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Por María Lobo
David en Ziggy, Ziggy en naranja. Pantalones imposibles, montaje de mujer. Aquellos enteritos brillantes, las botas de caña alta y taco aguja. Medias de seda. David en su angosta extensión hacia lo alto, un hombre en cigarrillos. Los dientes mal, luego bien. O David mayor. En blanco y negro. Fotografías del presente que parecían venir del pasado. Fotografías que, en realidad, pertenecían al futuro. David Bowie nunca iba a morirse. Eran cosas del arte. Pero David se murió, y entonces nos pasamos los días mirando sus fotografías. No son las escenas impactantes, esas hechas en estudio, las que nos hacen sentir tristes. Estoy llorando un poco aquí. Estancada en las imágenes de David junto a Coco Schwab —su asistente; la mujer de la que él no se separó desde sus primeros años en Londres, luego Berlín, después el mundo; alguien que estuvo en la vida de David hasta el final, durante más de 40 años—. Son fotos sin maquillaje. Encuadres privados. Momentos sin presuntuosidad. David no tiene alas ni maquillaje ni va premeditadamente a la moda. Está en calzoncillos, junto a Coco, en un jardín. O recostado en un sillón: sus piernas extendidas, apoyadas sobre la mesa ratona de un living de otros tiempos. David lleva puestos los zapatos. Coco, a su lado, aparece descalza. Sobre la mesa ratona hay una panera con bollitos, algo que parece una calculadora, vasos vacíos; detrás, en una mesa de comedor, vestigios de la comida reciente y una silla de la que alguien ha colgado un saco. No hay ninguna luz de estudio. Las fotos son amarillas. Y, sin embargo, son esas las imágenes que hacen de él una obra de arte. Es el hecho de que Coco esté allí. Eso es lo que hace de David una obra del arte de otro mundo.
La más hermosa definición acerca de qué es el arte de otro mundo está escrita en País de nieve, de Kawabata:
Cuando Shimamura llegó a la conclusión de que debía sumergirse activamente en el mundo de la danza, persuadido por las figuras jóvenes que más valoraba en aquel ambiente, sorprendió a pocos y extraños orientando su interés abruptamente hacia la danza occidental. Dejó de ver danza japonesa. Comenzó a acumular ensayos y fotos y coreografías de ballet europeo, incluso se tomó el trabajo de coleccionar, con el esfuerzo que esto significaba, críticas y programas y carteles del extranjero. No era una mera fascinación con lo exótico y lo desconocido. El placer que halló en este nuevo pasatiempo se debía en gran medida a la imposibilidad de ver con sus propios ojos a bailarines occidentales en acción (…) Nada le resultaba tan agradable como escribir sobre el ballet a partir de lo que sacaba de libros. Ese ballet que nunca había tenido ocasión de ver era un arte de otro mundo. Una ilusión sin rival posible, una lírica endémica. Lo que consideraba una investigación seria era en realidad una fantasía sin control: su decisión de saborear los fantasmas de su imaginación danzante a partir de fotos y libros occidentales era como estar enamorado de alguien a quien nunca había visto.
Supongo que lo que ocurre es que el David de los escenarios siempre fue la danza japonesa. Y que las imágenes junto a Coco se me aparecen, de pronto, como las fotografías del ballet occidental que Shimamura, el inolvidable personaje de País de nieve, miraba desde sus ojos de oriente. Imágenes que nunca hemos visto; la imposibilidad. Cosas que nunca alcanzaremos. Arte de otro mundo. Las personas podíamos estar con David, aunque eso sucediera a la distancia; cabía aquella posibilidad que él nos dejaba abierta, la de estar debajo de un escenario, la de mirarlo en sus montajes públicos. Pero nunca tuvimos al David de Coco. La privacidad de ellos dos, la intimidad, ese estarse en calma, la complicidad de dos personas que pueden mirarse en un momento secreto: eso es algo que ha sido siempre inaccesible para nosotros. Solo cuando estaba junto a Coco, David bailaba su danza inalcanzable. Él podía ser la fotografía mutable de las cosas más extrañas. Un rostro de ojos en colores distintos, maquillárselos de negro, abrazar cuerpos lastimados —Heart’s filthy lesson: Oh Ramona, Oh Paddy: creo que perdí mi camino: tell the others—. Ashes to ashes, labios rojos y un lunar falso, la piel blanca, bonete de arlequín, una hoguera con personas poco claras, la cocina en llamas, humo. O un sobretodo y el sombrero Humphrey Bogart, hombre desesperado por un atado de cigarrillos Zebra que se ha terminado —Absolute beginners, mujeres cebra que se escabullen—. Luego David podía despedirse de este mundo vendándose la mirada, crucificar espantapájaros y hacer aparecer personajes con rabos de canguros —Blackstar—. Pero supongo que, durante todos estos años, David no ha sido más que Coco. No lo explícitamente raro: en realidad son esos lugares privados, amarillos, lo que hacen de él ese artista marciano. Estar junto a ella: es ese el baile que nunca pudimos ver con nuestros propios ojos. Y las imágenes de ambos —ahora que estamos buscando a David en fotografías— son tristes. Porque prueban que había en él un extraterrestre pero que esa existencia marciana se hacía posible solo porque David era, al tiempo que montaba ese andar loco, alguien que en algún momento se mostraba frente a Coco en calzoncillos. Esas fotos dicen que David no era un extraño en un sentido exótico sino a causa de sus fotografías en amarillo. Son tristes también porque son la prueba de que él nunca fue alguien que quería estar solo. Ese estar junto a Coco es el síntoma de que David nos anhelaba. Son la prueba de que David Bowie era nuestro amigo.
En un bellísimo libro titulado simplemente Bowie —editado por Sexto Piso—, Simon Critchley escribe que la música de David debería escucharse como los acordes de un hombre en expresión de anhelo.
La música de Bowie se ve muy a menudo como algo aislado, retraído, solipsista (…) Si bien la música de Bowie nace del aislamiento, no es en absoluto una afirmación de soledad. Es una tentativa desesperada de sobreponerse a la soledad y encontrar alguna clase de conexión. En otras palabras, lo que define realmente bien la música de Bowie es la experiencia del anhelo.
Si una pudiera detenerse ahora en un videoclip. Cierta noche de 2002, David en Berlín. Observar cómo, en un momento, él se vuelve hacia detrás del escenario en busca de una caja pequeña. El momento en que está sonando Slip away. Qué es lo que él desea tanto en esa ejecución del stylophone. Alguien que estuvo allí dijo que aquella noche no corría ningún viento en el estadio Max Schmeling Halle. Pero el pelo de David se movía como alcanzado por una brisa de playa. Earl Slick, una guitarra, el ebow. David toca el stylophone y aparece una tristeza apasionada; alguien que está intentando dejarnos todo, hacer grande lo pequeño, desde un instrumento que se ejecuta con una conmovedora precisión. Es tan cierto que David anhelaba. La ciudad, su pasado en Berlín, el amor que ya nunca volverá: Simon Critchley dice que estas eran algunas de las cosas que David deseaba traer de regreso en el tiempo. El anhelo por la ciudad, dice Simon, está en Absolute beginners, una canción de amor por el lugar, el deseo de una Inglaterra cubierta de nubes, entre decadencia y escombros. Su pasado en Alemania: Simon está seguro de que había en Bowie cierto anhelo de “volver a los veintinueve años y mudarse a Berlín con Iggy, de ir a incontables clubes de travestis, echar caladas a cigarrillos, beber sin cesar, pasarse la noche grabando”. Y el amor. David anhelaba el amor:
Heroes es una balada sobre la fugacidad del amor (…) Es una canción de anhelo desesperado escrita desde la conciencia total de que la alegría es efímera, de que no somos nada y nada va a ayudarnos (…) El anhelo del amor es tan fuerte que puede llegar a tomar la forma de una exigencia, incluso de una amenaza, como en Blackout (…) En 5:15 The angels have gone, Bowie recurre de nuevo a la metáfora del viaje para escenificar la partida tras el fracaso del amor (…) Se trata de una experiencia del amor más elegíaca, dominada por la realidad de la ausencia, de un pasado irrepetible y absolutamente perdido. Nunca más.
Ese amor y el anhelo de Berlín, dice Simon, está también en el núcleo de la estremecedora Where are we now?. Escuchar Where are we now?, una canción con tanto silencio. Y allí está Coco y quizás la vida entera de David:
Where are we now? tal vez sea un elogio a la leal asistente de Bowie en los setenta, y amante ocasional, Corinne “Coco” Schwab. Pero el amor encuentra un foco concreto en relación con un lugar y un momento específicos: Berlín a finales de los sesenta (…) No es un simple regodeo en el pasado, es un enfrentamiento con los recuerdos que a menudo nos desuellan vivos con la intención de plantear la pregunta: ¿dónde, en efecto, estamos ahora?
Quizás Coco sea en sí misma el anhelo. Ella es Londres, Coco es Berlín. El lugar, el amor, cosas que nunca más. El todo en un tiempo otro. Where are we now?:
Tuve que tomar el tren
desde Postdamer Platz
tú nunca supiste
que yo podría hacer eso
Caminar entre los muertos
Sentado en el Dschungel
en Nümberger Strasse
Un hombre perdido en el tiempo
cerca de KaDeWe
Caminar entre los muertos
¿Dónde estamos ahora?
El momento en que sabes
lo sabes, lo sabes
20.000 personas
Cruz Bösebrücke
los dedos están cruzados
por si acaso
Caminar la muerte
¿Dónde estamos ahora?
El momento en que sabes
lo sabes, lo sabes
Mientras haya sol
Mientras llueva
Mientras haya fuego
Mientras esté yo
Mientras estés tú
Me gusta que Simon Critchley diga que esta canción es un homenaje a Coco. Aunque no es ella quien está junto a David en el videoclip, ese recorte de dos rostros envejecidos que se sostienen en el aire, sobre la mesa de ese estudio que, se ha dicho, reúne los elementos del espacio que él habitó durante su tiempo en Berlín. Podría ser Coco. Ella, la intimidad a lo largo de los años. Ella, el pasadizo de salida de las drogas. Sin embargo, podrían ser también John Lennon, Lou Reed o Iggy Pop. Porque otra de las conmovedoras canciones de Bowie donde está el anhelo es Slip away, escrita trece años antes de Where are we now? Escuchar las palabras de David durante aquel show en Berlín, en la gira de Heathen, es casi tan importante como la música que salía del cielo esa noche, junto a la brisa personal de Bowie. Justo antes de tocar Slip away, David cuenta que escribió esa canción para recordar las tardes que pasaba junto a Lennon e Iggy, mirando el show de Floyd Vivino en la televisión. Lo que él anhelaba era la amistad. Dos preguntas. Where are we now, dónde estamos ahora, y en Slip away, cómo me pregunto dónde estás. Supongo que llegó un momento en que la vida de David, de alguna manera, se parecía a un hueco en el presente, la ausencia de un tiempo que ya no estaba más allí:
No olvides mantener tu cabeza caliente
titila, titila tío Floyd
Viendo todo el mundo y la guerra desgarrada
Cómo me pregunto dónde estás
Navegando sobre Coney Island
titila, titila tío Floyd
Éramos tontos pero tú eras divertido
Cómo me pregunto dónde estás
Oogie sabía que nunca había tiempo
Algunos siempre nos quedaremos atrás
en el espacio siempre es 1982
La broma que siempre supimos
Oh, oh
Cómo me pregunto dónde estás; luego ese stylophone. Oh, oh. Una enorme tristeza recorre ese pequeño libro que Simon Critchey ha escrito para procesar el dolor que ocasiona la muerte cuando quien ha muerto es alguien que ha hecho mucho por nosotros. Tristeza, hablar de David, traerlo otra vez aquí. Saber que él también anhelaba dejar de estar triste, llegar a algún lugar; algún lugar al que David llegó, quizás y luego de mucho tiempo de búsqueda, recién para finales de la década del 80, cuando ya tenía más de cuarenta años. En El club de lectura de David Bowie, John O’Connell dice que la lista de los libros que más le gustaban a Bowie dibujan un recorrido por su vida: de niño a adolescente y de superestrella narcotizada a introspectivo y huidizo padre de familia. John sitúa esa llegada de David a sí mismo en sus propias palabras: en 2002, David le dijo al presentador Michael Parkinson que él no se había convertido en quien quería ser hasta unos quince años antes. “Me pasé una grandísima parte de mi vida buscándome a mí mismo, intentando comprender el porqué de mi existencia, qué cosas me hacían feliz en la vida, quién era yo exactamente y de qué partes de mí intentaba huir”, le dijo. Anhelo; luego, más tarde, llegar. Julián Ruiz, en una nota para el diario El Mundo de España, escribió desde un conmovedor detalle acerca de aquel tiempo en Nueva York, un tiempo que empezaba a convertirse en los últimos años: diciembre de 2015 y el lanzamiento de Blackstar, un tiempo en que parecía que David nunca iba a morirse, cuando todos esperábamos que siguiera pensando en nosotros, componiendo su música del anhelo, aunque él ya hubiera llegado a su destino:
Como cada mañana, por prescripción médica, David Bowie sale de su dúplex en el número 285 de la calle Lafayette (…) Es un caminante anónimo. Casi nadie le reconoce (…) Yo he sido un peregrino de sus itinerarios. Y he estado hace un par de años en su oficina de Isolar. Allí encuentras siempre a su mano derecha, su compañera de toda la vida, la suiza Corinne Schwab. Nuestra querida Coco, para todos los que le conocemos a Bowie (…) Hace ya dos años que no hablo con Coco. Naturalmente, me he hartado de que me ofrezca siempre la misma respuesta. Me cuenta que David está muy bien, que jamás concederá entrevistas y que nos manda un cariñoso saludo (…) El palacio en que discurre la vida del huraño David Bowie no es más grande que una aldea de La Mancha, si es que queda ya alguna (…) Dos o tres veces por semana, David acude al Café Falai, en la misma calle Lafayette. Pide una botella de agua y un sándwich. Cuando almuerza con Coco incluso puede llegar a tomar un poco de pasta (…) Posiblemente no tolere la sociedad actual y prefiera vivir un mundo especial (…). David vive seguramente en el lado oscuro de la luna, como su ídolo Syd Barret, fundador de Pink Floyd.
Caminar por allí, supongo que Simon Critchley tiene razón; Where are we now? es un pensamiento acerca de Coco. Glam rock y mod, las drogas y Berlín, el encontrarse a sí mismo a los cuarenta años, la calle Lafayette: ella está en cada una de esas vidas. Hay registros de Coco y David en todos los tiempos, por todas partes. En blanco y negro, en un palco junto a los reyes de Inglaterra —mirar a la cámara, sin color; ser siempre David Bowie—. En algún parque verde. David junto a Iggy; Coco, en un saco de piel y botas altas, un poco más adelante. También existen fotos de los días en Nueva York. Coco y David haciendo señas a un taxi. Imágenes que no puedo dejar de mirar sin caer en la cuenta de lo importante que es ahora la existencia de esas fotografías. Imágenes que espían la privacidad de un mundo. Coco y David aparecen vestidos con la misma ropa. O llevan puestas idénticas boinas —don’t forget to keep your head warm; titila, titila tío Floyd—. Ir por alguna calle en jeans y zapatillas. Vestir cómodamente. En una entrevista de 1983 para la revista The face, David Thomas le pregunta a Bowie acerca de cierta mutación hacia la calma, que empezaba a emerger de un modo notable ya durante aquellos años:
—¿Alguna vez hiciste terapia o algún tipo de tratamiento psiquiátrico? Pareciera haber un punto en tu vida en el cual asumiste la responsabilidad de ser quien eres —mueve la cabeza asintiendo a esta última oración.
—No. Debo decir que siempre fui sumamente incrédulo de la terapia. Simplemente tomé la resolución de abandonar Estados Unidos a partir de unos amigos míos. Quiero decir, aquella gira del 76, la atravesé ciego. Debo decir que no recuerdo nada.
—Eran conciertos muy enajenantes.
—Definitivamente yo no tenía sentimientos. Era casi como si un zombi saliera de gira.
En esa misma respuesta, David agrega:
Y luego, simplemente, me sentí más cómodo en Berlín, en el departamento que tenía allí.
El periodista quiere saber si estaban allí sus amigos. David, en cambio, solo dice:
Mi asistente personal —Coco Schwab— fue la persona más importante. Fue ella quien me hizo escarmentar.
A Julián Ruiz le debemos algo más acerca de la geometría que fue trazándose, con el paso de los años, esa persona llamada David. Julián nos cuenta que Coco no solo fue quien compró aquel departamento en Alemania sino que, además, “ejerció profundamente de suiza cuando, en los peores momentos de David, devorado por la heroína, hasta el borde de la muerte, le refugió en una clínica de rehabilitación”. Fue Coco quien le llevó hasta ese lugar que David tanto anhelaba; un espacio donde pudiera sentirse más cómodo, simplemente. Supongo que, allí, ellos dos podían andar en zapatillas. O, simplemente, descalzos. Supongo que no importó tanto si acaso el departamento estaba situado en Londres o en Berlín. Supongo que David necesitaba llegar al lugar Coco. Y que ella fue el lugar, simplemente. Calma y montaje: miro las fotografías y estoy segura de que David no hubiera llegado a ser alguien de otro mundo —arriba y abajo, adentro y afuera, música y un plato de pasta en un barcito sobre la calle Lafayette—; supongo que nada de esto habría sido posible si Coco no hubiera estado allí.
“Me gustan los músicos que no tratan de probar lo grandes que son con su instrumento, sino que tratan de mostrarte lo que son como personas —dijo David en una entrevista para la revista Q, en 1997—: que acaso te dejan asomar a las grietas de su psiquis”. Un lugar llamado Coco. La privacidad de dos personas como una danza inalcanzable. Arte que nunca vimos. Lugar Coco: prueba inequívoca de que, en su espacio más íntimo, David no solo anhelaba estar junto a ella, sino también el encuentro con cada uno de nosotros. Tal vez David haya sido siempre consciente del valor de todas esas fotografías que parecían inconscientes. El peso del amarillo, de la improvisación. Acaso sean estas imágenes un pasadizo a las grietas de su psiquis. La más sincera invitación que pueda hacerte un amigo. Cómo no llorar; cómo no permanecer en un paulatino y luego creciente desconcierto; extenderse en un eco de estado triste al mirar cada una de estas fotos. Entender que él estaba vivo. Darse cuenta de que David habitaba este planeta, durante este mismo tiempo, y que era nuestro amigo. Alguien que hacía mucho por nosotros. De pronto, tener la certeza de que esa persona nos ha dejado: el instante en que te das cuenta de que lo has perdido. Caminar la muerte, ¿dónde estamos ahora?; supongo que en ese momento en que sabes. Y en ese momento en que sabes, lo sabes.
Etiquetas: arte, Coco Schwab, David Bowie, Iggy Pop, María Lobo, Música, rock, Simon Critchley, Yasunari Kawabata