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13-07-2021 Notas

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Por José Luis Juresa | Portada: Constantin Hansen

“A veces, cuando camino por la calle y veo caras sumergidas en la indiferencia,
en la resignación o el miedo, me digo: cuidado. Porque ¿cómo es que sucede?
¿Cuándo la fruición de la carne empieza a deslizarse, anestesiada,
entre las páginas de un libro, los anteojos para la presbicia,
el beso de las buenas noches? ¿Cuándo dejamos de reírnos como lobos?”
Leila Guerriero, “Teoría de la Gravedad”

I

Este es un tiempo en el que uno se pregunta cómo recuperar una relación con la vida que la hacía sentir como tal. Es lo que nos hace falta. Pero esta “falta” a la que me voy a referir no tiene nada que ver con la tan mentada en los consultorios y en la vida cotidiana en general, por la que aparentemente se corre y se padece en el afán de subsanarla. Que “nos hace falta” no quiere decir que hay que llenarse de cosas y de situaciones que la simulen (a la vida), todo lo contrario. Quiere decir que ésta solo es posible porque el deseo se apoya en lo que no llega a atiborrarse ni siquiera a llenarse con nada de aquello que puede oficiar de “consuelo” y simulacro. La vida es la que deseamos, y por eso nos “hace falta” y queremos jugar su juego y su singularidad. Sin embargo, parece que la sociedad está armada en torno a una continua carrera para alcanzar a llenar las alforjas. ¿Qué puede hacer un psicoanálisis para remediarlo?

Puede hacer bastante mientras ayude a soportar esa falta “insalvable” y sin consuelo (por suerte), es decir, no asumiéndose como una terapéutica a la que no le interesa “saber” de la época de la que obtiene su sentido Real (es decir, que tiene una efectividad para tratar los síntomas como obstáculos del lazo social y no como un mero y adaptacionista “déficit de la personalidad”). Para eso, el lugar del analista tiene mucho que ver con esa falta “insalvable” que se parece bastante a lo que Freud denominó de entrada “lo inconciliable” y que el hombre moderno busca cerrar (como a una grieta) con una miríada de bienes – uno más lustroso y brillante que otro, tal vez) por cuya obtención y custodia vivimos desplegando acciones sin fin, agotadoras acciones. 

Freud supo que lo que hacía le devolvía a las histéricas –mujeres– una palabra censurada para ellas, desde la moral victoriana y las conveniencias de la practicidad capitalista –es decir– no tocar ni poner en peligro los bienes de la vida burguesa. El psicoanálisis es una práctica que nace de la lógica burguesa, pero al mismo tiempo la subvierte, sin que eso implique un oposicionismo inútil al amo que lo representa. Se trata de la pregunta por el deseo y la “construcción” de una respuesta que no lo deje afuera, como si la existencia estuviera o quedara siempre condenada al cercenamiento: o una vida fuera de todo bien y dedicada al deseo, o una vida entregada al cuidado de los bienes, pero completamente ausente del deseo. Esta lógica de hierro nos reduce a una opción imposible y a la duda permanente, la del obsesivo que siempre se ve a sí mismo entre la espada y la pared, frente a una decisión imposible que lo deja inmóvil, atenazado en “dejar las cosas como están”, creyendo que así preserva su vida, pero una vida que no “vive”, que no hace “ruido” por no molestar a nadie (ni a si mismo). Casi una paradójica réplica de la típica “medida” jurídica de la locura: peligrosa para sí misma y para terceros. Así, vida y locura quedan asociados.

II

Dentro de esa lógica, la de “la falta que hay que subsanar”, es que surge una verdad ante los ojos que llama la atención que no sea fácil de ver: no falta nada. Podríamos decir que está todo lo que esta y eso es todo lo que hay, incluyendo lo que no llegamos a percibir (y es porque seguimos creyendo que “algo falta” proyectamos hacia adelante lo que tenemos que transformar hoy). La falta de la que se trata en psicoanálisis no pasa por ahí. Es una falta mítica, que colocamos al principio de todo lo que vive para explicar la causa de lo que está y con lo que tenemos que arreglárnosla, es decir, la causa del movimiento que implica el deseo. Esa falta no es “una falta” en tanto medida, es más bien un punto de partida, un vacío necesario de suponer para entender por qué es posible ordenar algo, por ejemplo. Todo orden requiere de un lugar vacío a partir del que las piezas del “tablero” (si ese tablero fuera el marco de la realidad) puedan moverse hasta encontrar un orden. Ese “faltante” permite el movimiento. Si el tablero tuviera todos sus casilleros llenos, entonces no habría movimiento posible. No se trata de que falten piezas, si no de que tiene que haber al menos un lugar vacío. Sobre ese vacío nos hacemos la peregrina idea de “la falta” que, una vez colmada, seríamos felices, “completos”. En realidad, obtendríamos una inmovilidad muy similar a la de la muerte. Siguiendo la analogía del tablero, no sería posible el juego. Tal vez aquí radique lo más inquietante y rechazado del descubrimiento freudiano, ese apego humano al homeostasis, al “cero absoluto” de la muerte, bajo la ilusión de la “solución final” o una felicidad de “lo colmado”. La vida “viva”, por el contrario, tiene que ver con un movimiento que tiende a desbordar el tablero, a desordenarlo incluso, a poner en trance el orden estático de los casilleros del tablero todos llenos. La vida precisa de ese vacío sobre el que se desborda su movimiento, y se reordena lo establecido. Hace juego.

III

Por lo tanto, lo que antes creíamos que pasaba por lo que “nos falta”, ahora debemos pasar a entender como el problema de lo que “nos sobra”. Nos sobran piezas que tienden a llenar todos los casilleros. Es más: hacemos lo indecible por llenarlos, y no nos damos cuenta cabalmente, llenos de buenas intenciones que estamos en el afán de lograr esa “felicidad”, que esta resulta cada vez más esquiva en la medida en que más acciones desplegamos para obtenerla a través de la productividad en la que la idea de esa felicidad, supuestamente, se sostiene: que hay que llenarlo todo, o que tenemos que estar “llenos”. Recuerdo en este momento una frase que se usaba mucho cada vez que algo era muy satisfactorio: “me llenó”. Momentáneamente, claro. Otra cosa es el hartazgo.

“Debemos” ser productivos, y debemos estar en todos los lugares en los que podamos. Parece que hoy se hace muy difícil e insostenible pensarse a sí mismo ausente de algo o de algún lugar. Permanentemente estamos creyendo que nos piensan, que nos miran, que nos suponen, que tienen expectativas sobre nosotros, que esperan de nosotros y que hablan de nosotros como si nosotros estuviéramos en todo y en todos. Corremos para no perdernos de algo, o de alguien, y nos asumimos en “falta” como si nosotros, finalmente, fuéramos ese objeto “en falta” o esa falta por la que el mundo se completaría, nuestro mundo –por supuesto, porque nadie está en tal exceso, más que nuestra fecunda imaginación.

IV

Esto se parece muchísimo a la lógica de mercado que –por ejemplo-  hace que un cantante cante siempre la misma “vieja” canción que supuestamente se espera de él como “infaltable” (ya que lo infaltable supone una falta a “colmar). El “público” supuesto se rigidiza en esa reiteración y no acepta ningún otro signo del deseo del cantante en nada que se precie de “novedad”, sea esta una nueva canción o sea una puesta en escena novedosa. El “mercado” le “exige” que se repita como si fabricara una y otra vez el mismo producto saliendo de la línea de montaje. Y el cantante no toma el riesgo. Aquí, otra vez, la confusión es la misma: no falta la canción y jamás podrá faltar, no existe “la canción infaltable”, la pieza que colma y salva las expectativas de ese Otro que representa el público, como si fuera intachable, un dios al que hay que otorgarle sacrificios para calmar su voracidad y su odio, un dios sin deseo que solo goza de masticarse a su criatura. La canción está ahí, al alcance, dentro del universo simbólico, sostenida en los dispositivos tecnológicos que la reproducen. El cantante no tiene por qué convertirse en un reproductor más. Lo que “falta” es el deseo en la reproducción robótica de la canción como si el cantante fuera otro dispositivo tecnológico. Ese temor a perderse para el mercado nos domina como una epidemia de época, y hasta suele manifestarse como un temor a “ser olvidado”, justo cuando “el mercado” es un ente esencialmente sin memoria.

V

Trabajamos para colmar lo incolmable, porque nos basamos en un dispositivo de subjetividad en el que las acciones se despliegan con el único fin de reproducirlas, sin que en el medio de esas acciones haya humanidad alguna. Cuanta menos humanidad, mejor y más aceitado funcionará el dispositivo. Esas acciones tendrán por fin colmar lo que esa “inhumanidad” pide para subsanarse: precisamente su falta (de humanidad). Eso nos empuja, como humanos, a correr atrás de nosotros mismos, como perros que se muerden la cola. Supuestamente, nosotros estaremos finalmente “presentes” en ese proceso cuando al fin logremos obtener eso que nos falta. La contradicción es insalvable. Un dispositivo que requiere robotizarnos en pos de su eficacia nos convierte en “humanos” cuando al fin obtengamos lo que ese mismo dispositivo –transhumano– nos ofrece como “solución final”.

VI

El psicoanálisis se interpone en esa grieta. No es una “salvación” sino en la medida en que lo que se salva es la posibilidad de desatarse de esa lógica infernal de cadena de montaje. Es la rata que gira y gira en la rueda, despliega su incansable acción solo para seguir allí, haciendo girar la rueda, pero sin haberse movido un milímetro del punto de acción incesante en el que se agota. Un psicoanálisis podría hacernos ver, en primer lugar, que no es necesaria tanta acción solo para seguir en el mismo lugar, que es aquel desde el cual se hace girar la rueda. Lo que propone es que veamos que esa es la función de nuestra ceguera, y puede llevarse un largo período de tiempo de “comprender” hasta alcanzar el “instante de ver”, o sea, aquello en lo que estamos sin registrarlo, el punto de reproducción “al infinito” de la acción robótica, repetitiva, tomada como error siempre a corregir, tal como una máquina programada. Por último, el “momento de concluir” es la decisión de dar el salto, ese acto que nos saca, por una vez, de esa función a la que estamos abocados, la de hacer girar la rueda como si de eso dependiera nuestra vida. Probablemente sea todo lo contrario, pero de eso no queremos saber nada, “preferimos” reiterarnos en el supuesto “error” a corregir que hacernos responsables de lo que ya se nos presenta frente a las narices, como la carta “robada” del cuento de Edgard Allan Poe. Esa responsabilidad nos lleva a la decisión de dar un salto al costado, una mínima acción que nos saque de hacer girar la rueda sin ton ni son y nos deje ver el cuadro en el que estábamos inscriptos, “pintados”, “dibujados”.

VII

¿Y cuáles son las pinceladas de ese dibujo en el que estamos “pintados”, forjado día a día en la tendencia a lo idéntico, alienados en la función de “replicantes” del sistema de expropiación de subjetividad? Abusando de la famosa metáfora freudiana sobre los hallazgos arqueológicos como análogos a los hallazgos de un analista en la reconstrucción de la escena “traumática” o de la fantasía implicada en la producción de síntomas, diríamos que si nuestra vida cotidiana se viera reflejada en alguna pintura sobre las paredes de una cueva a ser descubierta por una civilización del futuro, un artista que sabe “leer” la cotidianeidad de nuestra época, nos pintaría simbólicamente con una vara en la mano, una suerte de regla para medirnos permanentemente respecto de “lo que nos falta”. La “obsesivización” de la vida.

O sea que no solo somos la rata en la jaula que hace girar la rueda sin querer saber nada más que seguir en la acción, sino que estamos montados a esa rueda sosteniendo una regla, o una vara, para medirnos respecto del déficit que portamos para alcanzar, a través de esa acción desmedida, interminable, agotadora, la meta de la productividad, el supuesto final en el que por fin habremos de tomarnos unas merecidas vacaciones.

Por supuesto, que lo que no sabemos es que siempre estamos en el mismo lugar, el punto “de gravedad” en el que más cómodamente podemos correr y correr atrás de la ilusión de alcanzar lo que nos falta. La regla, la vara, por supuesto, son falsas. Y por el contrario a lo que tendemos a vivir creyendo o pensando, no nos falta nada –como antes lo decía– sino que nos sobra. Y lo que nos sobra es esa vara o esa regla, precisamente, que habrá que tener la valentía de dejar caer. Se trataría de trocar “lo que nos falta” por un “alcanzar la falta”, como quien alcanza un lugar de descanso, de paz en la diferencia. Se trataría de alcanzar el estado de “lo que nos hace la falta”, un vaciado al que el psicoanálisis se aboca desde su inicio. Todo lo contrario de llenar y llenar la alforja del sentido común, con frases de ocasión que se venden como productos de supermercado, sino de poetizar la existencia en el borde Real de la realidad simbólica, al modo de la poesía.

VIII

Vivimos “midiéndonos”, ansiosos por alcanzar lo que esa medida –tomada con una regla que “cayó” en nuestras manos sin que nos diéramos cuenta y sin saber cuándo y cómo– nos indica como faltante. Esa es la “virtud” del sistema de “la rueda” que nos hace esclavos de su giro incesante. Genera las ilusiones y las recicla, nos hace creer que nos movemos, y no. Solo estamos inmóviles en un simulacro de vida que se mueve del mismo modo en que se mueven los cuerpos publicitarios: precisando analgésicos para sostener el rendimiento. De ahí el malestar y la sensación de “vida perdida”, porque estamos ausentes, somos el lugar vacío lleno de cosas inasimilables, empachados en la imposibilidad de experimentar algo y transformarlo en un “saber vivir”. Desesperados de sentido, como adictos a las fórmulas y los manuales, incapaces de atrevernos, de animarnos siquiera, a imaginar una aventura ni hacer una apuesta, a leer “entre líneas”, vamos como borrachos yendo “a lo seguro” sin darnos cuenta que allí esta nuestro destino (de ningún modo un futuro). Y del mismo modo en que los pueblos colonizados perdieron su saber ancestral y ya no saben cómo vivir según su sabiduría, y enferman y mueren colonizados, el humano vive cada vez más “colonizado” a través de sí mismo por un sistema que lo necesita vaciado de humanidad para reproducirse a sí mismo (conducido por la idea de que en algún momento, al fin, podrá prescindir por completo del ser humano), y que lo ilusiona “culturalmente” para seguir creyendo que es la única forma de vivir: vaciados de vida. “Drogados” por esta forma de vivir, y necesitamos más y más dosis de aquello mismo que nos deja exhaustos. Consumidores consumidos.

IX

No vamos a dar “la medida” jamás, pero increíblemente, nos aferramos a la vara como si fuera parte sustancial de nuestra existencia. Nos comparamos y tenemos una convicción casi psicótica en el individuo y en su autonomía, sostenido de una libertad que solo nos da pie para seguir enjaulados, pateando y pateando dentro de la rueda.

Lacan nos enseña los tres registros, simbólico, imaginario y Real, para ordenar las dimensiones de la realidad y entender cómo funcionan, anilladas y entrelazadas para que esa realidad se sostenga. Hubo una tendencia –universitaria– a tomar el registro imaginario como obstáculo a despejar para poder avanzar en un análisis. Sin embargo, la dimensión imaginaria es lo que está en el centro de lo que acabamos de decir. En esa dimensión fluye la libido y los objetos –ilusorios o no– a los que nos aferramos como a verdades de nuestro cuerpo, como a la necesidad de no perder un órgano.

Esa dimensión, imaginaria, está en el centro de la causa por la que es tan difícil deshacerse de la vara con la que nos medimos y sostenemos la ilusión de la falta y, sobre todo, de la posibilidad de subsanarla, de “llenar los casilleros”. Así, seguimos sosteniendo el lamento de lo que nos falta “escondiendo” lo no que nos sobra, y a lo que estamos aferrados como a un tesoro: la vara con la que nos medimos, nos comparamos, competimos y vamos a la vida como si fuéramos a una guerra, en la que el otro es mi enemigo y del que solo obtengo el desagradable “recuerdo” de que, antes que autónomo, debería reconocer en esa “otredad”, -en su radicalidad- mi propia existencia. ¿Dónde, si no, debería ubicar mi propio origen que no sea un repollo? En el origen, entonces, el de esa falta mítica, fluctúan los elementos aleatorios de la presencia del Otro, la memoria de generaciones inscripta en el cuerpo.

X

El “vibrato sonoro” de mi existencia usa de instrumento al cuerpo, y la libido –ese órgano que el psicoanálisis aísla mas allá del ensamblado biológico y localizable dentro del límites del “yo” (límite asociado incluso a la piel por el propio Freud)– se expande y se contrae usando a ese instrumento tanto individual como colectivamente. La vida se “vive” si eso emite onda, sonoridad, y no se detiene en las inhibiciones del “yo autónomo” que solo rechaza todo aquello que no se debe a sí mismo. Es difícil el “desapego” en el sentido de una propiedad que nos convoca una y otra vez a quedarnos parados en la puerta de un tesoro que no se usa y que nos domina como si nos debiéramos a la protección de los bienes y nada más. La depresión viene en avalancha a causa de esta posición que justifica toda renuncia, incluso al deseo. Es la lógica del “no riesgo” y de la garantía obsesiva por evitar que “algo nos pase”. Y, efectivamente, no nos pasa nada, la vida queda suspendida, sin ser “vivida.

Hay una canción muy conocida de Coldplay cuyo título es “Viva la vida”, pero tal vez tendría un poco más de espesor decir “la vida viva”, sin afectación, sin arenga, sin forzamientos. Se trata de la desapropiación que hace que eso que sucede entre nosotros no sea ni tuyo ni mío, sino que sucede porque la existencia de ambos no está negada ni rechazada, sino reconocida, por ambos y entre sí como representación de lo colectivo, también. Algo que sucede a pesar mío y de mis pretensiones de dominio. Si, “viva la vida”, en la medida en que eso no sea una reivindicación melancólica ni una épica de lo reparatorio, y mucho menos un esfuerzo puro de la voluntad de dominio tratando de “poner las cosas en su lugar”, sino de eso que lo pone a uno en un lugar “afinado” respecto de vivir y que la vida sea “viva”.

 

Portada: Boceto para «Artistas daneses en Roma», de Constantin Hansen

 

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