan? Federico busca alivio en el armado de una rutina alrededor de la huerta, pero la subjetividad en llamas se impone. Cuando Ciro lo deja, cancela las tarjetas conjuntas y se desafilia de su obra social mientras intenta entender qué pasó. 

Las causas de la separación abren un vacío de sentido que él intenta llenar con apuntes registrados en un cuaderno: escribía durante horas, sin parar, sin levantarme ni siquiera para ir al baño (…) con letra furiosa, apretada, rápida, cada mañana repetía sobre diferentes hojas una y otra vez lo mismo. Mis lamentos, mis quejas. Los por qué a mí, por qué esto”.

La progresión de la historia en Los llanos muestra cómo el tiempo de los relojes no alcanza para soportar el dolor y la angustia que produce una pérdida. Dentro de esa progresión se abre otro tiempo, el tiempo del duelo, lógico y atemporal. Un tiempo que ocupa un espacio incorpóreo pero necesario para que el dolor no se eternice.

«Los llanos» (Anagrama) de Federico Falco

El duelo llama a la acción, y el protagonista de Los llanos se mueve entre la espera y el acting, entre la vacilación y la urgencia. Después de separarse, Federico distribuye su tiempo en tres lugares: General Cabrera, el tiempo de la infancia; Buenos Aires, el tiempo del amor; Zapiola, el tiempo del duelo. Los tres lugares están atravesados por el sable de la literatura, el corte preciso del autor, que sabe mezclarlos pero no confundirlos. 

En Zapiola, Federico no se anima a abrir ese cuaderno escrito con «letra furiosa y apretada», y tampoco puede revisar los diarios que escribió durante los siete años que pasaron juntos con Ciro. Solo cultiva la huerta, deja pasar el tiempo, el dolor todavía no puede volverse literatura. 

Federico se observa a sí mismo caer por el precipicio del deseo de Ciro: «No hay nadie más indeseable que aquel a quien se deja de desea. Entonces trata de entender, dar sentido a aquello que escapa al sentido. Al final de la novela, el duelo empieza a cerrarse a la par que se abren todos esos apuntes que, podemos suponer, es la misma novela.

En varios momentos, autor y narrador se confunden y la novela juega a ser autobiográfica. Pero esto no parece ser más que un guiño de Falco para mostrar lo vacuo que es discutir sobre el lugar de la verdad en literatura. O para decirlo de otro modo: en Los llanos todo es verdad.

La pregunta por lo autobiográfico es irrelevante para la historia que se cuenta, historia que vive el narrador y que hunde al lector hasta el centro mismo de la novela. «Contar una historia cambia a quien la cuenta», dice Fedrico y acentúa la relación de extrañeza y determinación mutua entre lo escrito y el que escribe.

En esa extrañeza, Falco profundiza su prosa poética que ya venía anticipando en sus libros anteriores. En Los llanos hay un lenguaje poético sin fuegos artificiales, donde predominan la honestidad y el uso de palabras simples. 

Federico Falco (Foto: Catalina Bartolomé)

El narrador usa el lenguaje para comunicar la historia pero presta atención a las formas, al ritmo y a una música interna que está hecha de palabras precisas. Falco describe la huerta y no solo describe la huerta. Ve dos cosas a la vez, las superpone y arma un vidrio esmerilado. 

William Blake decía que si él miraba la salida del sol, lo que veía realmente era una especie de libra esterlina que va elevándose en el cielo. Ese acto de fe, arbitrario, de ver otra cosa que lo que ve el ojo domesticado por el sentido común, es lo que hace un poeta. Y esto es lo que hace el narrador de Los llanos. Siempre está aquí y allá, dentro del sentido común y por fuera de él. «No puedo mirar el mar por demasiado tiempo o lo que sucede en la tierra deja de interesarme», cita a Mónica Vitti. 

Falco es tan preciso, tan meticuloso en sus descripciones de la huerta, que produce en el lector la sensación de estar él mismo empujando la carretilla con el sol de frente. Después de leer, uno tiene que resistir la tentación de verse las manos para comprobar si no están llenas de tierra. 

Por esto mismo, como lectores, hay que tener paciencia. Es un libro con sala de espera, que camina lento. Esto implica un riesgo tanto para el libro como para el autor. Un riesgo que Falco tiene en cuenta. El narrador se pregunta sobre qué escribir y oscila entre un cuento como una sucesión de fuegos artificiales o una novela que crezca como un huerto, de a poco. Elige la segunda opción con la confianza que tiene en la calidad de su prosa.

El resultado es un libro excepcional, una elegía del tiempo y la territorialización de un duelo amoroso. No es sin su paso por el campo que Federico vuelve a escribir. Un campo que es el suelo de su familia, de sus antepasados, de ese primer Juan que llegó al llano de la pampa para trabajar la tierra y construir la familia de la cual él es parte. 

Federico pisa ese suelo a su manera. Con la huerta como metáfora de la literatura. En septiembre, cuando llega la primavera, observa al pasado desde una tierra más firme: Algunos, cuando la vida se les desarma, vuelven a la casa de sus padres. Otros no tienen dónde volver. Yo volví al campo.  

 

Los llanos
Federico Falco
Anagrama, 2020

 

 

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