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Por Julián Ferreyra
“Se dice que hay varias maneras de mentir;
pero la más repugnante de todas es decir la verdad,
toda la verdad, ocultando el alma de los hechos”
Juan Carlos Onetti, El pozo
“la actuación realista tiene un malentendido: pensar que el objetivo es la verdad,
que la verdad es lo que hay que conseguir. Por el contrario,
la verdad es solamente un medio para hacer creer la mentira:
cuanto más grande sea en relación a la capacidad del actor por ser verdadero,
más extraordinario será el producto”
Mauricio Kartun
Los simuladores fueron y siguen siendo tan exitosos y entrañables en la Argentina por la misma y misteriosa razón que le otorga al psicoanálisis un lugar central, aunque excéntrico, en nuestra cultura popular: la pasión por la simulación honesta, poética y real. Explicación sabida pero no por ello menos enigmática, propiedad de las ficciones con potencia de verdad. <Simulacrum> remite a imitación, falsificación, pero sobre todo a ficción. Un análisis es ficcioanálisis, mejor dicho, produce contraficciones.
El psicoanálisis emergió en la cultura como un accidente: fue dignificado por las histéricas allí donde éstas lograron imponer su decir y ser escuchadas como genuinas simuladoras: el síntoma analítico, simulacro freudiano, es todo menos impostura. Un/a psicoanalista soporta simulacros, es decir, no retrocede ni se indigna ante el engaño transferencial: “mis histéricas me mienten” son los xadres…
Los Simuladores engañan, pero a medias. Sus grandiosas prestidigitaciones carecen de trucos o fintas. La persona engañada es en verdad interpelada: es sujeto de una inversión dialéctica que hace advenir, no sin su decisión ni actuación ética, una versión menos inauténtica de sí.
Los simuladores operan sintomatizando eso del “enemigo” que estaba allí inhibido, y desde donde terminaban agenciando miserias. Los engañados, seres defendidos y frustrados que producían daños imaginariamente despiadados hacia sus víctimas ―muchas veces creyendo hacer el bien―, pasan a convertirse en mejores personas: mutan desde lo más propio y estallan cual tumor benigno. Comienzan a perder, se reinventan cambiando sutilmente el signo de sus afectos; como en el tai chi, se provoca eso que parece lo contrario pero que en verdad es el reverso de sus conductas típicas. Dejan de perjudicar a terceros, dejan la envidia no por altruismo sino por lúcida gratitud.
Sus operativos conmocionan, cual acontecimiento, provocando un corte en las novelas neuróticas de cada quien. Realizan performances, o quizás happenings camuflados, donde se juega un más acá del destino; menos que profecías autocumplidas, invención de otro horizonte. La creación artificial de un presagio que, por su condición onírica, surrealista o demasiado real, causa un deseo, un movimiento.
Así se opera un síntoma en psicoanálisis: como una contraofensiva decidida, como un arrojo bizarro, arduo y amable. Los psicoanalistas simulamos pero sin realmente fingir, es decir, actuamos de verdad. Los simuladores son freudianos porque operan en torno a la transferencia: al decir de Lacan, “el efecto de transferencia es ese efecto de engaño que se repite en el aquí y ahora”.
Causan efectos en lo real porque dichos efectos son siempre indirectos, sutilmente contundentes. Algunos ejemplos:
I. un mexicano reprimido termina saliendo del clóset, recuperando y gozando su valentía;
II. el comisario corrupto que al creerse contacto cercano de un extraterrestre se vuelve un policía ejemplar a causa del reencuentro con su pasión, los ovnis;
III. la señora divorciada y melancolizada que rehace su librería y su vida desde su primer y único amor, Los Beatles, por haberse autorizado amante de Paul McCartney;
IV. dos jóvenes enamorados que renegaban de sus respectivas religiones monoteístas terminan feliz y sincréticamente casados, no sin que antes sus madres y padres se hubieran encontrado en torno a la arqueología de un saber más allá de Moisés, Jesús y Edipo.
Máscara, no careta.
Con los operativos analíticos ocurre algo parecido: adoptamos diversos ropajes y semblantes, montamos y sostenemos escenas, provocamos historias, e incluso nos atrevemos a producir decires imposibles, inverosímiles. Y así la cura se da por añadidura.
Al decir de Borges, producimos historias increíbles pero que, en efecto, se imponen por ser sustancialmente ciertas, certeras: “Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios”. Impuro verso.
Mark Twain decía que la diferencia entre realidad y ficción es que la ficción tiene que ser coherente y la realidad no. Se trata de una idea tan interesante como al mismo tiempo discutible: ante la coherencia de la ficción no pretendemos un terraplanismo hiper realista que culmine en “incoherencia lúcida”; simulamos con coraje y franqueza produciendo una contraficción potente. (In)coherencia, pero poética. Como diría Oscar Masotta, el psicoanálisis es ciencia de lo bizarro: importa un jirón despreciado, un chiste inesperado, un sueño diurno, un malentendido cuántico y absurdo. Todo lo contrario a ese imperativo newrótico y apolítico que exige desde Instagram “¡coherencia por favor!”.
Operamos problemas haciendo que los mismos se conviertan en solución singular, tan original como al mismo tiempo fallida. Singularizamos una ruptura con el mito de la individualidad.
Al decir de Mario Santos, realizamos solamente la mitad del trabajo, el resto lo hace el engañado, que es en verdad quien demandó el operativo. No tomamos atajos moralistas propios de quien se cree sabiondo, y por ello no nos dedicamos a desengañar a nadie: el arte del decir es potente porque va mucho más allá del par engaño//desengaño o verdadero//falso. Se sabe: de lo último puede advenir verdad.
No somos solucionadores de problemas en un sentido pragmático o utilitario, ni mucho menos facilitadores de proezas ajenas. Simulamos sin impostura: causamos deseo. Eso hace a la serie ―que, cual sesión, es un unitario― y a la serie que implica una cura, tan entrañables, actuales y anacrónicas. No casualmente la cortina musical es un tecno tango…
Por todo lo anterior es que Santos, hacia el final de los operativos, interroga freudianamente: “¿Disculpe, fuego tiene?” es menos cábala que una verdadera interpretación. Hace que alguien, que acaba de ser tocado y dividido, dé lo que hasta entonces no tenía a quien ya no es. Que la respuesta sea [casi] siempre sí nos recuerda, junto a la canción de Sandro, eso del fuego que es amor.
─ ¿Ustedes qué son, lacanianos o freudianos?
─ Somos profesionales…
El psicoanálisis, Los simuladores: costumbres argentinas.
Etiquetas: Jacques Lacan, Jorge Luis Borges, Julián Ferreyra, Los Simuladores, Mark Twain, Oscar Masotta, Psicoanálisis, Sigmund Freud