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Por Luciano Lutereau
Tres observaciones sobre la Copa América
1.
Vemos la foto de Messi y Neymar juntos, después del partido, y decimos: “Son amigos, sobre la diferencia prima la unión y el respeto”.
Así funciona la ideología, como conclusión inmediata: percibo y creo, lo que veo es la realidad. El análisis empieza cuando nos preguntamos por qué es relevante esa imagen, cuando al gesto le damos valor de significante y pensamos qué reprime: no es que Messi y Neymar no sean amigos, es que su amistad se vuelve un objeto de consumo en un mundo en que preciso que existan diferencias inconciliables; la imagen de unión esconde la contradicción, la atempera y naturaliza un valor cristalizado.
La pregunta siguiente es por qué necesitamos los gestos, por qué nos volvimos consumidores de representaciones ideológicas. La ideología no es una falsa conciencia, sino la conciencia misma cuando se aferra a la percepción, en la medida en que esta es renegatoria.
El mismo funcionamiento es el que estuvo en juego en los modos de leer el gesto del arquero: veo, entonces concluyo. Y así funcionan muchos discursos hoy, sirven para sacar conclusiones y cada quien hace de su percepción (y lo que siente) el modelo de lo real.
Hay discursos que son encubridores de ideología y otros que la revelan, como el análisis dialéctico del marxismo y el psicoanálisis. Marx y Freud todavía son lo más potente que tenemos para pensar.
2.
En estos días leí diferentes publicaciones sobre el gesto del arquero. Me detengo en las que hicieron del episodio una confirmación. Es un problema cuando un discurso no sirve para pensar.
Es lo que ocurre cuando se usa un hecho para confirmar lo que ya se sabe, con el costo de que la certidumbre deviene suposición: parece que el arquero “psicopateó” (sic) al rival, si no es el caso de que sea un exponente de la “cultura de la violación” (sic). Así no se piensa, solo se delira con un cassette gastado. No hay pregunta.
Sin embargo, no es que no haya nada enigmático en el episodio: no es para nada claro por qué una relación fraterna (“mirá que te como, hermano”) necesitó una raíz oral, pero mucho más un reaseguro escópico; en la medida en que no hay sujeto que pueda ser espectador de su propia devoración. ¿O sí? ¿Cuál es ese sujeto imposible? ¿Por qué un acto caníbal necesita un testigo? Antropólogos suelen destacar que este es un rasgo propio de la comida ritual. Su derivación “civilizada” está en el hábito de poner la mesa, costumbre básica de “lo familiar”.
A mí en particular no me interesa el análisis del gesto, pero para seguir con esta línea es preciso ponerse a pensar –esa acción cada día menos común–, en tiempos de juicios precipitados y “prisa por concluir” (que es como Flaubert definía la estupidez).
Con el cassette se dice siempre lo mismo, chato, aplastado, sin consecuencias; es notable cómo hay discursos que hoy están al servicio de la represión, son los que empujan a no pensar. En teoría son los que nos quieren “liberar”.
3.
Voy a decir algo más sobre la imagen de Messi y Neymar juntos. La rivalidad es un modo del amor, pero que no se puede vivir como tal. Es un modo del amor, porque al competir no quiero anular al otro, sino obtener su reconocimiento a través de ganarle. Quiero que me reconozca como mejor, pero así expreso mi dependencia. No es un impulso hostil, es un amor malformado. Se puede volver agresivo, pero por una decepción que, entonces, confirma su carácter amoroso. El punto es por qué ese amor no puede ser vivido. Quizá porque reconocer ese amor, llevaría a situar su límite: amo y solo yo puedo responder por ese amor.
Puedo ponerme en deuda con mi amor, podría hacer un duelo, pero justamente duelo y rivalidad son vías antagónicas –aunque en nuestro idioma parezcan cercanas. Duelo y rivalidad son inevitables. Por ejemplo, rivalizo con mi padre –el otro día alguien dijo que en el fútbol se trata de ver quién se coge a quién y esto es cierto, pero incompleto; la matriz del fútbol es la relación padre-hijo y supone que el primero se coge al segundo, como forma de donación fálica; quien no entienda los rituales de incorporación del falo que (como subrayan antropólogos) supone la pasividad, leerá ahí abuso o violación y no entenderá este deporte que, sin esa fantasía, es un ejercicio más o menos creativo, pero sin demasiado misterio–; entonces, puedo rivalizar con mi padre, porque no puedo amarlo (sería incestuoso), pero a través de la rivalidad me virilizo y quizá, en segundo tiempo, puedo asumir la deuda con su amor y duelarlo, es decir, amarlo sin temor. Para que pueda darse ese segundo tiempo, es necesario que antes me haya identificado con los síntomas de mi padre y corroborado que, cuando quise ser diferente, más parecido resulté. Sin ese pasaje por el síntoma, el duelo no inicia.
Hoy en día se rivaliza y se lleva la competencia al extremo para que nada del amor aparezca. La escena de Messi y Neymar recuerda uno de los mayores problemas actuales: hacer del adversario (término que se reconduce al complejo paterno) un enemigo.
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