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Por Guillermo Fernandez | Portada: Pieter Brueghel el Viejo
Apilar en un ascensor a un grupo de ciegos sacudió a los lectores de Informe sobre ciegos de Ernesto Sábato, una historia intercalada en la novela Sobre héroes y tumbas (l961). Que la persona sin poder ver, salvo la metáfora que implica la trama, resulte un estorbo y que sea presentada como si fuera un rasgo maldito fue en ese momento un atrevimiento moral. Apuntar a la indefensión para amonestarlos como secta silenciosa y dispuesta subvertir un orden hirió susceptibilidades.
Fue Jorge Luis Borges, a quien siempre se recurre como un Tiresias contemporáneo que profetiza aquello ignorado a los ojos de los humanos, el que recompuso en Elogio de la sombra (1969) la posibilidad de su propia ceguera y su urgencia para no perder el hábito de la lectura.
¿Qué diferencia estética se abre camino entre Sábato que recurre el crimen para eliminar a “intrusos” y Borges que logra sobrellevar su ceguera y hacerla portadora de su creación? ¿Por qué el ciego, fuera de la literatura clásica, se convierte en personaje, no precisamente por conmiseración?
Recordemos que José Saramago “encierra” a aquellos que van perdiendo la vista en un almacén en Ensayo sobre la ceguera (1995) en una alegoría a la condición humana que elimina lo inservible para deshacerse de aquellos hombres que no son útiles para producir. Los que dominan guardan en galpones con custodia por miedo a que los recluidos puedan sublevarse.
En esta línea, todos los muertos en los campos de concentración del exterminio nazi fueron incinerados, porque la mayoría de los oficiales no soportaban “ver” los restos que quedaban en las barracas; preferían el humo blanco que salía de las chimeneas. No los aliviaba; pero las cenizas ocultaban la descomposición, se diluían en el humo gris, como la “injusticia venial” y la conciencia de que no convencía a nadie, salvo a los aliados.
Casi siempre, los que miran fijo porque no pueden detenerse en el alrededor, los que no guardan pupilas húmedas porque padecen la sequedad que tienen los que pueden cerrar y abrir los ojos frente a la atrocidad ajena fueron “narrados” como especiales: provenientes de un submundo que venía a castigar.
Si Wim Wenders logra en Las alas del deseo (1987) que los berlineses se comporten como “ciegos” al ángel que sobrevuela la ciudad, es porque ellos tampoco tienen vista para una dimensión que va más allá de la superficie terrestre. Nunca se ve lo que no se alcanza a diferenciar de lo común, de lo frecuente.
Es una especie de ceguera que nunca puede superar lo inmediato.
Quienes toman decisiones, o deberían tomarlas, están obligados a “ver” quizás mucho más que los que pueblan un territorio.
¿Por qué entonces prefieren “enceguecerse” con un resplandor que los convierte en ciegos? ¿En la actualidad la falta de “luz” en las pupilas es una estrategia obstinada para suponer tener razón y dar manotazos sin sentido cuando la evidencia está al alcance de las manos?
Abrir los ojos grandes, palpar sin recurrir al bastón ni al brazo del otro es retroceder y volver a andar un camino que, muchas veces, no persigue aplausos ni votos que se alquilan para condescender con la multitud. Las tinieblas pueden transformarse en hábito, en persuasión, en un discurso vacío, que rápidamente se llena de cifras, como si la razón pudiera cuantificarse en planillas y ser una estadística de laboratorio fácil de adulterarse.
Actualmente la razón pasa a ocupar el lugar de un desperdicio, “un cuerpo” sin vista, que hay que acallar con banderas que agitan aquellos que no “ven” salvo la inutilidad que tienen enfrente. En la calle protestan los que “andan” en autos para no toparse unos con otros.
Los ciegos alentados por el poder “pueden ver”. Hacen esfuerzo para entrecerrar los ojos y caminan sin tropezarse. No es un milagro bíblico del Nuevo Testamento. Se desplazan convencidos por un Código que viste a cualquiera y que otorga “razón” como un premio que se saca de un bolillero en una kermesse de colegio.
¿Qué espacio entre las balizas de un auto queda para no poder caer en la banquina? ¿Quizás la neblina no adense todavía el horizonte y quede todavía la penumbra necesaria para palpar en la sombra, al menos, un rescate?
¿Será necesario sacarse los ojos como Edipo para no enfrentar el presente?
* Portada: «La parábola de los ciegos» (1568) de Pieter Brueghel el Viejo
Etiquetas: Ernesto Sábato, Guillermo Fernandez, Jorge Luis Borges, José Saramago, Wim Wenders