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18-05-2021 Notas

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Por Manuel Quaranta | Portada: Daniel García

I.

Acaba de terminar la última clase del curso “Barthes y la escritura del duelo”, dictado por Alberto Giordano, autor, entre otros libros, de la saga diarística El tiempo de la convalecencia, El tiempo de la improvisación y Tiempo de más. El flyer del evento prometía únicamente dos encuentros, 23 y 30 de marzo, y concluyó seis semanas después de lo previsto. Es cierto que desde la primera reunión Giordano había anticipado la posibilidad de fechas suplementarias, atento a su ilimitada capacidad para la demora, la digresión, el desvío; atento a sus manías, al despliegue y repliegue de sus caprichos. Notable capacidad que de inmediato pudimos corroborar todos los asistentes.

Siendo así, lo escribo convencido: la propuesta didáctica de Giordano consistió en generar las condiciones para su propio fracaso, siempre que se entienda fracaso como el modo de aproximación a un objeto de estudio (Barthes, la escritura, el duelo) en constante fuga, hacia adelante, hacia atrás, hacia los costados: una aproximación paradójica, relativa, repleta de ausencias, divagaciones, incisos. De lo contrario, si Giordano hubiese optado por abordar directamente el objeto en cuestión (el duelo, la escritura, Barthes), dado su carácter elusivo (esquivo y equívoco), la historia a relatar sería mucho menos feliz.

Fueron dieciséis horas inolvidables (para recuperarlas –es sólo un rapto de optimismo– basta con acceder al canal de Youtube del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria), entre las que sobresale un segmento de la sexta clase dedicado al proyecto Vita nova y la necesidad de convertirse en otro. En el caso del último Barthes, el mandato se resumiría del siguiente modo: dejar atrás su condición de crítico para darle lugar a la figura de escritor. Como si Barthes no se diera cuenta de que el tan ansiado algo más (la literatura, el arte), podía obtenerse por el mismo camino de la crítica. Dicho de otra manera (Giordano parafrasea –y yo lo sigo parafraseando a él– una observación de André Gide a Charles Du Bos, aplicable por supuesto Barthes, y tal vez a cualquiera de nosotros): ¿Por qué tentarse con un tipo de discurso que nuestra naturaleza nos veda?

En ese preciso instante, el curso alcanzó una potencia desestabilizadora que pocas veces experimenté en una instancia educativa (ni en ninguna otra instancia), parecida, aunque diferente, al “momento de verdad” postulado por Barthes, un momento, según Giordano, “en el que el lector siente el paso imperceptible de la vida a través de la escritura” (retengan las palabras finales del cuento Mi padre, de Leonard Michaels: “El dio. Yo tomé”).

Entonces, ¿se puede elegir una conversión? ¿Con qué fuerzas contamos para emprender el camino hacia una última vida? (una vida deseada, como si alguien dijera: aprender por fin a vivir). ¿Y si ocurre que la contemplación de la metamorfosis es posible solo retrospectivamente? ¿Podemos, en definitiva, dar un paso adelante, volvernos otros, decidir cambiar?

Al respecto, el protagonista de la novela Cumpleaños, de César Aira, ha ganado, en su derrota, una evidencia vital:

El error, si lo hubo, estuvo en no advertir que los cambios suceden por el lado que uno menos espera, y es eso lo que los vuelve cambios genuinos. Es una ley fundamental de la realidad. Cambia otra cosa, no la que uno esperaba. Caso contrario, seguimos en lo mismo. No se trata tanto de imprevisión o error de cálculo, ni siquiera de falta de imaginación, porque hasta la imaginación tiene sus límites. Las expectativas de cambio se construyen alrededor de un tema, pero el cambio siempre es un cambio de tema. Debería haberlo sabido, por mi experiencia de novelista. Pero tuve que esperar los hechos para enterarme.

 

II.

Un amigo con quien compartimos la totalidad del cursado me confesó que al comienzo se sentía un poco afuera (“en bolas”), que por momentos perdía el hilo de los conceptos vertidos, pero al mismo tiempo me aseguraba eufórico que Giordano le transmitía un enorme entusiasmo, que lo predisponía, aunque sin saber exactamente para qué.

En esa charla omití revelarle un pasaje ejemplar de Martin Heidegger referido a su impresión. Igual que me guardé en la última clase de compartirlo con Giordano y los presentes. Preferí en ambas circunstancias conservar las líneas en secreto para poder citarlas vírgenes en el texto (este texto) que terminaría escribiendo cuando el curso alcanzara su inapelable conclusión.

Me refiero a un pasaje incluido en ¿Qué significa pensar?, volumen que compila una serie de lecciones dictadas por Heidegger entre 1951 y 1952. Lo comparto sin más dilaciones porque considero que esa intervención, en la que el filósofo intenta desentrañar el arte del verdadero maestro, muy distinto del docente afamado, realza la operación de Giordano por medio de la cual fue fundando, semana tras semana, martes a martes, una zona de puro gasto y jubilosa inutilidad:

Enseñar es aún más difícil que aprender. Se sabe esto muy bien, mas pocas veces se lo tiene en cuenta. ¿Por qué es más difícil enseñar que aprender? No porque el maestro debe poseer un mayor caudal de conocimientos y tenerlos siempre a disposición. El enseñar es más difícil que aprender porque enseñar significa: dejar aprender. Más aún: el verdadero maestro no deja aprender nada más que ‘el aprender’. Por eso también su obrar produce a menudo la impresión de que propiamente no se aprende nada de él, si por ‘aprender’ se entiende nada más que la obtención de conocimientos útiles.

 

 

 

 

*Imagen de portada: Daniel García, Boyitas (2013, acrílico sobre lienzo, 98 x 118,5 cm)

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