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Por Guillermo Fernández
Desde los momentos en que la televisión en blanco y negro, mirada en la casa del vecino que prestaba su comedor para ver los unitarios, hasta hoy en que seguimos “viendo” en enormes plasmas, no hubo grandes cambios. El hecho de mirar siempre tuvo el mismo objetivo: “ser captado”. Muchos especialistas ya hablaron bastante del hecho de “fisgonear” la vida de los otros con la debida autorización que otorga encender el aparato. De esa manera, aparecían en pantallas las grandes familias, como Los Campanelli (Carlos Escalada, 1969-1974), que representaban un orden y una cautela al comportamiento social. Los conflictos se parecían al “pathos” de cualquier miembro familiar que miraba, por las dudas de que lo que sucedía “extra-muros” se acercara a su living o dormitorio.
Quizás la idea de atracción a lo similar fuese sugerente: lo común tranquilizaba. También calmaba que la acción nunca se desarrollara en el exterior. La escena de las discusiones transcurría en el patio, como mucho, o en el comedor. Los vecinos entraban con permiso y pidiendo autorización al jefe de la casa. Nada de calle o violencia en el puesto de mercado.
¿Qué atraía, entonces? ¿Qué había en la trama de esa familia que llamaba la atención? ¿No había tíos solteros que se parecían a todos y novias que recibían visitas con vestidos nuevos?
Las conductas sociales repetían de buena manera los gestos de los seres televisivos. Una especie de “homologación” llamaría Emile Benveniste, a esa matriz de reproducción semiótica en la que dos modelos se ajustan para buscar ejemplos.
La antítesis de la transmisión de caja televisiva familiar la llevó a cabo el cine.
Películas como La casa del ángel (Leopoldo Torre Nilson, 1957), para dar un ejemplo, conmovió la institución familiar al poner en evidencia roles paternos contrapuestos a la novelística televisiva. Apareció la madre sin delantal de cocina autoritaria y para nada comprensiva. Las hijas tampoco lloraban demasiado en sus dormitorios frente a las prohibiciones paternas.
Prácticamente en la misma época apareció, siempre en el cine, El jefe (Fernando Ayala, 1958). La transgresión a la moral atrajo a muchos espectadores que seguían con atención la ruta de desacatar el orden. Hasta hubo un especial interés en la construcción del malo: un actor bien proporcionado en el que la rudeza se solapaba en la musculatura.
Es posible pensar que el personaje que Jorge Luis Borges delinea en Historia de Rosendo Juárez en el Informe de Brodie (1970) guarda una cierta similitud con el actor Alberto de Mendoza en la película de Ayala. Que existan rasgos comunes no hace más que crear estereotipos, sin ningún menoscabo estético entre los creadores.
El “contacto” entre el cine y la literatura originó modelos y las actuaciones compartieron esas vicisitudes, se asemejaron sin perder sus límites. Tardó mucho tiempo para que la “novela” familiar se corrompiera y captara el “vicio” que provenía de puertas afuera.
Hace tiempo que el mundo mutilado y con autopsia pasó a formar parte del dormitorio de grandes y de adolescentes y es materia de conversación en la oficina y en las cenas entre padres e hijos. Las escenas de cárcel de Tumberos (Adrián Gaetano, 2002) son muestras evidentes del hecho de la invasión del “exterior marginal”.
¿Hay necesidad de que se vea el plus de violencia? ¿Cuál es el límite de la tolerancia? ¿Dar vuelta la cara?
No hay nada nuevo en las series nórdicas, por ejemplo, que llenan las pantallas con cadáveres congelados. Si lleváramos a la pantalla El matadero (Esteban Echeverría, 1871) seguiríamos abriendo los ojos ante el destripamiento del joven unitario sobre una mesa para descuartizar animales.
Los ojos de los espectadores dejaron de parpadear después de la Familia Falcón (Hugo Moser, 1960-1963) y ya nunca los cerraron ante la sangre.
Las buenas familias dejaron de ser normales. Incomodó que vivieran tan lejos de la vereda.
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