Blog
Por Manuel Quaranta | Portada: Bernabé Arévalo
Pascal Quignard pertenece a la raza de los nerviosos, una raza que, según Marcel Proust, da criminales o artistas. Afortunadamente para nosotros, y especialmente para los habitantes del pueblo donde vive retirado hace tiempo, Quignard tomó el camino del arte, de lo contrario habría sido un asesino letal, mortífero, uno de esos asesinos capaces de cometer el crimen perfecto. Perfecto porque no deja huellas o porque si las deja remiten a personas inocentes, o simplemente porque lo comete de tal forma que el crimen termina pareciendo un accidente.
A Quignard lo conocía de nombre, veía sus libros dispersos en los anaqueles de las librerías, los hojeaba, leía los índices, las contratapas, preguntaba el precio de alguno, amagaba a comprarlo; sin embargo, no fue hasta el impulso decisivo de Caminantes, de Edgardo Scott, que pasé al acto: “En Morir por pensar, Quignard cuenta magistralmente la no conversión de Rachord, el rey de los frisios. Es la fábula que opone pensar solo, pensar por sí mismo a seguir al rebaño. La audacia del hallazgo –y la posibilidad del ridículo y el fracaso– o señalar lo señalado. ‘Leer es vagar, hay en la lectura una espera que no busca un resultado; aquellos que son frágiles o que quieren saber a cualquier precio adónde van, no deben leer’”.
El fragmento citado por Scott, sumado al fragmento de Scott, lo tenía todo: pensamiento, fracaso, ridículo, audacia. ¿Qué más necesitaba?
Un libro puede valer por su propio tejido, por su propia impronta –se me escapa el significado de esta expresión, pero supongamos que significa algo–, aunque también puede valer por las puertas que abre, por las lecturas que motiva, por las pasiones que mueve. Este es el caso de Caminantes de Scott, que vale por ambas cosas. En un mes había leído no sólo Morir por pensar sino Albucius, El odio a la música, Las sombras errantes, Butes, La barca silenciosa, Retórica especulativa y Los paracaidistas. Quignard, de la noche a la mañana, se volvía una experiencia extática imprescindible, una experiencia mística que anhelaba repetir –en su radical imposibilidad– una y otra vez. Quizás éste cúmulo de sensaciones extrañas me sucedía porque entre sus páginas resonaba un murmullo que parecía dirigirse únicamente a mí: “El cumplimiento del destino humano es la libertad de sí mismo concebida como poder vivir solo”.
Los libros de Quignard son heterogéneos, misteriosos en sentido órfico, repletos de grietas, desvíos, digresiones, retrocesos, pliegues y repliegues. Uno lee a Quignard y queda felizmente desconcertado, no sabe ni le interesa saber si está leyendo un extenso poema, un volumen de historia, un ensayo filosófico, un tratado de lingüística o viajando a los orígenes de la cultura occidental para exhumar el cuerpo de un pariente lejano que guarda dentro de sí una promesa infinita.
En Youtube podemos oír su voz, observar su apariencia –calma, medida, la apariencia inconfundible de un asesino serial–. La entrevista en cuestión fue concedida al programa La belleza del pensar, de Cristián Warnken. Allí, el conductor (quien habla un francés impecable, típico de las clases dominantes chilenas) introduce en el diálogo una definición del escritor Blaise Cendrars: “Escribir es abdicar de la vida”. Como era presumible, Quignard rechaza la proposición, y lo hace en los siguientes términos: “Es un error creer que aquel que no parece muy vivo, por estar sentado en su rincón en su jardín, no lleva una vida ambiciosa, del mismo modo que creer que por ejemplo Bach, solo, siempre encerrado, al borde de una mesa tratando de componer, no vivía una experiencia intensa y encima extraordinariamente, eh, casi divina”.
La primera impresión es que su voz proviene de una tierra incógnita, de un tiempo sin tiempo, de los abismos insondables que alguna vez Quignard habitó. Hagan el ejercicio de instalarse dentro de sus ojos y van a comprobar lo que afirmo sobre su raza. Hay momentos que da miedo. Sobre todo cuando el entrevistador lo invita a escuchar la música de Todas las mañanas del mundo, película basada en la novela homónima escrita por Quignard. Contemplen su semblante, su postura, sus facciones, Quignard se transforma en otro hombre, la concentración en los acordes modifican su expresión, uno puede vislumbrar que algo del criminal pervive en él, aunque ahora sea poeta, artista, filósofo o chamán: un ser entregado a la existencia.
En el final del penúltimo capítulo de Morir por pensar, “La estufa”, título con evidentes reminiscencias cartesianas, Quignard dice: “La obra es la interlocución inhallable del pensamiento. Escribir piensa […] Pensar no escribe. Escribir piensa. Escribir encuentra lo que aquel que escribió no podía pensar sin la obra escrita”. El pasaje es memorable y nada más lejos de mí que pretender arruinarlo con una explicación. De todas maneras, quiero destacar el enunciado escribir piensa. Quignard no dice escribo para pensar sino que es el propio acto, o sea, la mera acción de escribir, la que acepta el verbo conjugado en primera persona, y ese desfasaje produce una torsión definitiva en el texto y en el pensamiento.
Tengo anotado en mi cuaderno un pasaje de Las sombras errantes: “Nunca conocemos lo que termina en el instante de su verdadero fin. Todo adiós es una palabra con la que pretendemos creer que se concluye. Pero nada empieza y nada termina”. A Quignard siempre le asiste la razón, incluso cuando haya razones que el corazón no entiende.
Etiquetas: Bernabé Arévalo, Edgardo Scott, Manuel Quaranta, Marcel Proust, Pascal Quignard