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Por Manuel Quaranta | Portada: Mauro Guzmán
I.
Acabo de encontrar la excusa ideal para ponerme a escribir sobre Y sin embargo, el amor, de Alexandra Kohan, un objetivo que venía postergando desde la primera lectura, por distintos motivos, entre ellos, mi rigurosa neurosis. De todas formas, pensándolo bien, excusa quizás no sea la palabra justa. Quizás la palabra justa sea otra y ahora mismo se me escapa, como suele sucederme. Y como suele suceder, me dispongo a escribir, a pesar de la promesa de una derrota segura, de lo contrario, nunca empezaría nada.
Y sin embargo, el amor genera en el lector (en el lector que soy mientras escribo) la inquietante euforia de estar frente a un objeto múltiple, heterogéneo. Creo sinceramente que los únicos objetos (y sujetos) que valen la pena en esta vida son esos. Objetos con una cara doble, igual que Jano, el dios bifronte. Digo doble (podría decir triple o cuádruple) porque podemos leer el libro de Kohan como una aguda crítica a la doxa contemporánea del amor, aciaga doxa que en nombre del bien carga a los individuos con angustias innecesarias, especialmente cuando pretende anularlas (estoy angustiado porque estoy angustiado y no debería estarlo). Una crítica la de Kohan que traspasa los límites del amor para adentrarse en temas bastante incómodos: la voluptuosa propensión a la ofensa y la infantilización (yo no soy responsable), la ansiedad por buscar culpables (yo soy una víctima) y las dificultades para aceptar la irrupción del otro, de lo otro, de lo inédito, de lo desconocido, que por definición causa un vital desasosiego. Pero el libro también puede leerse a modo de elogio, un elogio de lo incierto, un elogio del amor (de lo incierto del amor): un acto de amor el libro mismo con el que Kohan comparte (y reparte) sus lecturas, es decir, su historia (la historia de la niña de once años que le pedía a su padre, insaciable, que le sirviera agua, a pesar de tener la jarra al alcance de la mano. Si yo me viera en la obligación de decidir dónde se juega el sentido de Y sin embargo, el amor diría que es en este episodio infantil –no por mera casualidad el episodio sucede alrededor de una mesa, distribución similar a la del Banquete, diálogo platónico sobre el cual siempre estaremos girando [en falso]). La historia lectora de Kohan. De allí brota el precioso nombre Anne Dufourmantelle, la filósofa francesa, de quien me he vuelto un ferviente devoto. Hay otros. Muchos nombres que atraviesan el libro y atraviesan a Kohan y luego terminan atravesándonos a nosotros; de la misma manera que las abundantes citas, marcas indelebles de una lectura por venir. Una nueva ofrenda al lector, más directa, y entre esas ofrendas despunta el poema titulado Amor 1. Amor 2., compuesto por Raúl Brasca, de quien ignoro absolutamente todo, salvo la siguiente maravilla:
I
A ella le gusta el amor. A mí no. A mí me gusta ella, incluido, claro está, su
gusto por el amor. Yo no le doy amor. Le doy pasión envuelta en palabras,
muchas palabras. Ella se engaña, cree que es amor y le gusta; ama al
impostor que hay en mí. Yo no la amo y no me engaño con apariencias, no
la amo a ella. Lo nuestro es algo muy corriente: dos que perseveran juntos
por obra de un sentimiento equívoco y otro equivocado. Somos felices.II
Pretende que yo estoy enamorada del amor y que a él sólo le interesa el
sexo. Dejo que lo crea. Cuando su cuerpo me estremece, lo atribuye a sus
muchas palabras. Cuando mi cuerpo lo estremece, lo atribuye a su propio
ardor. Pero me ama. Y no lo saco de su engaño porque lo amo. Sé muy
bien que seremos felices lo que dure su fe en que no nos amamos.
II.
De la voz inconfundible de Leila Guerriero emana un segundo poema (con el anterior compondrán una pieza única, aunque los poemas sean radicalmente distintos, aunque no combinen, aunque nada definan). El hecho sucedió en un taller virtual en el que Guerriero abría su biblioteca, clasificaba los libros según su relación (laboral, de formación, de choque) y emitía algún comentario certero para entusiasmar a sus oyentes. Es un gesto muy parecido al del libro de Kohan y también un gesto muy parecido al que la propia Guerriero consuma en Teoría de la gravedad. Citar a otros para sentirse acompañada. Citar a otros para decir lo que ella no puede decir, pero tampoco pueden decir los demás (me gusta pensar barthesianamente el texto –un conjunto de citas–, me gusta pensar que somos el punto de convergencia de una imposibilidad).
La cuestión es que promediando la segunda reunión (mi neurosis duda si fue en la primera o la segunda, estoy casi seguro de que fue en la segunda) Guerriero anuncia que va a leernos algo de un poeta chileno, joven, o relativamente joven, un buen amigo de ella, Matías Rivas.
Claro que fui incapaz de seguir el ritmo de la cronista, aunque sí alcancé a copiar palabras sueltas que después me permitieron, con la inestimable colaboración de Google, reconstruir el poema (en los dos sitios donde aparecía citado detecté errores tipográficos subsanados por mí con posterioridad). Debo confesar que me hubiese gustado guardar los versos para dedicárselos a alguien, pero hoy la prioridad la tiene el texto. El poema se llama Un amor contemporáneo:
Es hora de que reconozcamos que fuimos consumidos
por nuestros temores y tormentos y que lo único que nos queda
es abrazarnos como si estuviéramos solos en una pieza oscura.
Corrimos una carrera despiadada e inútil por deseo y celos infantiles,
y llegamos al remanso.
Esperaremos que la noche pase rauda como una gacela asustada.
El sol irradiará nuestra vergüenza con su calor compasivo.
Olvida los resquemores.
La ira envenena las gargantas.
Y tu cuello es de una elegancia irresistible.
No te defiendas.
Guarda la compostura.
Etiquetas: Alexandra Kohan, Amor, Leila Guerriero, Manuel Quaranta, Mauro Guzmán