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Por Luciano Lutereau | Portada: George Bellows
1.
Lacan decía que el síntoma es “lo imposible de soportar”, pero esto no es lo mismo que lo insoportable.
La de insoportable es una posición asintomática, se puede devenir insoportable para una pareja, se puede acusar al otro de serlo, como volverse uno insoportable para uno mismo. ¡No me banco más! Es una posición refractaria al análisis, esconde el síntoma, lo recubre imaginariamente bajo el manto de la tolerancia.
Lo imposible de soportar del síntoma, en cambio, es un desvío respecto de la tensión imaginaria. El síntoma es una rectificación para quien lo padece, es decir, para quien se reconoce sujeto de un conflicto (que es todo lo contrario que aguantarlo). Esta rectificación instituye la dimensión simbólica, que es mediación. Lo simbólico es un corte respecto del lazo imaginario, insufrible, inaguantable, insoportable. Y continuo, cuando al hablar digo lo que se me ocurre a quien sea.
Por ejemplo, entro a un negocio y pido algo con apuro. El vendedor me responde “Buen día”. Ahí aparece la dimensión simbólica, como interrupción. Entonces advengo como sujeto (me avergüenzo de mi prisa) y me sintomatizo (me autorreprocho ser un maleducado). No se le habla al Otro, sino que el Otro es un intervalo en la relación con el otro, cuando muestra que ese lazo no está asegurado, no va de suyo.
Está la maniobra básica de la transferencia en análisis, el gesto mínimo de la interpretación cuando produce extrañeza. Las redes sociales, en cambio, son puro blabla, invitación a hablar sin consecuencias, a decir lo que se quiere cuando se quiere a quien se quiere. No por nada su declinación inmediata es la agresividad. Hasta lo insoportable. Cada tanto, igual, hay alguien que recupera la dimensión de lo imposible de soportar y hace un uso simbólico de la palabra. Y es un gusto leer.
2.
Lo que insiste, lleva la huella del inconsciente. Y una pregunta insistente en la previa de una consulta es acerca de un detalle sobre el analista: varón o mujer. Un detalle nada menor. A veces el relevo de esta diferencia la toma la edad, pero ese binarismo parece irreductible. Incluso cuando alguien dice “Me da lo mismo”, la indiferencia ya es un indicador. Lo interesante son los motivos que alguien puede dar para hacer valer esta elección: comprensión, complicidad, pero también desafío, curiosidad, etc.
Otras distinciones parecen subsumidas en esta, como cuando en una reunión alguien dijo que buscaba un analista gay, como señal de una garantía del tipo de varón que era (¿quién?). Lo mismo cuando se apela a las condiciones parentales (un analista maternal o paternal). En cierta medida, siempre hay una atribución de sexo al analista, que va a contrapelo de la idea de un analista “función” abstracta.
El deseo del analista no es un deseo puro, decía Lacan. Pero no me refiero aquí a las huellas que ese deseo porta, el saldo que el análisis del analista dejó respecto de la relación con la roca sexual; hablo más bien de cómo del lado del paciente hay una suposición inevitable, que parte de ese binario que desde el punto de vista de la conciencia es tan cuestionable: varón o mujer. Por supuesto que la expectativa de un analista varón o mujer, tal vez ninguna de las dos cosas o, de ser posible (¡por favor!) asexuado, no necesariamente se confirma en el encuentro con ese analista puntual. O sí, pero no es lo mismo que se confirme desde el género o la posición, aunque también podría confirmarse desde el síntoma del analista si no está de algún modo advertido de su eficacia.
La pregunta insiste y no por hábito o costumbre, quizá porque el inconsciente trabaja a partir de algo que resiste, lo real de esa diferencia que, cuanto más se quiere reducir, más prolífica se vuelve. Pensar la diferencia sexuada por fuera de su modo de presentación en el dispositivo, corre el riesgo de volverse especulativo. Mejor volver a las cosas mismas, a esos pequeños detalles reveladores, destellos de lo real de una práctica.
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