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Por Ignacio Pola | Portada: Laurent Chéhère
Su rostro replicaba la imagen estampada en su ropa, o viceversa. Ambas fumaban displicentes, en un solo gesto de indiferencia por el mundo. Ella, la que aún exhibía movimiento, hundía en mí su mirada lasciva de ojos blancos. Tenía la delicadeza de extender el brazo para hacer caer la ceniza en el piso y no en la cama. Como si se tratara de un acertijo, creí que si daba con las palabras justas sus ojos darían la vuelta y yo volvería a ver su color. Pero éste ya no es el tiempo de sabios ni poetas, cualquier intento verbal hubiera sido juzgado de anticuado. Debía ser implacable. Abrí lentamente el cajón que estaba a su lado mientras ella se inquietaba con discreción. Sólo cuando apareció el instrumento su templanza se desmoronó. Quiso conservar la calma, pero sus cejas se arquearon levemente y la supe afectada: no creía que yo fuera capaz. No podía pedirme que me detenga, su refinada existencia sólo admite la fragilidad del cuerpo, nunca el temor. Puse a punto la máquina al tiempo que ella se acomodaba ofreciéndome el perfil izquierdo de su rostro. Me eché a su lado acodándome sobre la cama, corrí su pelo y apunté a quemarropa.
Disparo. El rayo azul horada la superficie blancuzca justo por el centro donde debía estar la infinita oscuridad de su pupila. Me abro paso montado en mi haz luminoso, introduciéndome en la blanda sustancia por la que el mundo entra a su mundo. Quiero recordarlo todo: los paisajes atávicos, las figuras equiláteras, el mensaje que comunica la disposición de los cuerpos, la casa perpetuamente en llamas y la escena que acontece una y otra vez… Pero es imposible, porque el rayo todavía no me anula y sigo afuera, viendo cómo la esfera de cristal resplandece azulada e ilumina mi rostro. Ahora pienso que las figuras equiláteras y los paisajes atávicos son míos y que soy yo el que los proyecta sobre ella, pero los cuerpos somos nosotros y la casa en llamas es la nuestra. La escena es una mujer disparándole un rayo azul a un hombre, ambos echados sobre una cama, y ella se monta en el haz luminoso, introduciéndose por una esfera de cristal que él tiene en lugar del ojo y siente que su camino está signado por la oscuridad, abonada desde siempre por la negra pupila que debiera estar allí, pero no está, permitiéndole a ella entrar para ver paisajes y figuras que le resultan, a la vez, familiares y ajenos. Él no creyó que yo fuera capaz, pero acá estoy, disparándole a quemarropa con el instrumento para quebrar el silencio indiferente que me perpetraba. Hasta la mirada me negó dando vuelta los ojos y poniéndolos en blanco, como no queriendo mostrar nada que sea suyo excepto lo inocultable. Ahora ya no puede evadirse, no hay silencio que le valga de refugio, porque la máquina es infalible y todo se revela en cuanto el haz luminoso surca el aire y se introduce en la superficie blancuzca que tiene por ojo. Fue apenas un instante de indecisión, primero quise hablarle, pero me sentí estúpida queriendo persuadirlo con palabras de que detenga su hostilidad. Así que tomé el arma y ahora estoy viendo sus paisajes y figuras que no son nada extraordinario, es verdad, como él me había dicho, pero son los suyos y yo los quería ver, motivos no me faltan. Adentro hay una casa en llamas, puedo sentir el calor y el crepitar monótono de unas maderas que arden solícitas. Ya casi no se distingue, pero a medida que me acerco alcanzo a vislumbrar que lo que comenzó el incendio fue un escritorio y que sobre el piso quedan las cenizas de un cajón ya desprendido de la estructura, del que sólo resta sin consumirse una pequeña manija de metal que hubo de ser plateada y que ahora brilla al rojo vivo. Al lado, sobre la cama, dos cuerpos, él y yo, a los que parece no importarles en absoluto el fuego, dispuestos uno al lado del otro de tal forma que parecen comunicar un mensaje secreto: las palabras precisas que, enunciadas, harían que la escena se detenga, que el incendio, los paisajes y el rayo ya no acontezcan. Pero para descifrarlo sería necesario tiempo, fotografiarlos así, tal como están ahora, y trabajar pacientemente sobre la imagen trazando figuras equiláteras sobre ella hasta descubrir un código que traduzca en palabras lo que los cuerpos dicen. Sería posible si no estuviera montada en el haz luminoso que me arrastra irrefrenable hacia la mano que sostiene nerviosa un instrumento y tiembla surcando el espacio que la separa del cuerpo. Al jalar el gatillo siento que ella así lo quiso, que de otra manera hubiera evitado el silencio que supe inquebrantable. Es la voluntad de ambos la que expreso cuando disparo y me introduzco en procura de conocer los ojos que no querían verme. O acaso no eran sus ojos lo que buscaba sino lo que ellos miran. Ahora estoy en un bosque abriéndome paso en la espesura, el viento arrecia, me posee la sensación de un final. Desplazo con mis manos una rama de hojas frondosas y la inmensidad se me revela. Quisiera poder detenerme para aventurar dónde es que comienza el cielo y termina el lago, qué es lo que a ella se le aparece cuando dice ‘cielo’ y qué cuando dice ‘lago’. Quisiera no tener que caer tan deprisa, pero el rayo oscila con premura de la víspera a la añoranza, y ahora es el humo, la manija de metal al rojo vivo sobre el piso y los cuerpos con su críptico mensaje. Su rostro replicaba la imagen estampada en su ropa, o viceversa. Fumaban displicentes en un solo gesto de indiferencia por el mundo. Ellos, los que aún exhibían movimiento, hundían en nosotros sus miradas lascivas de ojos blancos. Tenían la delicadeza de extender el brazo para hacer caer la ceniza en el piso y no en la cama. Como si se tratara de un acertijo, creímos que si dábamos con las palabras justas sus ojos se darían vuelta para que conozcamos sus colores. Pero éste ya no es el tiempo de sabios ni poetas, cualquier intento verbal hubiera sido juzgado anticuado. Debíamos ser implacables. Abrimos lentamente el cajón que estaba a su lado mientras ellos se inquietaban con discreción. Sólo cuando apareció el instrumento su templanza se desmoronó. Quisieron conservar la calma, pero sus cejas se arquearon levemente y los supimos afectados: no creían que fuéramos capaces. No podían pedirnos que nos detengamos, su refinada existencia sólo admite la fragilidad del cuerpo, nunca el temor. Pusimos a punto la máquina al tiempo que ellos se acomodaban ofreciéndonos el perfil izquierdo de su rostro. Nos echamos a su lado acodados sobre la cama, corrimos su pelo y apuntamos a quemarropa.
Disparamos.
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