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26-04-2021 Notas

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Por Adriana Aldrian, María Martha Chaker, Juan Quiroga y Nahuel Krauss

Vértigo e influencia

El ser humano actual, a menudo, se pretende libre de influencias. El “libre pensador” es una figura de época, y es por eso que nos parece central volver sobre los inicios del psicoanálisis, dónde el mismo Freud nos muestra el valor significativo de poder recibir la influencia de una época y de cómo, apuntalándose en estas, irá construyendo el edificio del psicoanálisis. De este modo, reconociendo la influencia como antecedencia (deuda simbólica), apoyándose en los estudios con Charcot, Bernheim, Forel, Breuer, entre otros, vuelve a poner en el centro de la medicina de su época el tratamiento psíquico para las enfermedades “funcionales del sistema nervioso”, subrayando la influencia de lo anímico (afectos) sobre lo corporal como determinante tanto de padecimientos como curaciones.

Ahora bien, si partimos de la influencia como antecedencia necesaria para constituir la existencia singular, podemos notar que si la misma no puede ser tomada como tal deja de cumplir su función de punto de apoyo, perdemos así esos pies sobre la tierra y las categorías de espacio y tiempo se trastocan. Ahora bien, el vértigo se nos presenta como uno de los modos de respuesta a la falta de apoyo –o más precisamente, al apoyo de la falta-.  En efecto, el sujeto que entra en vértigo no tiene de dónde agarrarse, los opuestos se acercan demasiado a la vez que su antagonismo crece.

Si “nuestras influencias” pueden ser incorporadas, ordenarán simbólicamente de dónde venimos y hacia dónde vamos. A su vez, y esto es fundamental, podemos servirnos de ellas para “lo nuevo” en amalgama con “lo viejo”. En cambio, las influencias rechazadas pueden alcanzar el punto extremo del delirio como “máquina de influir” y ser percibidas como amenazantes desde afuera. En otros términos, lo no reconocido como propio retorna como ajeno desde afuera.

Por último, no podemos negar que haya análisis sin influencia, y en ese sentido, la paranoia plantea el problema de sujetos que difícilmente puedan ser analizados. Así, el vértigo testimonia de que algo se ha trastocado, de que algo ya no se ordena simbólicamente, sino que pone de manifiesto un cuerpo demasiado presente, atrapado en un espacio–tiempo de otro orden. El vértigo se manifiesta como signo de la angustia de indefensión, punto en el que un firme, aunque frágil sostén ha caído.

 

El vértigo y la caída

En la famosa entrevista que Truffaut le hiciese a Hitchcock, éste último confiesa que por más de 15 años estuvo pensado como reproducir en cámara la sensación de vértigo, aquella que por aquel entonces había sentido al haberse emborrachado terriblemente en una fiesta de arte en Londres: «todos los objetos del mundo se alejaban de mí«, afirmó. En Rebecca (1940) no lo pudo conseguir porque el efecto de zoom solo atraía el fondo, pero el punto de vista quedaba fijo sin el efecto espacial que quería dar, donde la perspectiva debe alargarse. Para esto se sirvió del Dolly, esos camioncitos que se utilizan en los sets de filmaciones dónde se monta la cámara, y que van sobre rieles o grúas permitiendo desplazarse para realizar movimientos fluidos en horizontal llamado travelling. Hitchcock resolvió su dilema en las escenas en el campanario del film Vértigo (1958) utilizando el zoom in (acercando) y el travelling out (alejando) simultáneamente. Es decir, el vértigo produce un punto dónde los contrarios se vuelven indivisibles y revelan su reciprocidad. El vértigo es contradicción. Sin embargo, esta indiferenciación entre uno y el fondo, esta atracción y rechazo simultáneo que es el vértigo se produce luego de que la caída haya sido efectuada. Sin la caída, la indiferenciación no podría ser vivida como tal, no habría experiencia ni posibilidad de percibirla. Es cierto que el vértigo no despierta, pero hay que estar despierto para sentir vértigo, como atestigua el insomne caminando por la cornisa. Si para Kierkegaard cada hombre es el primer Adán, es porque su caída que introduce el pecado en el mundo, es caída del sueño del Otro, ya que más que de los monos descendemos del sueño de nuestros padres. En fin, la caída precede al vértigo y este es, en todo caso, una respuesta entre otras.

Por último, Freud menciona el vértigo en relación a tres elementos diferentes. 1- El juego en los niños, no cualquier juego sino los “juegos de movimiento”. Los balanceos, los revoleos son vividos con placer por los niños aún en una muy temprana edad donde no se ha constituido psíquicamente. 2- Los terrores nocturnos y las fobias. La oscuridad y la soledad, donde no hay reflejo de la imagen ni eco de las palabras. “Está más oscuro cuando nadie habla” decía una nieta de Freud al acostarse. El terror es que al dormirme mi cuerpo sea tragado por esa oscuridad. 3– el orgasmo. Se trata de un cuerpo que se va, que se pierde. Un temor de dejarse llevar por el orgasmo, comparado en ocasiones con la muerte. Amenaza la emergencia de un cuerpo extraño que goza más allá de nosotros. Aquí el vértigo muestra que el cuerpo que se pone en juego en el orgasmo es un cuerpo que todavía no se terminó de dejar ir para que suceda el orgasmo. Hay en Freud una relación entre el vértigo y el cuerpo. Un cuerpo otro que el del imaginario y el espejo, un cuerpo que al caer se pierde y goza en nosotros, más allá de nosotros.

 

El vértigo y el mal

En el animal, la relación con el medio está regulada y orientada por el instinto. En el ser humano en el lugar del instinto (que no tiene) hay un agujero, y la pulsión no es su simple reverso ¿Qué nos orienta entonces en la “realidad”? La estética (lo que hace al gusto) y la ética (lo que señala qué hacer y a dónde debe tender la acción) son puramente humanas y pretenden dar un marco a nuestra original desorientación temporo-espacial. El vértigo es uno de los mejores ejemplos clínicos de cuán frágil puede ser esa orientación en el hombre.

La Tierra genera un campo gravitacional que hace que en su superficie a nivel del mar estemos sobre ella sin salir volando, a la vez que, al alejarse de la misma hacia el espacio, o al adentrarse en ella hacia lo que sería el núcleo, la gravedad se ve afectada. No es que cambie nuestro cuerpo, nuestro peso, etc., sino que cambia nuestra disposición en el espacio y la percepción que de eso podemos tener. Caminamos por la Tierra reprimiendo el dato del campo gravitacional, ignoramos que el planeta ejerce una atracción sobre nuestro cuerpo que nos mantiene con “los pies sobre la tierra”. Cuando subimos a la cima de la montaña se produce una variación del campo gravitacional, es decir, la atracción es menor. Ahora bien, si el simbólico nos asiste, “reprimimos” esa variación, y conservamos la calma en altura. Si algo en la represión de ese dato “falla”, los límites de lo que “está acá” se confunden con los límites de lo que “está allá”, provocando esa particular forma de agorafobia que es el vértigo a las alturas, que es en verdad una atracción a volver a tener los pies sobre la Tierra, a “ser uno” con ella.

En Freud ese campo gravitacional se forma alrededor de un agujero central que él llama “Das Ding”, La Cosa, un punto de irrepresentabilidad estructural en el que el Bien puede confundirse con la propia aniquilación (Mal) y del cual es necesario permanecer a cierta distancia, que no sea “ni muy lejos, ni muy cerca”. Ante ese agujero que atrae, lo que puede salvar es el deseo. Que también es una nada en tal caso, pero de otra índole. Una nada que sostiene frente a la Nada.

 

Vértigo y erotismo

En cierta ocasión, escuche decir a un colega que somos aristotélicos sin saberlo. Se refería, entre otras cuestiones, a nuestra imposibilidad neurótica de sostener contradicciones, de no poder afirmar que algo puede ser y no ser, de que la convivencia de los contrarios es primaria y solo tardíamente, represión mediante, desalojamos al elemento contradictorio en pos de cierta pasión llamada coherencia. De esta ultima hacen algunos–as, los que ni siquiera me atrevería a llamar neuróticos, ya que estos tienen registro, sintomático, pero registro al fin, de su contradicción- una virtud deliciosa. Estos se la pasaran por la vida corrigiendo, señalando contradicciones -sean las del otro o la de tal o cual movimiento- y rechazando, en sentido fuerte, a las propias. De aquí a la segregación, a la cruel expulsión de lo distinto, no hay más que un paso. Ahora, a diferencia de la lógica aristotélica, aquella donde el principio de no contradicción se nos presenta como fundamental, Freud introduce una lógica donde pulsiones contradictorias luchan entre sí. Por esta razón, no alcanza con definir al vértigo como las ganas de lanzarse más que el temor a hacerlo, ya que es tan fácil reconocer en este fenómeno la succión del vacío y el empuje a lanzarse, como la rotunda negativa a hacerlo. Es decir, es falso que quien esté en un estado de vértigo quiere lanzarse, y es falso que no sea así. Esta lógica compleja que introduce Freud, hace del psicoanálisis una teoría oximorónica, capaz de hablar, por ejemplo, del “horror” ante un “placer” (ignorado). En efecto, el erotismo en sí, la vía de acceso a lo sexual en tanto impuro, supone la asimilación de una contradicción no dialéctica, sin vías de superación. Quizás por esto Lacan llegue a afirmar que “Es en este corte esencialmente vertiginoso, esencialmente nauseoso, para llamarlo por su nombre, que se sitúa la dificultad de acceso en el abordaje del deseo sexual”. Así, tanto el vértigo como el asco, lo nauseoso, nos muestran bien que el deseo como tal, fuera de toda idealización, se sostiene en una lógica donde atracción-repulsión, miedo-deseo, horror-fascinación, comulgan entre si más de lo que se excluyen. Es decir, tanto el vértigo como el asco muestran que el deseo erótico nace de un impulso contradictorio que siente el hombre al encontrarse con su propio limite, con el último borde, el que media entre la realización del ser y su destrucción. Así, más allá de lo fascinante del fenómeno en sí, no nos hacen falta la altura y el precipicio para hablar de un vértigo que se nos presenta cada vez que “no podemos decir que no” (Roger Callois), cada vez que nuestros temores encubren un deseo no reconocido como tal, o incluso cada vez que, en una batalla entre nuestros impulsos y la fuerza represora ejercida respecto de estos, tememos perder el control sobre ese primer extraño que es nuestro propio cuerpo.

 

 

 

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