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12-05-2021 Notas

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Por Manuel Quaranta | Portada: Leticia Obeid

¿Cuántas veces se habrá citado la definición borgeana de clásico? ¿Diez mil, cien mil, un millón de veces? Clásico, lo sabemos, lo repetimos, es un libro que se lee con previo fervor y con una misteriosa lealtad. Lealtad y fervor. Fuga y misterio. Esos son los requisitos de un clásico. Nada, en principio, o al parecer, en el propio libro, en el propio tejido del texto. Si no todo antes, en las condiciones de recepción, en las referencias, los imaginarios, el contexto. El contexto (diría Pierre Menard) hace del texto un clásico. Y un clásico, la lectura de un clásico, altera nuestra sensibilidad, la desordena, la reorienta, la reinventa. Lo paradójico es que para que suceda dicha transformación, debemos estar predispuestos, debemos leer el libro (el clásico) con la convicción (el previo fervor borgeano) de que entre sus páginas se esconde un tesoro.

Vuelvo sobre el tema clásico porque estoy justamente en vísperas de leer uno. O por lo menos un libro que apunta a convertirse en clásico; me refiero a la monumental obra del escritor noruego Karl Ove Knausgård, Mi lucha, Min Kampf.

Y como intuyo que después de leerlo nada será igual (Knausgård me enseñará algo de la vida, hablaré de Knausgård como hablo de un amigo), quise escribir estas líneas con la vana ilusión de registrar el ser que soy ahora sin haber leído ni una sola línea de Mi lucha, aunque conociendo algunos episodios de orden más bien anecdótico (siempre se sabe algo, nunca nos enfrentamos a un objeto de modo aséptico, no existe una lectura ingenua, neutral y desprejuiciada: 500.000 ejemplares vendidos en Noruega, conflictos familiares, fama internacional, polémica por el título) y otros datos de orden básicamente literarios que rodean la obra –si no fuese así no estaría escribiendo esto–, la engrandecen, me hacen suspirar, y llegaron hasta mí gracias a dos escritores por quienes profeso una auténtica devoción: Alan Pauls y Leila Guerriero.

Alan Pauls menciona la obra de Knausgård cada que puede; la última vez fue para cerrar una conferencia en Casa de las Américas, en el marco del Curso de Desarrollo de Proyectos Cinematográficos Iberoamericanos (8 de noviembre del 2019): “¿Es bueno Knausgård o es malo? ¿Es novela lo que hace o es autobiografía? ¿Es literatura lo que escribe o qué? ¿Me tengo que tragar los seis tomos o con uno basta? Y uno, ¿cuál?, ¿el primero, el último? No lo sé. ¡No lo sé! No me lo pregunten más. Sólo sé que es una experiencia adictiva y que quizá sea más interesante eso, toda una aberración para los protocolos de la literatura de calidad, que perder el tiempo tratando de contestar preguntas idiotas. Sólo sé que Knausgård, a su manera no hizo más que cumplir al pie de la letra con la exhortación que encabeza estas líneas, santo y seña de todo artista que se niegue a ser esclavo. Probar otra vez. Fallar otra vez. Fallar mejor”.

¿Quién, que no haya sido capturado por la resignación o el desencanto, no se dejaría seducir por semejantes palabras? ¿Quién, que no estuviese atrapado en las garras de una ociosidad (sociedad) bruta, no emprendería una carrera loca hacia la librería para gastarse en los seis tomos de Mi lucha la porción del sueldo destinada a las compras del mes?

En Teoría de la gravedad, Leila Guerriero escribe acerca del tomo II, El hombre enamorado: “Era la historia de un escritor que busca desesperadamente el tiempo y el espacio para escribir mientras vive con una mujer y unos hijos a los que ama, inmerso en una rutina que lo tranquiliza y que necesita pero que, a la vez, lo aniquila y le impide trabajar”.

Insisto, ¿quién, que no se conformara con una mercantil y raquítica alegría, quién, que no vislumbrara la existencia de otro mundo u otros mundos, dudaría un instante en depositar el dinero reservado para alguna urgencia en las manos anhelantes de su librero amigo (ese amigo gentil que nos vampiriza con gracia)?

Fui, pedí, pagué.

Tengo frente a mí los dos primeros volúmenes de la saga (azul turquesa en la edición Compactos de Anagrama), uno encima del otro (los observo y siento que son ellos los que me observan) El primero se titula La muerte de mi padre. Por allí empiezo. Por La muerte de mi padre.

Se abre una puerta, pero ignoro a dónde lleva.

Hasta siempre.

 

 

 

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