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06-07-2021 Notas

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Por Manuel Quaranta | Portada: Fernanda Laguna

I.

Jacques Rancière sostiene que cuando la política se ve reducida a una técnica de gobierno tendiente a administrar lo común, gana la policía. O sea, cuando la política pierde potencia (la potencia del conflicto), brota el pensamiento uniforme, la razón unitaria: un único mundo pensable, imaginable, factible. Es la policía (no la institución, claro, pero también ella) la encargada de consolidar ese sombrío horizonte.

La policía –continúa Rancière– tiene la misión de producir y custodiar un orden, el orden de la desigualdad de funciones (repasemos mentalmente la división platónica del alma: zapatero a su zapato, sin filtraciones ni porosidades) y el de los lugares específicos de los cuerpos, lugares que se nos presentan como una fatalidad (el famoso, y en apariencia ingenuo, es lo que hay).

Un nombre atenuado para la policía es consenso (el eufemismo perfecto): percibimos el mismo mundo y le damos la misma interpretación. La política, a la inversa, se juega en el desacuerdo, la conflictividad, el disenso, y representa la mejor herramienta (es un arma que desarma) disponible para desafiar el orden jerárquico impuesto por la policía.

En este sentido, el comienzo de La noche de los proletarios (1981) es revelador:

La historia de las noches arrancadas a la sucesión del trabajo y del reposo: interrupción imperceptible, inofensiva, se dirá, del curso normal de las cosas, donde se separa, se sueña, se vive ya lo imposible: la suspensión de la ancestral jerarquía que subordina a quienes se dedican a trabajar con sus manos a aquellos que han recibido el privilegio del pensamiento.

Rancière se refiere a trabajadores franceses del siglo XIX que luego de una jornada laboral extenuante se juntaban a leer y escribir poesía. Sí, trabajadores leyendo, discutiendo, soñando y desatentos a lo que supuestamente les convendría atender: la explotación capitalista y sus padecimientos. Sin embargo, el desvío proletario (¿extravío?) demuestra que “la subversión del mundo comienza a esa hora en que los trabajadores normales deberían disfrutar del sueño apacible de aquellos cuyo oficio no obliga a pensar”.

La subversión –siguiendo la lógica de Rancière– apunta a tomar distancia de lo que se espera de uno (dormir, protestar) para aventurarse en la construcción de un destino propio (leer poesía, filosofar); incluso, si aquello que se espera es en principio algo deseable (la lucha contra el explotador). Pero, justamente, el compromiso evidenciado con la literatura y el arte, ¿no revelaba la intuición proletaria de que invadir el terreno del pensamiento constituía la verdadera revuelta de sus vidas?

Eso exactamente permite la política, oponer a una configuración particular del mundo otro régimen de percepción, rompiendo de esta manera el equilibrio instituido y la distribución estricta de las capacidades (e incapacidades): se hace ver invisible, se ve desde otra perspectiva lo que era visto fácilmente, se pone en relación lo que no estaba en relación (hablamos de montaje, la gran apuesta política del arte, ¿qué palabra sigue otra palabra?, ¿qué imágenes se descartan?, ¿cómo se combinan los elementos?, ¿cuándo nace el sentido?).

Para nombrar la distribución policial de capacidades y funciones Rancière acuña la expresión reparto de lo sensible. El término reparto en francés carga con una ambigüedad ausente en el castellano, ya que partager significa no sólo repartir o dividir sino también compartir, designando a la vez un conjunto y a su parte excluida. La policía reparte, divide, desune. La política mezcla, contamina, reúne.

La policía y la política serían entonces formas antagónicas de repartir lo sensible. La policía decreta las potencialidades de los cuerpos: lo que cada grupo puede ver, sentir, gozar. Se reparten ciertos espacios, ciertos tiempos, ciertos saberes, y otros quedan vedados (impensados). La política, al contrario, surge cuando los sin-parte empiezan a desarrollar percepciones y prácticas inesperadas (los trabajadores del siglo XIX son un ejemplo). La política promueve la indeterminación de las identidades, la deslegitimación de las posiciones de poder (docente-alumno, hombre-mujer), la impugnación de un espacio-tiempo normalizado: es el régimen estético de la democracia, un régimen que en vez de repartir jerarquías (cada uno en lo suyo), dinamita las clasificaciones, como aquellas novelas (u obras de arte) que dislocan la sintaxis, que elijen el desvío, la elipsis, la digresión y el balbuceo para narrar la imposibilidad de narrar.

Un detalle. El arte político –según Rancière– nunca puede prever las consecuencias de sus acciones (la causalidad quedará abolida en el nuevo régimen estético), porque si las previera se volvería un arte policial. De allí, algunos equívocos lamentables en torno del arte que se autoproclama político, resumidos en el siguiente pasaje de El espectador emancipado (2008):

Para los dominados la cuestión no ha sido nunca tomar conciencia de los mecanismos de la dominación [premisa a la que tiende el arte político-pedagógico, en cualquiera de sus variantes], sino hacerse un cuerpo consagrado a otra cosa que no sea la dominación [la experiencia estética, la disociación, un modo de romper con la distribución de lo sensible: cuerpos, espacios, maneras de decir].

En la actualidad, muchas personas suspiran por un régimen policial, son los suspiros de quienes pretenden arrogarse la distribución de roles, facultades, los que procuran delimitar lo decible, lo observable, lo legible. Curiosamente, ese régimen policíaco logra hoy el aval de un progresismo atiborrado de consignas altruistas (y nada más sospechoso que una consigna altruista). En general (no lo dice Rancière, lo digo yo), lo avalan agentes culturales ansiosos de establecer divisiones tajantes: aquí los buenos, allí los malos, allí lo oscuro, aquí lo claro, y por supuesto, ellos siempre ubicados del lado correcto (los buenos, lo claro), aunque ignorando, quizás a causa de la fascinación que les despierta su reluciente uniforme policial, que la distancia entre unos y otros responde a una ficción dominante, y como tal, susceptible de ser alterada (Anne Boyer desbarata magistralmente la maniobra de los mensajeros del bien: “No es como si lo verdadero, correcto, urgente y necesario sea la luz y el daño la oscuridad. Ambos son oscuridades: ambos son luces”).

 

II.

A diferencia del habla corriente (incluyo a la filosofía), que supone o presupone un afuera de sí (entes, objetos, sustancias), la poesía prescinde del referente exterior para embarcarse en un arduo trabajo con la lengua y no con las cosas, por ende, importa menos lo que la poesía dice del mundo que lo que le hace a la lengua (la idea se la escuché a Mario Montalbetti). Esto convierte a la poesía, o a cierta poesía, en un arte eminentemente político (su ubicación marginal en las librerías da cuenta de esa circunstancia); aún así, algunos poemas parecen a simple vista demasiado directos, demasiado diáfanos, aunque si se leen con paciencia podremos advertir que en realidad condensan una reflexión, una forma de pensar, un pensamiento hecho con lenguaje verbal, y que no sólo en sus postulaciones se pretenden políticos (lo que vuelve al poema impotente), sino principalmente en su forma (lo que le devuelve potencialidad).

 

III.

Mi obsesión por la poesía ha ido últimamente en franco ascenso. Sobre todo si los versos invaden o habitan libros ajenos (como si la poesía viviera siempre de prestado). Versos que de repente me atenazan y no me sueltan hasta que logro escribir un texto digno de contenerlos. Eso mismo me sucedió con el primer poema citado en el Manual para destinos defraudados, de Anne Boyer, libro del cual iré poco a poco rapiñando material hasta disolverlo entre mis páginas.

El poema es de Miguel James.

Contra la policía

Toda mi obra es contra la policía
Si escribo un poema de Amor es contra la policía
Y si canto a la desnudez de los cuerpos canto contra la policía
También si metaforizo esta Tierra metaforizo contra la policía
Si digo locuras en mis poemas las digo contra la policía
Y si logro crear un poema es contra la policía
Yo no he escrito una palabra, un verso, una estrofa que no sea contra la policía
Mi prosa toda es contra la policía
Toda mi obra
Incluyendo este poema
Mi obra entera
Es contra la policía.

 

 

 

 

Imagen de portada extraída de Amor total: los 90 y el camino del corazón, Iván Rosado, 2020.

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