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Por Manuel Quaranta | Portada: Claudia del Río
I.
Los promotores del lenguaje inclusivo han detectado acertadamente relaciones de dominación en la lengua: binarismo, heteronormatividad, sexismo. Esto significa que la lengua aplasta o invisibiliza a una porción de sus hablantes de manera estructural. La idea ya la formuló Nietzsche, el lenguaje no es sólo una herramienta para describir el mundo sino que además, o sobre todo, le asigna un valor. Y los valores que perciben los usuarios del lenguaje inclusivo son los del patriarcado: la opresión de la mujer (y del hombre) por parte del hombre. Para cambiar de raíz esa situación ellos han decidido (en nombre de todos) una subversión gramatical del idioma castellano capaz de neutralizar la supremacía masculina en el marco de la lengua.
En lugar de nosotros, nosotres; en lugar de todos, todes; en lugar de los, les. Tomo estos casos porque son los que con mayor brutalidad demostrarían el borramiento de la mujer, en tanto el género masculino se presenta como universal, pese a que el conjunto aludido esté conformado también por mujeres. Es lo que la Real Academia Española denomina, sin ver en ello una actitud discriminatoria, masculino gramatical o inclusivo.
En principio, compartimos que en la lengua se inscriben relaciones de fuerza y de dominio, pero ¿quiénes decretaron que el problema se abordaba seriamente suplantando un fonema? Por otra parte, si en efecto nos interesa dar un debate, ¿por qué no convocar a un gran congreso (sugerencia de Alan Pauls) para discutir de verdad –pero de verdad– el tema, sin escrúpulos lingüísticos ni reservas ideológicas?
En ese improbable congreso habría que examinar varios interrogantes: ¿Forzar un cambio en la lengua asegura su incorporación en el habla? ¿Las mujeres serán menos invisibilizadas a partir de estas operaciones? ¿Y si las estructuras de desigualdad y abuso estuviesen en otro lado y no en la marca gramatical del masculino? ¿Qué esconde el diagnóstico erróneo de algunos sectores?, ¿es error o mera ingenuidad?
II.
Resulta conmovedor observar a muchos cultores del lenguaje inclusivo batallando contra la lengua para resolver la concordancia entre artículos, sustantivos y adjetivos sin ser presas de un trágico empaste fonológico, que en general se produce. Y es normal la derrota lingüística, porque más allá de nuestro empeño por moldear artificialmente la lengua, ella tiene vida propia y resiste y persiste y no se deja amedrentar por los antojos humanos.
Ahora bien, si abordamos el asunto en su dimensión ideológica, se da una circunstancia remarcable: las mismas personas a quienes desvela la cuestión del género en la gramática castellana, hacen caso omiso de la introducción de terminología empresarial y del marketing en espacios estatales o privados supuestamente críticos del estado de cosas imperante (capitalismo, calentamiento global, femicidios, etc.), en las ciencias sociales, o, lisa y llanamente, en la vida diaria: sustentabilidad, innovación, oferta, socio, gestión, prototipo, diseño, eficiencia, optimización, empoderamiento. Es llamativo, entonces, cómo aquellos que han descubierto en la expresión Hola a todos una afrenta insalvable incorporan naturalmente en sus prácticas el lenguaje de la empresa, como si semejante incorporación no tuviese consecuencias cognitivas.
Por eso tengo la sospecha de que la insistencia con el lenguaje inclusivo desvía el foco de atención, pone el foco donde no va (confunde el verdadero problema), frustrando así la posibilidad de entablar un auténtico debate (combate). Este es un punto clave: el lenguaje inclusivo funcionaría (a pesar de las apariencias) como desactivador de conflictos, función similar a la del eufemismo (quizás sea una de sus formas), hijo dilecto de la tristemente estéril corrección política.
III.
Me refiero a lo social y a lo cultural porque entiendo que en su enorme mayoría los hablantes del lenguaje inclusivo pertenecen a un grupo minoritario de gente de clase media-alta ilustrada. Aclaro que esta caracterización no afecta negativamente mi lectura, prefiero escaparle en este caso a una crítica de clase, y si algo me genera fuerte rechazo es el antiintelectualismo, tanto progresista como conservador. Tampoco se trata del lloriqueo reaccionario por no poder mantener virgen e inmaculada la lengua cervantina. Al contrario, comparto la desconfianza en el lenguaje, abogo por su metamorfosis, pero en simultáneo abro un signo de interrogación en cuanto al recorte demasiado arbitrario (demasiado seguro) ejecutado por la intelligentsia de la inclusión. Principalmente, porque del lenguaje inclusivo sólo conozco una garantía, convierte a quien lo emplea en un alma bella, pura e incorruptible. Y todo por el módico precio (olvidemos un segundo los estragos inherentes a su aplicación) de reemplazar la letra o por la letra e. Aunque también estoy casi seguro de que ese reemplazo no trastoca en absoluto las desigualdades del mundo. Del mismo modo que prohibir la palabra negro no erradica el racismo ni decirle compañero a un empleado o señora que me ayuda al personal de servicio reduce la precariedad laboral.
Son gestos, gestos progresistas de supuesta solidaridad con otros, otros que quizás no quieran recibir nuestra ayuda, sino que simplemente buscan pelear por lo que les corresponde, más allá de la palmadita redentora del amo bueno, un amo que, a pesar de la bondad de la que hace gala, no perderá jamás su condición (mi abuela decía: aunque la mona se vista de seda, mona queda). Se percibe en este mecanismo de defensa progresista una avidez por tramitar ciertas culpas que se purgan únicamente en el ámbito discursivo, y que en lo empírico pretende amortiguar (con la excusa del cuidado) relaciones humanas profundamente antagónicas.
Esto lo expresa con mayor sutileza, lucidez y precisión Silvia Schwarzböck, en su libro Los monstruos más fríos (2017):
Quien hace de la corrección política su segunda naturaleza siente que ha dado el primer paso para transformar las vidas reales de las personas discriminadas. Solo que quienes se sienten compelidos a la corrección política no son las personas discriminadas mismas, sino las que consideran que deben demostrar que no discriminan.
IV.
En la conferencia titulada Serenidad (Gelassenheit, 1955) Martin Heidegger advierte que el principal peligro que se cierne sobre la humanidad no es el de una tercera guerra mundial que aniquilaría definitivamente a nuestra especie, sino “que la revolución técnica que rueda ya por la era atómica pudiera atar, hechizar, deslumbrar y cegar al hombre (y a la mujer, claro; en la década del 50 ni se le cruzaba por la cabeza a Heidegger esta enmienda) de modo que el pensamiento calculador quedase un día como el único en vigencia y ejercicio”.
¿Qué es el pensamiento calculador? Es un tipo de pensamiento que nunca se detiene (no se detiene porque no está en su naturaleza detenerse) a meditar sobre el sentido de lo existente. Es el pensamiento técnico, un tipo de pensamiento cuyo objetivo radica en planificar, contar, calcular. Es el pensar que sirve; es un pensamiento de la intención, la utilidad, la ganancia.
“Tal pensamiento –aclara Heidegger– sigue siendo un cálculo aun cuando no opere con números ni ponga a funcionar una máquina contadora ni ningún dispositivo de cálculo automático”. La aclaración del filósofo se vuelve crucial porque nos habilita para añadir al pensamiento técnico un lenguaje que desborda al de la ciencia, pero que sigue siendo su fiel heredero: el lenguaje de la empresa y del marketing, el cual intenta presentarse como neutral, aséptico y sin origen; de allí el inmenso peligro anticipado por Heidegger: un horizonte normalizado en donde sólo se conciba una única forma (técnica) de habitar el mundo.
V.
Lo inclusivo del lenguaje refiere evidentemente a inclusión, a incluir, a contener la mayor cantidad de personas: que nadie se quede afuera (todos adentro). Pero casi como una jugarreta de la lengua, los verbos incluir y contener portan una carga de ambigüedad (carga que la corrección política se desboca por erradicar) que remite a mantener algo o alguien dentro de sus límites, a encerrarlo, y hasta reprimir el movimiento de su cuerpo. Paradójico. Contenemos o incluimos con una intención loable, pero mediante el mismo gesto le recortamos al otro su campo de acción, le generamos un molde, le marcamos la cancha. Este es un tipo de inclusión excluyente, que excluye por acumulación, una lógica acumulativa de la inclusión discursiva: incluido en el discurso, pero excluido del reparto material (más derechos, menos ingresos).
¿Quiénes saldrían beneficiados con esta maniobra? (pregunta nietzscheana elemental frente a cualquier fenómeno parecido).
VI.
Otra modalidad del lenguaje inclusivo reside en el desdoblamiento de términos (superfluo según la RAE). El ejemplo proviene de la Madre Patria. El 2 de febrero del 2019 la cuenta oficial de PODEMOS (España) tuiteó:
Enhorabuena a todos y a todas los premiados y premiadas en los #Goya2019.
Frente a los reaccionarios, siempre tendremos una cultura que impulse valores como el feminismo, la diversidad o la defensa de los derechos humanos.
Orgullosas de ver un cine español tan comprometido.
Parafraseando al maestro Lacan cruzado con el tuit de PODEMOS: La mujer reaccionaria no existe. ¿No constituye eso también una vulgar invisibilización? ¿Si una mujer es mala –suponiendo que una persona reaccionaria merezca ese adjetivo– no merece el nombre mujer? ¿Si una mujer no comparte la visión de mundo progresista perdería su género? Llegamos a una deducción incoherente (consecuencia necesaria de la corrección política): una mujer reaccionaria es un hombre.
VII.
Los defensores del lenguaje inclusivo podrán argumentar, y con razón, que por más que las injusticias no queden saldadas en la realidad, sus prácticas discursivas al menos introducen en la agenda pública un debate, ponen sobre la mesa una discusión política que de otra manera no se daría, abren un conflicto donde antes no lo había.
No por pereza, sino por una conciencia descarnada de mis limitaciones, voy a responder el argumento apelando nuevamente a Los monstruos más fríos (leer a Schwarzböck representa una experiencia fundamental para alguien que considere urgente romper los consensos biempensantes y correrse aunque sea un milímetro de los lugares comunes de la cultura política de la corrección. Los espantos, su libro anterior, tal vez sea uno de los grandes ensayos argentinos del siglo XXI):
El lenguaje políticamente neutralizado, se moraliza o el acto de nombrar se santifica. Lo correcto nunca puede ser polémico, pero por eso mismo nunca puede aspirar a ser políticamente significativo. Sólo puede merecer una discusión política lo que expresa un significado discutible, no lo que pretende ser verdadero. De ahí que la corrección política no sea más que una apología del relativismo, entendido a la manera del liberalismo político contemporáneo.
(Agrego entre paréntesis unas líneas de Schwarzböck que son reveladoras: “Al que expresa un pensamiento de derecha, la corrección política lo ayuda a no ofender a las minorías, a pesar de que todos sus actos, incluso votar, contribuyan a no mejorar la situación real en que esas minorías se encuentran. Al que tiene un pensamiento de izquierda, lo obliga a ajustarse a un lenguaje de estereotipos positivos que, por lo mismo que no puede hacer sufrir, tampoco puede curar”).
VIII.
Se filtra en la arenga favorable al lenguaje inclusivo la ilusión de gobernar lo ingobernable. Dice Beatriz Sarlo en La lengua en disputa:
No me molesta el riesgo, sino la imposición. No sé si hay riesgo, no soy filóloga para decir si puede haber riesgo o no, lo que a mí como hablante y escribiente del español rioplatense o del castellano rioplatense me afecta del inclusivo es la imposición.
Este análisis de Sarlo confirma una intuición: el lenguaje inclusivo tiende al fascismo, no porque impida decir (aunque la corrección política lo haga y el eufemismo diga una cosa por otra) sino porque obliga, impele, conmina al hablante (bajo amenaza de correctivos morales) a adoptar el nuevo artificio.
Pero ¿y si el lenguaje inclusivo fuera el reverso de lo que pretende ser? ¿Y si en lugar de emancipar produjera efectos coercitivos? Y no porque sea un efecto colateral o indeseado, sino por su propia lógica. ¿El lenguaje inclusivo socava la sintaxis dominante o es él mismo su condición de posibilidad?
IX.
Que cualquier orden se revuelva con este pasaje de El amo bueno (2016), de Damián Tabarovsky: “La línea que separa la emancipación de la opresión es tan delgada como la que separa el poema del slogan publicitario”.
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