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14-07-2021 Notas

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Por Manuel Quaranta | Portada: Aníbal Buede

Llevamos el desconcierto de haber sido engendrados durante una noche legendaria por dos extraños que luego de una laboriosa liturgia serían bautizados nuestros padres.

Otros dijeron que ellos eran seres humanos infinitamente poderosos, dioses que nos habían concedido la incomparable ironía de vivir, a nosotros, fieles devotos de un culto fallido, que creímos sin ver, sin tocar, hijos bienaventurados de padres de una iglesia cuya misa aún nos espera.

Solo el mito sobrevive, sin imagen fehaciente de aquella memorable jornada, salvo el registro en el que nosotros mismos nos hemos convertido. Somos los hijos el registro de un relámpago de pasión, de un olvido, de un rapto de indiferencia (la situación propicia para la creación del mito: la escena fundante, anterior a toda historia, y ellos apenas si se daban cuenta). Somos hijos de una fatalidad que desborda el propio lenguaje. Somos los hijos irredentos de un acontecimiento del que nunca sabremos nada (y del cual querríamos saberlo todo), por eso no hay imagen que nos afecte de veras que no nos recuerde las absurdas acciones que ambos ejecutaron: gemidos, contorsiones, gritos, desgarros. Dos mamíferos frente a frente, hundidos en una hermosa batalla.

Tampoco hay imagen antigua de nuestros padres, jóvenes, esbeltos, con sus sueños todavía relucientes, que no nos genere tres o cuatro lágrimas que ascenderán o descenderán desde una terra incognita y permanecerán adheridas invariablemente a la cicatriz que somos. No lloramos, en realidad, por ellos, o solo por ellos, lloramos por el paso del tiempo, lloramos porque junto al tiempo pasamos nosotros (ovejas perdidas entre el sexo y el espanto).

Todo es de una densa vaguedad cuando hablamos de nuestros padres: una vaga tristeza, una vaga melancolía, un vago aroma. No por azar un famoso escritor italiano Jep Gambardella, víctima propiciatoria del prestigio y el tedio, confesó que lo que más le gustaba en la vida, incluso en su madurez literaria, era el olor de la casa de sus padres. Refugio amenazador, abundante, indigente, donde gobernaban, como hienas hambrientas, dos soberanos que exigían un logro, una carrera, ser alguien; nos habían otorgado el ser, pero no les bastó, querían que fuésemos reconocidos, respetados, hombres y mujeres con nombre y brillo propio. Quizás, anhelaban cumplir a través de nosotros sus sueños frustrados (jamás olvidaron realmente lo que sentían, lo que querían), quizás, lo hacían para incitarnos a superar nuestras indecorosas limitaciones, quizás, era lo único digno que podían hacer.

Los recordaremos seguramente por algún acto, un detalle, una minucia que los distingue del resto de los padres (y al resto de los padres del resto de los padres), ceremonias inventadas que siendo adultos intentamos replicar o rechazar inútilmente: salir a correr bajo la lluvia, prender una fogata en el patio, dejarse ganar en el metegol (hasta el día de la legítima derrota), preparar a escondidas frutillas con crema.

Cada uno de nuestros padres representa ese gesto único, y cada hijo evocará, aunque ellos hayan sido letales, y en su gran mayoría lo habrán sido, algo primordial, un don, una ofrenda imborrable.

Esos son y serán nuestros padres (lo bueno, lo malo, lo emocionante, lo aburrido, lo terrible, lo temible, lo precario, lo dócil, lo indócil, la caricia brutal), de los que renegamos con fervor, de quienes sentimos muchas veces vergüenza. A ellos también les dimos vergüenza, ellos también detestaron nuestra ineptitud, nuestra estupidez, nuestra torpeza, aunque lo nieguen, aunque digan que somos lo más importante, aunque seamos lo más importante, o porque somos lo más importante, ¿cómo no detestar en algún momento aquello que verdaderamente vale la pena? Como si todo lo que amáramos fuera edificante. Como si todo lo que amáramos debiera hacernos bien. Cómo si sólo amáramos de manera transparente, sin oscuridades, sin desprecio, sin perplejidad.

Nos inventamos padres para compensar la carencia de una historia, que es la historia de una carencia: somos los hijos de una carencia, somos los hijos de una historia sin imagen, frutos ciegos de un apareamiento bestial.

Dice la poeta Anne Boyer: lo único más triste que existir es no existir. A  nuestros padres, sean quienes sean, les debemos ese alivio, esa gracia, esa penumbra.

 

 

 

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