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Por Luciano Lutereau | Portada: George Bellows
1.
Hay una idea de Freud que me gusta mucho. En su planteo de la noción de narcisismo, está la concepción de que el yo en su inicio busca la satisfacción y se aleja del dolor. El dolor despierta hostilidad. Es una linda idea: quien es hostil, es porque algo le duele. Si el objeto es externo –sigue Freud–, está la posibilidad de alejarse; pero el problema es que para muchas personas la hostilidad se erotiza rápidamente. El lazo hostil puede ir desde el chisme hasta la agresión.
Sin embargo, lo que importa es otra cosa, me refiero a que Freud dice que a veces tratamos objetos externos como si no pudiéramos dejarlos, darnos vuelta e irnos, pasar a otra cosa, ¿no nos vamos a hacer cargo de que la hostilidad nos calienta, que nos une a lo que nos genera rechazo? Ese morbo tiene un fundamento narcisista, al que se agrega otro aspecto: la hostilidad es la forma mínima del odio, que como tal es un problema cuando no motiva separación; ¿qué dice Freud? Que a veces necesito odiar un objeto externo para alejarme, pero también si permanezco en el odio –hostilidad calentita– esto es porque ese objeto está asociado a un interno (una parte de mí) de la que no puedo desprenderme. Esa parte maldita, puede ser un deseo.
Entonces –y aquí es donde el argumento freudiano me parece determinante– el odio de quienes se relamen hostilmente, no solo no reconoce que así se calientan, sino que además es un mecanismo alternativo a la represión para tratar un deseo. El odio cancela la represión, por eso siempre es algo loco y recurre a formas más o menos proyectivas. Y con esto Freud ya explicó a principios del siglo XX lo que pasa en el siglo XXI, agrega: la forma privilegiada del odio es la victimización.
La victimización como locura contemporánea, como desvío paranoico de la neurosis, como rechazo de la complicidad con el deseo, es un argumento freudiano que, ya desde entonces, anticipaba lo que después dijo Lacan cuando éste afirmó que la histeria ya no estaba en los cuerpos sino que pasa a los discursos sociales; es decir, ya no hacen falta almas bellas, ahora hay un mecanismo más fuerte: victimizarse es un método más eficaz que reprimir un deseo cuya verdad aparecerá en un síntoma. El problema es que eso tiene un costo subjetivo mayor.
2.
Hace unos 10 años, recuerdo que después de la presentación de un libro, fuimos con Germán García y algunos amigos a cenar al ruso que estaba en la otra cuadra del Descartes. Allí alguien le dijo a Germán que un periodista que se había atendido con él, había dicho que lo había “echado” del análisis. Germán respondió que no, que él no expulsaba a nadie, pero que decidía en cada sesión si continuaba el análisis de una persona, o no. Que le parecía lo más honesto y que, a veces, podía decirle a alguien que no regrese, incluso cuando el análisis no hubiera concluido. Dijo algo así como que “responder como analista, si no, se vuelve una función materna”. ¿Por qué habría que garantizarle el espacio a alguien? En ese momento, yo recuerdo que le dije que el analista “aloja” al paciente y él me sacó cagando, con chistes que no viene al caso reproducir, porque después dijo algo más interesante: que si un analista fuese incondicional para su paciente, éste usaría el análisis para cualquier cosa menos para analizarse; que ya una primera defensa contra esto es el pago, pero que a veces no alcanza. Dijo algo así como que “el único responsable de la salud mental del paciente… es el paciente”, que esta es una hipótesis básica del psicoanálisis y ahí despotricó un poco contra los discursos de la salud mental y dijo algo así como que llevan a la perversión: el paciente que le reprocha al analista no ocuparse lo suficiente de su salud mental. La oferta del psicoanálisis, en cambio, es: quiere salud mental, pague por eso. Si el análisis es un espacio tan valioso del que cree que no se lo puede despedir, pague por esa incondicionalidad que pretende, pague porque ese es un síntoma y es preferible pagar con dinero antes que con sufrimiento, aunque pagar con dinero duela también.
Después dijo que un problema para la práctica del psicoanálisis hoy es que, al haber poco pacientes, con tal de tener pacientes, los practicantes se generan transferencias que son imposibles de tratar. Pero esto lo anoté así nomás, porque fue hace muchos años que escribí esta anécdota en un mail y ahora que estoy limpiando la casilla, lo borro, pero dejo la historia por escrito aquí. En una cena, Germán García nos dio una clase de manejo de la transferencia.
3.
De su relación con la filosofía y luego con la psicología, el psicoanálisis vira cada día más hacia el trabajo social y la enfermería. No es algo objetable. La pregunta es si en este pasaje puede conservar su clínica; mejor dicho, si puede haber una clínica con este movimiento hacia el asistencialismo que a veces se justifica como apuesta por el sujeto (cada vez menos sujetado a un conflicto y cada vez más objeto victimizado, “arrasado”, como también se dice). No estoy siendo irónico, de veras me lo pregunto.
4.
De la intervención de Jacques-Alain Miller en el marco de la presentación de su último libro, me quedé pensando en esta distinción: al psicoanálisis le cabe el “bien decir”, que no es lo mismo que el “decir bien” al que el psicoanálisis quedó sometido en los últimos años (por su afán de querer estar a la moda en lugar en responder a la demanda de una época). Yo no soy milleriano, pero no tengo dudas de que es una gran voz del psicoanálisis. Después de Lacan, de las pocas que hay.
¿Qué es una voz? Es un lugar. Miller habla desde un lugar, por eso escucharlo me resulta siempre valioso, cuando el mundo pandémico-virtual es un permanente ruido de vociferaciones en plataformas sin territorio. Escuchar a alguien hablar desde un lugar, es algo que pasa muy pocas veces hoy en día.
Etiquetas: Luciano Lutereau, Política del narcisismo, Psicoanálisis, Psicoanálisis outdoor