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Por José Luis Juresa | Portada: Robert and Shana ParkeHarrison
I.
Mientras estoy sentado incómodo en el silloncito de una habitación de sanatorio escucho que desde la cama mi viejo habla claramente en croata. Es increíble. Detrás de cables y sondas que lo mantienen vivo, aparece la claridad del recurso más hondo y primario. Cuando estamos cerca de la muerte, vuelve límpida, cristalina, la lengua de la infancia. (Tal vez, un psicoanálisis sea un modo menos cruento y extremo de que, en vida, enfrentemos la muerte para no perder de vista la infancia).
II.
He vivido en carne propia – a través de mi análisis primero y ahora con la muerte de mi padre – la realidad del lenguaje que hace de nuestra carne cuerpo y existencia. No hay más. Nada más. Lo demás es podredumbre, corrupción, desaparición. La traza, la marca, el ADN-pulsión que nos envuelve más allá de lo personal, se transmite a través de la lengua de la infancia. Es la lengua que habla lo que podemos nombrar como “vida”, algo más que la mera e imprescindible – a la vez – respiración. Las imágenes de lo que nos ha hecho vivir serán imborrables por generaciones, porque de esa tierra fértil brotará una y otra vez la vida. Si el psicoanálisis no se entiende así, no será nada más que otra materia de reciclado, un envase más para la molicie de reparación, un miserable parche siempre a punto de pincharse y de vencerse.
III.
Desde que tuvo el ACV, a los 94 años, pasamos un mes de terror, agonizante, de acompañamiento, despidiéndonos, ahora lo sé. Mirándonos, no muy de frente, como si nos avergonzara el deterioro y la inermidad, y no quisiéramos invertir jamás la ecuación en la que el padre está para proteger al hijo. Mi viejo putea, se quiere sacar de encima los cables que lo sujetan a la vida, quiere volver a casa, balbucea y a veces se le entiende alguna palabra. La impotencia es severa, y ni quiero imaginarme el sufrimiento de percibir el pronto final y la incapacidad para dirigirse a sí mismo y a los que lo vienen a ver. Las miradas deben ser piadosas y eso lo debe azuzar más aún, en la bronca y la incapacidad en la que se revuelve su espíritu atrapado en un cuerpo que ya no responde. No quiero un final así, ni lo quiero para él, pero parece que no nos queda otra que atravesar esto. Esta mierda.
IV.
La lengua “implantada”, el castellano, apenas si queda como una especie de cablerío pelado y enredado, debajo del cual reaparece el corazón de una maquinaria aceitada, los vocablos de sus primeros nueve años de vida, en los que el mar adriático de la costa de Dalmacia le hace de marco a un cuadro con las pinceladas de sus mejores recuerdos, los más alegres: el cruce a nado entre las islas (en una de las cuales nació), junto a sus amigos, un mar calmo y transparente, los veranos inmersos en un aire perfumado y noches estrelladas, sus mascotas queridas, la abuela haciéndose cargo de la casa y de la vida isleña. Y su padre, recorriendo el Río Danubio como capitán de barco mercante, allá, en el continente.
V.
La historia “oficial” dice que, a sus nueve años, una “peste” (no sé cuál) lo saca de la isla buscando la protección del continente, y se queda al cuidado de una pareja de alemanes, amigos de sus padres, mientras su madre se queda al cuidado de la casa y del campo en la isla, y mi abuelo sigue navegando por el Danubio. Viviendo con esta pareja –sin hijos-, quien en el futuro será mi padre termina aprendiendo a hablar alemán, su segunda lengua “implantada”. La infancia ya quedó atrás, y se vienen días oscuros. La guerra, la invasión de Croacia por parte de los nazis, los movimientos de resistencia reclutando o buscando reclutar jóvenes en los colegios secundarios, aquel adolescente que busca zafar de la “obligación” de ir al matadero.
Eso es lo principal que tal vez le puedo agradecer: no haberme transmitido ningún fanatismo. Después de haber visto y percibido la desolación de la muerte y la crueldad cayendo en catarata sobre el mundo que había conocido, su silencio jamás lo sentí como un secreto sufrido, resentido o vergonzante de los agravios de la existencia, sino como el testimonio de lo inútil que es agregarle palabras a lo que su propio testimonio de presencia irradiaba. Era una negativa a hacer ruido. Ojalá él mismo lo haya entendido así.
VI.
Creo que en ese humus prendió décadas más tarde mi amor por el psicoanálisis. No sacrificar la vida en ningún altar, porque la vida es, ante todo, lo más valioso, lo único que vale la pena defender. Sabemos que, si alguna vez se vivió la fiesta de existir, siempre se volverá a intentar recrearla.
VII.
Así fue, que, defendiendo su vida de la voracidad de cualquier fanatismo, terminó paradojalmente en Alemania nazi, hablando la lengua del invasor, pero aprendiendo de éste lo que éste pudiera enseñarle. Siempre me dijo –leyendo el diario del lunes– que había calculado que la guerra terminaría antes de que el fuera obligado a combatirla. Y así fue. Claramente, comprendía que había que inventarse una verdad dentro de la que fue la lengua de su exilio. La lengua de su extracción, y su desprendimiento. La lengua de la disciplina dura, la lengua de supervivencia. Curiosamente, años después, sería para mí la lengua del psicoanálisis.
VIII.
La guerra terminó, asociado a la marina croata (supo enlistarse ahí como cadete para no ir a morir), huyendo de persecuciones cruzadas, y obligado a entregarse. Finalmente, lo detuvieron los ingleses junto a sus compañeros. Y comenzó la previa de su ingreso a la nueva lengua que lo alojaría para retornar del exilio, aunque a medias. Después de tres años de “reconstrucción italiana” -en la que sirvió trabajando en la limpieza de la chatarra que inundaba toda la península- la cruz Roja lo trajo –con sus amigos, sus camaradas– a la Argentina. Sabía que regresar a su isla era arriesgarse a la muerte.
IX.
El castellano le devolvió algo de su infancia, de sus fundamentos humanos. No pudo volver a ver a su madre durante 40 años. Su padre murió mucho antes y le dejó como herencia un disco de vinilo flexible con una hermosa melodía que parecía una canción de cuna (“Laku Nok, Rabe, Grade moj” -Buenas noches Rab, mi ciudad). Formó una familia de raíz castellana que, al mismo tiempo, se separaba de él como quien sabe que jamás entenderá los secretos de un hogar ajeno. Sabemos que algunas señales, algunas trazas, algunos gestos, no tienen traducción. Se pierden, para siempre, en su lugar de origen. No regresan jamás. Salvo en el instante próximo (tan próximo) de la muerte. En su íntima soledad. Esa soledad que se presenta en la vida, la soledad en la que se decide vivir o no. Nada es más importante, aun al costo de la soledad.
X.
Y así, mi viejo fue desde la lengua de la infancia pasando por el exilio de la lengua de supervivencia hasta finalmente arribar a la lengua de su síntoma, una especie de transacción entre el aprendizaje de sobrevivir y esa vida “a nado” entre islas y embarcaciones, perfumes de campo y aguas de mar transparentes. Soñando en croata y regresando en castellano, pero hasta ahí, hasta donde las trazas de lo perdido solo pueden retornar en el cuerpo, como estigmas de lo inconfesable.
Y hoy, otra vez, una peste lo regresa a la supervivencia de cables y sondas implantadas que un ACV le impone. Las lenguas “implantadas” se borran – como el alemán– o se dañan irreversiblemente –como el castellano. Y entonces, ahí aparece, como un tesoro desenterrado, como una piedra preciosa debajo de montañas de carbón que un temblor terrible hace emerger, por fin, el croata: intacto, sublime, penetrante, celular, brillando como si él nadara otra vez entre sus islas de memoria perfumada.
Y así se fue, mirando, sobre el techo alucinado de la clínica y de su internación domiciliaria, la imagen de sus primeros años, los que siempre quedan por delante, como un destino de poema. Nacemos a lo que -a su vez– nos vive despidiendo.
La lengua del adiós.
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