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Por Constanza Michelson | Portada: Edwaert Collier
«Los poemas son también regalos;
regalos para quienes están atentos.
Regalos que llevan consigo destino»
(Paul Celan)
De la muerte podemos saber de las actitudes frente a esta, temerarias, fóbicas, románticas; podemos saber de algunas cosas que le pasan al cuerpo, pero de la muerte en sí, no se sabe nada. No se puede saber.
La muerte en occidente no siempre fue la misma cosa, Philippe Ariès investigó esa historia. En la antigüedad, dice, durante siglos se moría en una actitud sin demasiado aspaviento, la muerte era admitida como algo familiar y próximo, como un destino colectivo: al moribundo le aguardaba lo mismo que a todos. Resignación que comienza a ser resistida con el proceso de individuación a mediados de la Edad Media, aparece la importancia de la propia muerte y la ajena; la muerte se exalta, se dramatiza, dando lugar al romanticismo, y ya en el siglo XIX al culto a los cementerios y las tumbas. La muerte pasa de ser familiar a ser ruptura, y el luto, frente al nuevo desborde emocional, se transforma en el código moral para no sentir ni más, pero tampoco menos, de lo considerado adecuado. A Ariès le asombra, un nuevo tiempo, nuestro tiempo, para la muerte; la idea y los sentimientos sobre ella sufren un cambio radical: la muerte se convierte en una especie de tabú vergonzante, en algo que interrumpe el proyecto forzoso de felicidad. No se habla sobre los enfermos, ni tampoco a los enfermos sobre su condición, por cuidarlos, por incomodidad de los parientes. Se cuida también a los niños, se los excluye de la escena de la muerte de manera inversamente proporcional al levantamiento del tabú sexual. El sexo sí, la muerte no. Se va a morir de manera aséptica al hospital, y salvo los funerales narco, se espera sobriedad y una administración – como casi todo – privada del duelo, definiendo la psiquiatría cuánto se puede soportar sin tomar una pastilla.
Se trata de la muerte seca. La muerte más muda y más sola que nunca, carente de representaciones comunitarias para atravesar la pérdida; existen los seguros de vida, pero la muerte es negada como si fuese antes una tragedia personal que un destino. Como sea, la muerte podrá ser una trivialidad para la especie y una cifra para la estadística, pero es vivida como excepción, una que se debe cargar en la soledad (aunque acompañados) tan propia de lo contemporáneo. Los rituales en general empiezan a ser vistos como algo anacrónico y no pueden competir con lo novedoso, pero su insistencia en la vida moderna quizá tenga ver con que permiten descansar de un dolor en la comunidad, descansar de sí.
Salir de sí: tranzar intensidad (asfixiante) corporal por lenguaje compartido. Única forma de elaborar el trauma. Hoy hay comunicación, mucha, pero poca comunidad; transitar entonces un duelo, se vuelve una tarea solitaria.
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La melancolía es inherente al ser humano porque es la conciencia de la muerte y la pérdida. La melancolía es estructural, tiene una edad, ocurre cuando, en un punto de la infancia, se cae en cuenta de lo perecedero. Hay quienes creen que esa es la edad que se tiene para siempre: el momento de la ruptura entre la experiencia de la vida como un continuo con el todo y la rajadura de la conciencia mortal.
Pero la melancolía es una tristeza que puede ser feliz, cuando logra conjurar contra la muerte a través de movimientos que nos empujan a salir del sí mismo, como en el amor, la creación, la política, cosas que llevan a nuevas formas de implicarse con uno mismo y el mundo (J.J. Hermsen). La melancolía permite atravesar el duelo, cuando supone la posibilidad de un futuro, de que siempre puede haber un nuevo comienzo.
No es casual que ya casi no se hable de melancolía sino de depresión que es su versión más pobre, más privada; la versión del ser humano reducido a su mera existencia física, arraigado a lo que dice su documento de identidad o su etiqueta sociológica: la depresión es vivir con las puertas del futuro cerradas, según el poeta Kopland. El sujeto desnudo de vida política y cultural es el de la depresión y no el de la melancolía creativa. Porque depresión es el nombre de una medición -“¿cuántas semanas lleva con síntomas?”- es una palabra que otorga un origen y un destino, nunca la posibilidad, como escribió Hannah Arendt, de un nuevo nacimiento.
En el lenguaje, es la guerra. Porque hay una lengua capaz de secuestrar la experiencia y sentenciarnos al ser para la muerte, y otro que ofrece campo a la imaginación, al cuerpo, a mover los puntos para una nueva sintaxis: un nuevo comienzo. Cuando una sociedad tiene la sensación de impotencia política, de que no es posible nada nuevo, así como cuando las personas habitan el lenguaje sin posibilidad de decir algo inédito, entonces la depresión moral arriesga a un pueblo a lo peor. Es lo que sostiene Judson Peverall en su investigación sobre la Alemania de entreguerras: la decadencia de los lazos comunes, las pérdidas imposibles de digerir en un duelo, habrían sido el caldo de cultivo para la degradación política y nacionalsocialismo. Porque el duelo estancado es campo fértil para la nostalgia de mitos delirantes sobre el origen, paraísos perdidos y todos los “make fascismo great again”.
¿Contamos con las herramientas políticas y antropológicas para atravesar el duelo tras la pandemia? Por ahora no está claro si acaso está en el quehacer político el poder para abrir futuros, o el poder se desplaza cada vez más a otra parte. Así como cuando hay miseria en los gestos y el lenguaje cotidiano, tampoco hay lugar a la imaginación. Por ejemplo, se vuelve a hablar de hambre, pero se nombra el hambre a secas, como si el hambre, no fuera también un asunto del deseo de vivir: pan más anhelo de mundo. Es el sesgo de los discursos economicistas, pero también de un humanitarismo bienintencionado al que le dio por repetir ese ademán culposo e irritante de reconocer su privilegio, y decir que empatizan con los oprimidos, pero no los escuchan nunca, sino que los encierran en categorías. De un lado o de otro entonces aparece el decir – con toda liviandad – de que pensar en la muerte, el amor o la poesía son lujos que los pobres no pueden darse, así que mejor ni hablar de esas cosas. Nombrar al hambre a secas es desarraigar al otro del mundo común, reducir la vida a carne desnuda de política y pensamiento. Es condena. Sí, cuando no se pone atención a la palabra nueva del otro, y se lo reduce al dato demográfico se lo condena a la depresión y a la miseria simbólica.
Pan y deseo es la intersección precisa entre crisis social y pandemia (lo segundo no anula lo primero). Para vivir se necesita pan y todo eso que se reúne en la palabra economía; pero también espacio para la palabra, para incluirse en un mundo común.
Tras la pandemia, habrá más que solo imágenes de bares y playas, habrá un duelo inmenso, y que, como todo duelo, solo es posible de atravesar cuando existe un mundo para compartir el dolor, como también la libertad política y cultural para un nuevo pensamiento, una imaginación de algún porvenir. Se necesita mundo para la melancolía.
* Portada: «Vanitas con libros, manuscritos y una calavera» (1663), de Edwaert Collier
Etiquetas: Constanza Michelson, Edwaert Collier, Hannah Arendt, J.J. Hermsen, Judson Peverall, Philippe Ariès