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07-06-2021 Notas

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Por Julian Ferreira | Portada: Thomas Couture

“Por esto hay motivos para creer que Sade,
después de haber inquietado a todo un siglo que no podía leerlo,
será leído cada vez más para consolar la inquietud del siguiente”.
Jaimes, 1930

Que las relaciones de pareja están en “crisis” es una afirmación que nadie puede negar, y por eso el territorio amoroso parece estar bajo demanda permanente de nuevos conceptos. En esta línea, el poliamor, es decir, la idea de que los vínculos amorosos pueden asumir tantas formas y cantidades simultáneas como uno quiera, es uno de ellos. Sin embargo, lo que este tipo de ideas parecen tener de novedosas (o trasgresoras) tiene más años que el viejo amor romántico. De hecho, un siglo antes de que Víctor Hugo inundara los ambientes literarios de Francia con sus historias de amor idealizado, nacía en el mismo país el Marqués de Sade. Y con él, una tradición que todavía ilumina la forma en que nos vinculamos con los demás.

De hecho, Sade fue el primero en entender que lo sexual era, también, político, y que la moral que regía la vida erótica era, como ahora, la misma que establecía un orden social y económico. Con esta convicción, puso en marcha desde la Bastilla su propia revolución. Preso de la monarquía por sus jornadas libertinas, el Marqués escribía contra todo el sentido común, el statu quo y los poderes fácticos de su época, y para finales del siglo XVIII había matado a Dios proclamando su completa inutilidad, falsedad y despotismo, había decapitado a la realeza como instauradora de esos valores e, incluso, había denunciado al patriarcado al igualar el goce de las mujeres con el de los hombres (y colocando a ambos por encima de las normas imperantes).

Donatien Alphonse François de Sade, nacido en 1740, escribe en uno de sus cuentos: “¿Cuál es esa bárbara ley que encadena a ese sexo de forma tan inhumana dándonos a nosotros toda la libertad?” Mostrando que no todo es orgías y crimen. O, mejor dicho, que detrás de las páginas “pornográficas” y las escenas libertinas, persiste una crítica feroz a la sociedad de su tiempo y una filosofía que demanda libertad, a la vez que justifica su perversión. Atrapado en una lucha constante contra su propia moral, el Marqués nadó así en las corrientes lindantes de la creación y la locura para salvarse no de las barreras de su época (que derribaba sin mayor dificultad), sino para experimentar a través de la ficción el goce que la realidad todavía le negaba. Es a partir de su escritura, entre otras cosas, que el psicoanálisis entiende la perversión como desviación con respecto al acto sexual “normal”, es decir, fuera del coito, y el “sadismo” (en particular) como perversión sexual en la cual la satisfacción va ligada al sufrimiento o a la humillación infligida a otro. 

Retrato del Marqués de Sade, por Charles-Amédée-Philippe van Loo en 1760, cuando Sade tenía veinte años

Enseñanzas y perversiones

En el prefacio de Filosofía en el tocador, una de sus obras más famosas, Sade escribe: “Mujeres lúbricas, que la voluptuosa Saint-Ange sea vuestro modelo; a ejemplo suyo despreciad cuanto contraría las leyes divinas del placer, que las encadenaron toda su vida. Muchachas demasiado tiempo contenidas en las ataduras absurdas y peligrosas de una vida fantástica y de una religión repugnante, imitad a la ardiente Eugenia; destruid, pisotead, con tanta rapidez como ella, todos los preceptos ridículos inculcados por imbéciles padres”. De esta forma, el Marqués va a dar comienzo a un alegato sobre la importancia de la búsqueda del placer como acceso a la felicidad, fin último de hombres y mujeres. La señora de Saint-Ange será la instructora de la joven Eugenia, a quien va a iniciar en las “prácticas libertinas”. Para ello, hará un recorrido por la anatomía, los nombres, los placeres y las posiciones del coito de una manera que podría anticiparse al tipo de educación sexual que aún hoy molesta a ciertos sectores castos de nuestra sociedad. 

A partir de estas premisas, Filosofía en el tocador está dividido en siete partes, formadas por diálogos y escenas eróticas que van aumentando en perversión y obscenidad a medida que la joven Eugenia aprende. La señora de Saint-Ange la instruye desde sus primeros diálogos: “Jode, Eugenia, jode ángel mío: tu cuerpo es tuyo, sólo tuyo, sólo tú en el mundo tienes derecho a gozar de él y hacer gozar con él a bien te parezca. Aprovecha el tiempo más feliz de tu vida…”. Imaginemos por un instante a una joven del siglo XVIII leyendo una literatura que le pone nombre a los órganos sexuales y que explica de forma clara y directa qué es el semen, cómo se estimula un pene, dónde está el clítoris y cómo masturbarse. O, puesto en términos más simples, pensemos esa literatura dispuesta a hablar del placer sexual en un tiempo donde todo era deber y castidad, y donde el sexo debía ligarse sólo a la procreación con un único y gran amor. Un pensamiento que instruye, pero que al mismo tiempo rompe con los mandatos sociales.

Ahora pensemos otra vez en el poliamor. Pero no solo en lo que dice que es (una relación entre tres o más personas de forma simultánea y consentida), sino en lo que no asume que es. Al entrar al universo “poliamoroso”, lo primero que vemos es que, al igual que Sade, el poliamor discute contra el amor romántico (ese sentimiento de entrega total a una persona que salva nuestra vida). Pero mientras que en el siglo XVIII este era el pensamiento hegemónico, en realidad hoy la discusión contra este tipo de ideales resulta victoriosa antes de empezar. Alrededor de esto, lo segundo que el poliamor esconde es el elemento clave que lo desborda: el sexo. El poliamor se define bajo vínculos no necesariamente sexuales y por eso se distingue de los llamados “swingers” o “intercambios de parejas”. De esta manera, proclama un amor en abstracto, sin definir qué tipo de relación conlleva. Y en este punto, mientras que el discurso amoroso de Sade pone en primer plano la sexualidad, el poliamor, por su lado, parece esconderlo.

Antiguas ilustraciones de «Justine»

Sin embargo, basta ver al ideal de las prácticas poliamorosas (disponibles a la curiosidad gracias a youtubers, sitios web y grupos de Facebook) para encontrar que lo primero que “se vende” es, justamente, sexo. Estos espacios casi siempre funcionan como páginas de citas, al mismo tiempo que toman el discurso poliamoroso para publicitar sus aplicaciones. Es decir que mientras vemos gente exitosa, joven y despreocupada contándonos lo maravilloso de sus relaciones abiertas, por debajo ese ideal sólo funciona para que todos sigamos consumiendo sexo, belleza y juventud. Es de esta manera que lo que no es más que una práctica determinada se instaura en el sentido común como un ideal. Desde ya, se objetará que hay relaciones abiertas que funcionan bien, pero ese argumento es tan arbitrario como decir que hay parejas que viven enamoradas para toda la vida. En tal caso, ¿por qué la idea del poliamor se presenta como transgresora cuando no solo no molesta sino que, además, circula con la ayuda de los principales focos de poder del mercado? ¿Qué hay en el fondo de esta práctica aparentemente “revolucionaria”? 

Filosofía en el tocador incluye también un ensayo, “Franceses, un esfuerzo más si queréis ser republicanos”, sobre la actualidad política de su tiempo, indispensable para entender las famosas orgías auspiciadas por Sade. Escribe el Marqués: “El hombre libre jamás se inclinará ante los dioses del cristianismo, jamás sus dogmas, jamás sus ritos, sus misterios o su moral convendrán a un republicano. Un esfuerzo más, puesto que trabajáis para destruir todos los prejuicios, no dejéis subsistir ninguno, porque basta uno sólo para volver a traerlos todos”. Es esto lo que Sade hace en su libro. Destruye desde el primero al último todos los preceptos morales como metáfora de los preceptos políticos y sociales. Pero lo que Sade no va a ver, es que, al mismo tiempo que destruye los viejos preceptos, crea nuevas máximas morales (al modo de los imperativos kantianos). En su obra dirá en repetidas ocasiones “gozad de todo cuanto la naturaleza les ofrezca”, máxima libertina que se irá transformando lentamente en un deber. Y lejos de proporcionar placer, se convertirá más tarde en un precepto moral que oprime y angustie. Es decir que por debajo del deseo encontramos una compulsión a satisfacer dicho mandato fuera del control del propio sujeto. El deber acaba con el deseo y deja paso a la destrucción y a un goce superyoico. O dicho en otras palabras, cogerse a todo cuanto deseo se vuelve un imperativo compulsivo, más ligado al narcisismo que al placer sexual, y que no hace más que destruirnos.

El poliamor dentro del discurso neoliberal

Si aceptamos que las prácticas sexuales de hoy están tan ligadas a las formas políticas y económicas de nuestra era como lo estaban las de la época de Sade, entonces una idea neoliberal como el poliamor muestra la imposibilidad propia del libertino, ya que, al no poder renunciar a nuestro propio deseo narcisista, el otro pierde su condición de sujeto y se transforma en un objeto, una mercancía. En otras palabras, al igual que el libertino, se “objetiviza la otredad” para satisfacernos a nosotros mismos. Queremos gozar de todos y de todo irrestrictamente, por lo que un aparente principio del placer domina la escena. ¿Pero de qué clase de “placer” estamos hablando exactamente?  

Antiguas ilustraciones de «Aline y Valcour»

En La agonía del Eros, el filósofo Byung-Chul Han escribe: “El capitalismo intensifica el progreso de lo pornográfico en la sociedad, en cuanto lo expone como mercancía y lo exhibe. No conoce ningún otro uso de la sexualidad. Profaniza el Eros para convertirlo en porno”. Por lo tanto, nos dice Han, hoy todo es exhibición, e incluso nuestra propia imagen es consumible y vendible. Mostramos nuestras vidas, nuestra intimidad y nuestros sentimientos de una forma pornográfica, y es por eso por lo que cualquiera puede ver mujeres y hombres exhibiendo su cuerpo en las redes con la excusa de una consigna política, artística o, a veces, sin excusa alguna. Lo que sí se cubre, lo que nos resulta repugnante, antes que la sexualidad, es la angustia. En palabras de Jaques Lacan: “El objeto del deseo allí donde se propone desnudo, no es sino la escoria de un fantasma donde el sujeto no se repone de su síncope”.

Retomando los lineamientos sadianos, la otredad hoy es un instrumento, un medio para llegar al placer. A la manera de Eugenia, lo que hoy se busca es una “víctima” de nuestro propio narcisismo. La imposibilidad de aceptar la renuncia (“la negatividad”, en términos de Han o la “imposibilidad de la satisfacción del deseo”, en términos freudianos) nos hunde en una profunda soledad, ya que “el otro” se convierte en un objeto. En acto o potencia, el consumo de la otredad, su imagen y su aprobación, completa una instancia que se cierra sobre nuestro propio ego. Al igual que los personajes sadianos, somos esclavos de las imágenes que creamos. Pero la diferencia entre estas dos épocas es esta: la satisfacción irrestricta, el placer como fin último, máxima moral en Sade, funciona como una trasgresión de su época y al mismo tiempo como un velo a la angustia en la nuestra.

¿Cuál es la contracara de ese libertinaje que todo lo quiere para sí y no está dispuesto a ningún tipo de renuncia narcisista? En contraste a las orgias del Marqués de Sade y al ideal poliamoroso, probablemente lo que tendríamos es una imagen masturbadora triste y solitaria de nuestro presente sexual. Desde ya, todos deseamos una sexualidad sin prejuicios. Pero el mandato que se ha desplazado de “debes amar a una sola persona para toda la vida” a “amá todo cuanto puedas” es igual de peligroso que los mandatos de antaño, y responden de igual forma al sentido común hegemónico. Eliminado el velo, el mandato resulta no mucho más que un “consume tanto como puedas”. Con la salvedad de que sabemos que detrás del consumo no hay felicidad, sino vacío y angustia. 

* Pintura de portada: «Romanos de la decadencia» (1847) de Thomas Couture

 

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