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Por Luciano Lutereau | Portada: George Bellows
1.
Podríamos pensar una clínica del “principio del placer”. Por ejemplo, un paciente cuenta algo y llora. Durante un tiempo el analista le extiende un pañuelo, quizá lo consuele o le diga algunas palabras de aliento. Sin embargo, ¿es esta la clínica del psicoanálisis? ¿No es esta última, mejor, la del “más allá” del principio del placer?
Dicho de otro modo, ¿no empieza el psicoanálisis cuando el analista advierte que llorar puede ser la condición por la que alguien cuenta algo, que encuentra en esas lágrimas, si no una autocomplacencia narcisista, al menos una mínima justificación de la palabra? Hay personas que pueden llorar durante años, hasta que descubren (o alguien les hace notar) que no pueden decir sin llorar. Esto es solo un comienzo, todavía no implica haber dado ni un solo paso en el análisis.
Sí quizás evita ese extravío actual que huye de la falta de formación refugiándose en la imagen de un analista bondadoso y tierno, humano. Lo “humano” del analista, si no pasa por la castración, es una parodia de emociones ciertas; es el deseo del analista reducido a actuar de analista bueno. No es necesario aclarar este punto, porque casi toda la enseñanza de Lacan estuvo dedicada a ilustrar sobre este peligro.
¿Significa esto despreciar el llanto de un paciente? En absoluto, solo que no es lo mismo verlo desde el punto de vista del principio del placer o desde su “más allá”. Muchas veces se habla de “alojar al paciente”, atender a lo singular, etc. ¿Cómo entender esta idea sin hacer del análisis un almohadón mullido y confortable, en el que decir, de acuerdo con el principio del placer: “Tranquilo, todo pasará”?
Claro que “Todo pasa”, no hace falta el psicoanálisis para que el psiquismo se oriente hacia la calma. Con tiempo, el dolor pasa. Salvo el del síntoma, que resiste, índice de lo que no se deja domar con descargas. Y, sin embargo, a veces es necesario decir que todo va a pasar, apuntar a la calma, pero siempre que no se olvide que existe eso que Freud llamó fuente independiente de displacer, ese más allá del principio del placer, que es el nombre real del sujeto.
Aquí podemos hablar de trauma, goce, repetición, masoquismo, cada quien lo llama como le queda mejor, pero olvidar esta orientación, creo, es lo que convierte al psicoanálisis en una psicoterapia sin consecuencias. Este es el principal riesgo el psicoanálisis “correcto” de hoy, su sumisión al principio del placer. El debate no es ideológico ni conceptual, sino por el modo de clínica en juego.
2.
La semana pasada, en una clase de posgrado, comenté un texto de un analista posfreudiano que contaba cómo su posición respecto de la transferencia cambió a partir de corroborar sistemáticamente un error. Nos quedamos pensando qué poco se escribe hoy para narrar un tropiezo. Como si hubiera un imperativo crítico que afirma que el analista siempre tiene que saber, a pesar de que digamos lo contrario.
Esto se comprueba en lo que ocurre cuando alguien presenta un caso y empiezan a aparecer las observaciones para pensar de otro modo y mejor lo que le pasa al paciente, con el supuesto implícito de que ante alguna respuesta forzada, podría escucharse algo más, etc. En fin, parece que todos son grandes analistas… con los pacientes de los demás; saben perfectamente qué habría que hacer y qué habría que haber hecho. Este tipo de manejos están a años luz de una discusión clínica y, además, inhiben no solo la práctica sino la comunicación del trabajo realizado. En última instancia, se basan en una rivalidad narcisista que es todo lo contrario de la autorización. Confunden esta última con un imaginario “me creo analista porque critico a otro analista”. Es un tipo de locura, si tomemos esta noción en el sentido que le dio Lacan.
3.
El otro día, en un grupo de trabajo clínico, una colega contaba un caso, en el que a un paciente que le hablaba agresivamente, le dijo: “No me faltes el respeto, porque si no el análisis no puede seguir”. Nos quedamos pensando en esa formulación, el respeto como condición del análisis. Muchas veces se piensa que es el analista quien tiene que respetar al paciente, esto es claro; pero ¿la inversa?
Hay analistas que soportan ciertos desbordes, quizá sea necesario por un tiempo, pero cuánto tiempo es un cálculo no evidente. En el caso en cuestión, lo interesante es que la respuesta del paciente fue: “La analista sos vos, bancátela”. La colega decidió concluir la sesión. No se trata de un paciente perverso, sino de alguien que cree que su condición de paciente le habilita cualquier cosa. Eso nos quedamos pensando.
Podemos atender a una persona loca, podemos escucharla hablar de su locura, pero tolerar que se haga el loco con nosotros es otra cosa. ¿Cuál es el límite del lazo? La colega le dijo a este paciente: “Entiendo que tengas motivos para desplegar acá tus aspectos más impulsivos, pero yo no me olvido de que sos una persona adulta que, como tal, tiene que tener ciertos modos básicos de trato”. Me pareció muy sutil su estilo, esa manera de decir que su condición de paciente no lo habilitaba a excusarse; si se va de una sesión y regresa a la siguiente, es porque es una persona adulta lo suficientemente consciente como para decidir sobre su comportamiento vincular.
En el grupo nos quedamos pensando si cierto modo de usar la pérdida de vergüenza y pudor, con la pretensión suplementaria de que el analista lo aguante y, además, sea responsable del modo en que lo banca, es una de las formas actuales de psicopatía. Hoy me quedo pensando en la cuestión del respeto como categoría clínica (no solo en un análisis, sino entre colegas, entre agrupaciones, pertenencias institucionales, etc.). El respeto, no desde una perspectiva moral, sino como respuesta subjetiva al lazo.
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