Blog

31-05-2021 Notas

Facebook Twitter

Por Ezequiel Bajder | Portada: Ricardo Garabito

En la fila

Leo Tres realismos. Literatura argentina del siglo XXI, de Maximiliano Crespi, en la larga fila para entrar a la dietética donde hacemos las compras con Mercedes. Me interesa la indagación sobre el realismo, en especial desde que mi amigo Lucio lo definió –como si fuera lo más obvio del mundo– como un modo, “el modo realista”. La colección de textos de Crespi, un interesante repaso sobre el ecosistema literario argentino, como ha decidido llamarlo, tiene un texto, con el mismo título que el libro, que, sobre el final, teoriza sus propias lecturas. Ahí compara al realismo como género con el océano que arrecia fuera de la nave en Solaris, de Lem: se trata de una, dice, “percepción de una articulación imposible”. Ese afuera móvil y omnímodo de Lem es, también, la angustiosa forma de lo que se percibe: trunco, inasible, comprendida solo en tanto se la puede olvidar, en tanto parcialidad, como con toda opresión. Tal vez por eso, Crespi señala que lo percibido puede entenderse como una “imagen en elaboración” frente a la totalidad imprecisa y sin bordes: una “plenitud en deuda”.

En todo caso, a pesar de estas comparaciones, la idea parece ser que el realismo toma la forma de la imposición, por lo que funcionaría como un a priori que modela la producción literaria (argentina). Hace tiempo, yo mismo escribí sobre el vínculo entre ese a priori y la literatura de Enzo Maqueira y Alejandro Soifer, una especie de literatura infantil, demandante como los gorjeos de un bebé y trabajada con la fuerza torpe de la constatación (una literatura construida a pedido, mirando la demanda que suponen que deben satisfacer como escritores). Por su lado, Crespi, ni en esta instancia del texto, ni en ninguna otra, da un ejemplo que demuestre esa metáfora que propone como categoría de lectura.

Vuelvo sobre la idea de “plenitud en deuda”. ¿En deuda con quién? Supongo, entonces, que, además del otro-lector que señala Crespi y que resiste el peso de la ficción, se trata, también, de los expulsados del ecosistema literario, de aquellos que están fuera de la nave Solaris, pero que aun así intentan sobreimprimir otra poética al océano absoluto que los rodea. Por eso pienso estas líneas, como quien hace de escribir un hacer en vez de un decir cristalizado –“ser escritor”–; como quien, también, está afuera, en la fila, a la espera de entrar al local.

Rompecatre

Ya dentro del almacén agarro algunos frascos y recipientes de los que, prolijo y consecuente, pido que todas las semanas me fraccione José, el dueño. Lo hago para adelantar el tiempo mientras él atiende al cliente que está antes. Y es entonces cuando me extravío en una serie de remedios de venta libre de origen peruano. Estos remedios tienen unas etiquetas con representaciones que me resultan exageradas, casi expresionistas. El extrañamiento me gana cuando veo la caja de Graviola, con la foto de una fruta y un cáncer mamario; o la de Yacon, con una protuberante raíz; o la de Enfermedad de la Mujer, con una señora sonriente y un esquema dibujado de los órganos reproductivos femeninos. La de Varisán muestra unas piernas de catálogo junto a un recuerdo de una pantorrilla deformada por las varices.

Pero el que más me gusta es el Vigorón Rompecatre: un vigorizante sexual masculino ilustrado con un coito (la mujer arriba que se contorsiona hacia el espectador con una expresión de goce) en el que los órganos sexuales quedan tapado por la marca; más arriba está la perenne promesa de “tres al hilo”. Me digo que tengo que preguntarles a Hanna y Henry, los compañeros peruanos del laboratorio de ensayo desde donde intento esta indagación, acerca de estos productos. ¿Son habituales? ¿Esta estética puede ser considerada dentro del realismo peruano? Es decir, esa serie de supuestos que sobreimprimimos a la producción textual en Argentina y que no admitiría al Vigorón Rompecatre dentro de su canon representativo, ¿es distinta en Perú? ¿O allá resultan igual de exóticos como para nosotros?

En todo caso, creo que el realismo debería incluir aquello que le resulte anómalo, por fuera de la taxonomía, en un arrojo para intentar describir ese océano que rodea la nave. ¿No es ahí, al fin y al cabo, donde la literatura de ciencia ficción dialoga con la anomalía y con el espejo del realismo? De hecho, se produce con las categorías de ese género un mundo que no es el real, sino imaginado. Algo de esto hay en un libro que me gusta bastante: Las redes invisibles, de Sebastián Robles. Ahí las formas relacionales son nuevas, ficcionales, pero están construidas desde las posibilidades de lo que ya conocemos. Por lo tanto, lo que resulta es un diálogo con el realismo sin entenderlo como mera copia. Cuando creo que finalmente José me llama, comienza a contarle a un cliente sobre el magnesio y Ana María Lajusticia.

Lajusticia 

Escucho el rubato del habla: el magnesio ordena la circulación dentro del cuerpo; la mujer que sistematizó el uso del mineral y venció, a través de su uso, a una larga postración es una española, Ana María Lajusticia. Ese apellido me hace pensar en la verdad, como si tuviera una relación con el término “justicia”, pero también me hace buscar en el texto de Crespi las referencias a la idea de verdad, como si realismo y verdad estuvieran coligados en la descripción que hace el crítico.

Pero antes, supongo, cabe una explicación. Crespi teoriza sobre tres realismos en la producción literaria argentina actual y para eso señala un primer realismo “reaccionario”: cosmopolita, liberal, esteticista, elitizado, un “objetivismo encabalgado en una economía política del gasto suntuoso”. Ahí ubica a Damián Tabarovsky, y no mucho más. El segundo realismo está en “la trinchera ideológicamente opuesta” al “reaccionario”. Se trata de un realismo “progresista”, en el que se ubica cierta lógica extorsiva de universalización de la “sensibilidad social”. Aparecen nombres como Hernán Ronsino, Selva Almada o Juan Diego Incardona.

Por último, está el realismo “infame”, categoría que el crítico inventa para dar cuenta de una producción que no puede ser encuadrada ni en el primero ni en el segundo realismo. Acá entra la noción de verdad que Crespi desarrolla, a pesar de que las características que señala de los autores del realismo infame (a veces “nuevo realismo”, a veces “realismo extraño”) están vinculadas a la “vacilación” (de las tramas, de los personajes, de la declinación de la soledad) y a lo “imposible”. En primer lugar, entonces, el realismo “infame” sería como “una cría deforme que asume que la verdad política de la literatura es su verdad estética”, es decir, algo intolerable al realismo, ya que no se inscribe en la indecisión de lo verdadero o lo falso sino en “una decisión de no verdad”.

Luego, al hablar de las tramas del realismo infame como vacilantes, excéntricas, plegadas y “portadoras de una carga viral”, Crespi señala que están “siempre rondando la verdad” y, luego, que esas ficciones se erigen “sobre la convicción de que no hay manera de decir voluntariamente la verdad”. El problema de esta noción de verdad es que, a pesar de sus piruetas, no puede escapar de lo que mi amigo Lucio llamaba “modo realista”. Se produce desde un modo verbal, el indicativo, con el que parece estar identificado el realismo. Por eso puede afirmar que “lo real es siempre otra cosa: existe porque insiste en lo fantasmático”.

En este punto, Crespi no puede pensar que lo fantasmático configure lo real en el relato (como el Vigorón Rompecatre configura el efecto en quien lo toma) porque eso implicaría salir del modo indicativo y pasar al potencial (como posibilidad narrativa). Pero tampoco considera que eso expanda el volumen de la lengua sin que sea leído como “masturbación esteticista”. (Confieso, en este punto, que, si Crespi leyera mis ficciones, me atribuiría con justeza el pecado de Onán.) En conclusión, cualquier otro realismo queda clausurado como falso (como no-verdad), ya que “escribir no es sostener la última y justa palabra; es, al contrario, dejar que sean los otros (los que leen) quienes cierren la experiencia abierta en la palabra propia”.

El problema es que esta idea de recepción (un poco como si le atribuyera al otro el valor de lo perverso) que Crespi le arroga a una sola de las variantes –la infame– de lo que él mismo propone como formas del realismo (sin más justificación que el epifonema de la retórica y sin explicar por qué las otras no lo son) no aparece sino como una concesión personal de Crespi que deja que los otros cierren la lectura de modo que se la apropien. En consecuencia, la posibilidad de una aproximación crítica a los textos está en la concesión que el propio clasificador de realismos otorga: nos cede la apertura que ya le atribuyó (y de la que nos informó) a los autores que le interesan. Tal vez esto es algo que hacemos todos los que tenemos intenciones de leer y ofrecer categorías para que los textos sean leídos. Sin embargo, acá no parece estar del todo justificado. Igual que la recomendación del magnesio en la que aún se enfrasca José y que, al parecer, sirve para muchas dolencias.

En el otro extremo de la argumentación, finalmente, está la noción de infamia, que no puede entenderse como descrédito sino como otra forma de la altisonancia semejante a cuando el mismo Crespi dice que en los textos del realismo infame “la lengua, la sexualidad y la muerte devuelven los destellos de lo imposible”. En todo caso, con este mismo alambique efectista aparece la “infamia” como atributo de una serie de autores editados por multinacionales, que ganan premios y gozan del reconocimiento de los lectores. Estos “infames” son Luciano Lamberti, Federico Falco, Francisco Bitar, Carlos Godoy y Samanta Schweblin (de quien se ocupa de enumerar los premios que ha recibido). De esta manera, Crespi propone otra forma de entender la infamia: como el resabio etimológico del verbo “decir”, por lo que “el realismo infame es en efecto el que se da como alteración o como desplazamiento de lo dicho (y de lo decible) bajo la horma y el régimen romo de las identificaciones”. Para ponerlo de otro modo, no se trata de la experimentación de la lengua (a la que Tres realismos le dedica apenas un par de menciones), sino del corrimiento extrañado de las tramas, por lo que se pierde el efecto de la infamia realista en una serie de tramas que, construidas desde el extrañamiento, configuran este realismo “nuevo” que viene a patear el tablero de un juego que ya han armado en Argentina Roberto Arlt, Daniel Moyano, Jorge Di Paola, por citar algunos que me parecen obvios.

La caja

Casi al pasar, Crespi menciona la “táctica sintáctica” de los autores del realismo infame. La frase es, desde ya, de Héctor Libertella, aunque creo que la escribe “táctica sin-táctica”, con ese guión que la vuelve no conclusiva. Pero lo que me importa es lo que le señala Mariana Kozodij en la entrevista que, sin mayores conflictos, también junto a la de Paula Puebla, forma parte del volumen de los ensayos del propio Crespi. Ahí, Kozodij la llama “táctica sin-táctica de la experimentación”. Ese agregado que me concedo subrayar permitiría una entrega hacia lo lúdico en la construcción de una narrativa. ¿A qué me refiero con esto, exactamente? A que, en un punto, es posible pensar al realismo sin simplificarlo a la trama, a la forma de algo ya existente, algo verídico, que se espeja como una verdad negada, como lo propone Crespi. Acá cabe, tal vez, otra aclaración. Crespi lee al realismo ya no como género sino como algo instituido, algo de lo que no se puede salir o que, como el océano de Lem, está siempre en acechanza, en amenaza, que no nos deja movernos. Es decir, al realismo no se lo produce: o se lo recrea con el aplomo de quien ignora la duda (como Almada, Incardona, Ronsino) o se le opone el descrédito de la infamia: los renegados que hacen pequeñas zancadillas a aquello ya concebido de antemano, que alteran las tramas con algún evento extrañado, cuyos personajes no encuadran del todo en el tipo social del retrato. Entonces, me queda, como quien quiere escribir narrativa, decir “realismo de producción”.

La categoría es de los poetas concretos brasileños. Una literatura de producción, una de consumo, una de síntesis: de produsumo. Sin innecesarios antagonismos, se puede pensar un realismo de producción, entonces, en tanto juego, en tanto experiencia, como un instrumento para representar sin la lógica de la copia, de lo especular, sin la ecuménica alusión de la trama o de los personajes y sin que esto constituya “un miedo atávico a narrar”, como dice Crespi. Un realismo de producción que se genere en el discurso, desde el discurso, desde el decir: esa táctica sin-táctica por fuera del modo indicativo, con el potencial (o el subjuntivo) como posibilidades.

Me toca pagarle a José lo comprado. Hacemos las cuentas, multiplicamos los gramos por el precio. Ahí siguen los yuyos peruanos. Imagino cómo Crespi llamaría al realismo que proponen. ¿Realismo naturista? ¿Realismo alópata? Los yuyos, pese a mi imaginación, siguen ahí, con su inflación de lo real, pagada siempre con creces, con una forma representativa que no se espeja en otra: con la várice exagerada en la imagen de la caja como una sintaxis que prolifera, con la mama cancerígena de la Graviola, con la promesa indeleble de tres al hilo.

 

Etiquetas: , , , , , , ,

Facebook Twitter

Comentarios

Comments are closed.