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Por Manuel Quaranta | Portada: Gastón Miranda
I.
Vivimos en una época signada por el rechazo a la complejidad y la consecuente ponderación de lo fácil, lo rápido, lo ligero. Una época bastante sombría en la que parte de la sociedad (una sociedad partida) ha decidido incorporarse a las filas del populismo antiintelectual. Por eso, no resulta extraño que el mote se utilice hoy en diversos ámbitos (incluidos los culturales: arte, literatura, cine) casi exclusivamente con un tono paródico, de burla mal disimulada por quienes pretenden convencer a las personas de a pie de que el término intelectual envuelve sólo a un grupo de iniciados en los misterios de un saber que desborda las posibilidades del entendimiento normal, aunque simultáneamente postulen la ineficacia fáctica de la mera reflexión.
El populismo antiintelectual se presenta al público como un modo de proteger a “los que están del otro lado” de las desviaciones de la retórica, y aspira a elaborar un programa ideológico cuyo slogan preferido reza: “Para que la gente entienda”. Para que la gente entienda es imprescindible reducir al máximo la densidad lingüística de la frase, abolir la terminología técnica, erradicar cualquier extravío poético. Sin embargo, este ánimo purificador de los comunicadores populistas (profesionales de la inmediatez) revela un aspecto paradójico de la trama, ya que muchos de ellos son los encargados de masacrar cotidianamente a gobiernos populares (o populistas) por la repartija indiscriminada de subsidios y dádivas que fomentarían la cultura de la pobreza y el ocio. Ellos, justamente, críticos acérrimos del asistencialismo embriagador, son los primeros en imaginar a sus audiencias como un verdadero cúmulo de idiotas incapaces de comprender una expresión con algún enredo (o rodeo) sintáctico.
Sorprendentemente (o no), en las aulas de la Universidad circula un mandato parecido: “Bajar [el texto] para los alumnos”. En vez de incentivar a los estudiantes a perderse dentro de los libros (suscitar el deseo de leer), una porción de la planta docente descree de las habilidades estudiantiles para enfrentarse a determinado material sin su intervención facilitadora. ¿Con qué vara miden? ¿Cuánto habrá que bajar los textos? ¿Y bajarlos desde dónde? ¿Quiénes son los que están arriba? ¿Cuál sería el punto ideal de comprensión? ¿Podrá suceder que en cierto momento sólo haya resúmenes a la hora de leer? ¿Será ese el objetivo del populismo antiintelectual? (la otra cara del fenómeno es el asombroso reclamo estudiantil de bajar la exigencia de los exámenes: ya no importa entender, importa aprobar. Pragmatismo populista puro y duro).
No voy a decir nada nuevo, pero lo voy a decir de nuevo: el populismo antiintelectual (Damián Tabarovsky aclararía: valga la redundancia) demoniza lo difícil (porque le teme), menosprecia la lectura (porque le aburre), atenta contra el pensamiento (porque lo odia). Y lo hace enmascarando su mezquindad con la sospechosa coartada de facilitar las cosas: al espectador, a los estudiantes, a los hijos. En realidad, la maniobra del antiintelectualismo pone en evidencia el proyecto contrakantiano de infantilización de los adultos (un regreso a la minoría de edad), fundado en el más denigrante concepto de infancia: el niño que no puede, que no sabe, que no entiende.
II.
En las antípodas del populismo antiintelectual, un nombre, José Lezama Lima, y el inolvidable comienzo de La expresión americana: “Sólo lo difícil es estimulante; sólo la resistencia que nos reta, es capaz de enarcar, suscitar y mantener nuestra potencia de conocimiento”.
Digo en las antípodas porque somos conscientes de que lo difícil supone una demora, un demorarse en el objeto, un cuidado continuo e intensivo, un encuentro tangencial, oblicuo, una madurez incompatible con la urgencia (como el labrador que bajo ninguna circunstancia debe acelerar el brote de su siembra, aunque quiera, aunque lo precise para aliviar su precaria situación).
Además, la voluntad y la disciplina implicadas en el tratamiento de lo difícil necesitan ejercitar su fuerza y tonificarse, y nada menos alentador para ellas que la eliminación de los obstáculos promovida por la pedagogía new age: son los obstáculos (y el esfuerzo) los que motivan la inteligencia, no su disolución.
O de otro modo: si uno camina constantemente en el llano se atrofian los músculos requeridos para trepar la montaña (no tiene que sorprendernos entonces que en nuestros días la ley de la vida sea la siguiente: frente a lo arduo, la deserción; frente a lo complejo, el abandono; frente al aprieto, la renuncia).
Ahora bien, ¿en lugar de imaginar lo difícil como una instancia a superar, no podríamos subvertir los valores y concebirlo como una aspiración estética? Navegar en las aguas turbias de lo difícil, que la dificultad convoque al sentido, que no haya más acá o más allá, ni ninguna meta ulterior. El planteo apunta a esquivar el negocio de la comprensión para abrirle el paso a “una marcha meticulosa del pensamiento, de una contemplación del detalle, de la letra, del tiempo silencioso”. En un mundo apasionado “por las líneas rectas y los caminos cortos, cuando el sentido común restableció su imperio del pensamiento, la lentitud y la curva […] se volvieron la forma moderna de la valentía filosófica” (Catherine David sobre Jacques Derrida).
La valentía de pensar. El coraje de arrojarse a abismos insondables. Porque la intelectual no es sino una voluntad de riesgo (y de dominio, por supuesto). Pensar es siempre pensar lo difícil, o sea, lo impensable de cada período histórico. Pensar es dejarse atravesar por la mugre, por lo que sobra, por lo inútil, lo inoperante, por aquello que no sirve para triunfar en los asuntos ordinarios ni aporta soluciones concretas a la vida diaria. Pensar es siempre sin garantías, sin red de contención. Si pensamos debemos estar dispuestos a morir por pensar.
III.
Una de mis grandes experiencias juveniles fue leer el Rey de los Alisos (1970), de Michel Tournier. En esa novela delirantemente humana brilla un oscuro comentario sobre el antiintelectualismo nazi que, según parece, goza de buena salud: “Todavía no conocía [el profesor Otto Essig] el odio que en aquella sociedad despertaba cualquier manera de pensar y hablar que se apartase de lo vulgar”.
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