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Por Luciano Sáliche
Como un chicle recién masticado, la información se fue estirando y estirando hasta dejar de tener el color de la noticia y volverse entretenimiento. Hoy es difícil diferenciar en la muchedumbre de comunicadores quiénes son periodistas. Todos y nadie se ponen el saco. En un mundo sobreinformado y saturado de sentidos, su función originaria retorna: volver a las bases, si es que aún están disponibles, donde el periodismo era, además de una profesión, un oficio.
El periodismo es una profesión, sí, en el sentido lógico de su preparación. La mayoría de los periodistas que trabajan en la redacción de un medio mainstream cuenta con algún tipo de título terciario o universitario, sea específico o no. Sin embargo, no es demasiado relevante, porque la identidad del periodista —como toda identidad, en definitiva— se construye en el ejercicio y en su gesto intrínseco autodidacta de leer y consumir todo sobre su campo de acción.
El Estatuto del Periodista lo define como “quien realiza tareas que le son propias” y se acerca más al concepto de oficio, que proviene de officium en latín, que es servicio, función, y se deriva de opificis (artesano), combinación de operis (obra) y facere (hacer). En esa cadena de palabras están las bases a las cuales volver: el periodismo como servicio, como función, como obra. Un trabajo más artesanal que artístico, más operativo que creativo. En definitiva: un trabajo.
Si un oficio es una “actividad laboral habitual”, ¿puede el trabajador detenerse un segundo, frenar la máquina productiva —su cuerpo, su cabeza— y preguntarse por el producto que está haciendo?
En esa línea se inscribe Periodismo: instrucciones de uso, un libro editado por Prometeo que reúne una camada de firmas reconocidas: Reynaldo Sietecase (quien además prologa y coordina), Cristian Alarcón, Hugo Alconada Mon, Noelia Barral Grigera, Martín Becerra, Martín Caparrós, María O’Donnell, Ezequiel Fernández Moores, Leila Guerriero, Graciela Mochkofsky y Natalí Schejtman. El subtítulo del libro es, no casualmente, Ensayos sobre una profesión en crisis.
Crisis de identidad
“Si hacemos bien nuestro trabajo podemos contribuir a una sociedad mejor”, suelta Sietecase en el prólogo y pone sobre la mesa —de un modo no tan naif como parece— la responsabilidad del periodista, el costo que nadie quiere asumir. De nuevo: la identidad del periodista se construye en el ejercicio. Es por eso que Alarcón destaca lo relevante de la “trayectoria lectora” del periodista para “desarrollar una conciencia de ‘les otres’”. Es el acento en el periodismo como profesión en el sentido de la formación constante. Un camino individual y personal. Y, desde luego, peligroso.
Es que, como se sabe, cuando alguien se mira en el espejo —sobre todo un periodista— preguntándose ¿qué soy?, buscando alguna respuesta reveladora, puede aflorar el peor de los narcisismos. ¿Cuál es la identidad que percibe en el reflejo? ¿Qué busca al sentarse a escribir una nota, al llamar por teléfono a una fuente, al investigar entre libros y páginas web, al mostrarle al editor, al productor, al jefe, el tema que quisiera tratar?
Martín Becerra habla de la “crisis de identidad” que “carcome el cimiento de la institucionalidad mediática, es decir, el sedimento de prácticas sociales y de organizaciones sociales largamente cultivados y reproducidos por generaciones“. Su observación es global: vivimos la “descomposición radical del ecosistema de medios de comunicación”. Prender la tele para saber qué pasó en el mundo es una práctica en desuso. Eso tiene causas y también consecuencias.
Martís Caparrós habla del periodismo gillette, “ese periodismo atildado, pasteurizado, tan seguro, tan satisfecho de sí mismo, tan bien afeitado”, con “ínfulas de superioridad moral”. Es un periodismo cómodo que se sitúa siempre del lado del bien, sobre todo cuando “hay una verdad visible y está muy claro cuándo algo es malo y cuándo no”. Caparrós pone el ejemplo de la corrupción: hace falta pensarla, no sólo denunciarla hasta el hartazgo y escuchar los aplausos del otro lado.
“¿Hacerlo bien o ganar plata?”, se pregunta. En eso está pensando también Ezequiel Fernández Moores cuando habla del periodismo-bufón: “resultadista y moralista”. Hacer periodismo, afirma Leila Guerriero, “implica abandonar una orilla muy confortable y segura que se llama corrección política y con la que este oficio debería llevarse a patadas (…) ¿Por qué necesitamos que, además de sufrir, la gente sea buena?” En esa línea, Graciela Mochkofsky escribe que, “cuando la verdad no es la que la audiencia espera, cuando es incómoda, tampoco a los medios les interesa”.
Crisis de financiamiento
Como oficio o como profesión, el periodismo es una industria. Las empresas ganan dinero gracias al trabajo de sus empleados, los periodistas: trabajadores de prensa. Sietecase pone como dos nuevas complejidades “la concentración excesiva y la precarización laboral”. Ambos problemas se resuelven con la presencia de un Estado que sea claro con las reglas. Lo que los dueños de los medios no quieren entender es que ambas cuestiones atentan contra la calidad del producto periodístico.
Noelia Barral Grigera pone la lupa sobre el periodismo frilo, el freelanceo, esos periodistas “colaboradores”, trabajadores que no están en relación de dependencia: los más precarizados. “La coyuntura tecnológica es inmejorable, pero no tenemos plata para aprovecharla”, escribe y se refiere a la “crisis de financiamiento” que, “sumada a fenómenos contemporáneos como la posverdad y las fake news, hace muy difícil convertir esta coyuntura tecnológica en información de calidad”.
Un buen ejemplo es Página/12. Desde hace un largo tiempo que sus trabajadores están dando lucha contra la precarización. Hace cinco años el sueldo promedio estaba 42 puntos arriba de la canasta básica, que es de $60.800; hoy está 18 puntos abajo. Esta lucha es más adversa porque el Grupo Octubre, dueño del medio, no recibe a la Comisión Gremial Interna del Sipreba —delegados elegidos democráticamente por los trabajadores— desde agosto de 2020.
Por esa época, el Sipreba dio a conocer los resultados de una encuesta realizada en junio de 2020: dos de cada tres trabajadores de prensa tenían un sueldo por debajo de la Canasta Total que determina el Indec. Y si bien es cierto que la crisis de financiamiento también es de las empresas mediáticas —muchísimas marcas prefieren poner el grueso de su dinero en publicidad en redes sociales—, la pandemia aceleró la precarización.
Crisis de los lectores
“Por momentos parece claro que la famosa crisis del periodismo es, antes que nada, con perdón, la crisis de sus lectores. En cualquier caso, lo que queda claro al leer las listas de las noticias más leídas en nuestros diarios más leídos es que hay una distancia abismal entre lo que los periodistas solemos creer sobre nuestro trabajo y lo que los lectores esperan de él”, dice Caparrós sobre el “periodismo clic” y su “lógica del rating: una nota importa menos por lo que ve que por cuántos la miran”.
El negocio del periodismo digital de hoy es sencillo: más clicks junta un medio, más marcas quieren publicitar en él. En general, las secciones son variadas y hay periodistas muy calificados, pero sabiendo que hay cierto tipo de notas que venden se aceita la máquina para producir más de ese contenido que se torna masivo. El clickbait manda: titulares grandilocuentes y prometedores, temáticas morbosas y sensibleras, textos simples y fáciles de leer. El lector se vuelve adicto.
Por eso Guerriero sostiene que “en la escritura periodística la estética es una moral”. ¿Y cómo es la moral del periodismo de hoy? Del otro lado, las audiencias son “hipercuantificadas bajo el nombre de métricas”, escribe Natalí Schejtman. Números y números. Resultados. Una lista del deseo sintético. ¿Cómo salir de la encrucijada? Para María O’Donnell, mediante el “compromiso personal con la profesión”. Para Alconada Mon, con un marcado “compromiso con los lectores”.
En el ensayo final, Reynaldo Sietecase afirma que “sin mirada crítica no se puede hacer buen periodismo”. Y subraya este punto: “el dilema central del periodismo sigue siendo ético”.
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