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Por Manuel Quaranta | Portada: Leopoldo Estol
I.
John Baldessari sostenía ante quien quisiera escucharlo que Jean-Luc Godard era el artista más influyente del siglo XX. Acordaría con Baldessari si sumáramos a la lista a Marcel Duchamp, y a condición de extender el siglo XX hasta marzo del año pasado. Un siglo de 103 años que comenzó en 1917 con la revolución rusa y terminó con la irrupción de la pandemia Covid-19.
Una de las razones de Baldessari para decir lo que dijo (quizás no lo haya dicho o haya dicho otra cosa, pero mi recuerdo registra que dijo eso) podría ser que cuando Godard filmaba estaba reescribiendo la historia del cine. Con esta aseveración bastaría para justificar cualquier exabrupto, incluso un exabrupto tan pertinente como el consumado por el artista norteamericano.
¿Qué significa reescribir la historia? Significa violentar la tradición, intentar demolerla. ¿Y qué demolió Godard? Una regla de oro: el montaje continuo. Un tipo de montaje que nos apacigua frente a la pantalla, el montaje que produce la sensación de un fluir encadenado, de que todo cierra y ninguna pieza falta: el montaje inherente al gran relato realista.
Yo no puedo confirmar si fue en una conferencia del director francés o lo inventó Enrique Vila-Matas para su libro Marienbad Eléctrico, pero parece que Godard ha establecido una especie de mandamiento: «Si no se hace, hagámoslo. Si no se habla a la cámara, hagámoslo; si no se presentan silencios explícitos, hagámoslos; si no se corta en seco la banda musical, hagámoslo; si no se desconcierta al espectador, hagámoslo; si no se bromea con el arte o con la muerte, hagámoslo».
Es un lema de Godard, la razón de su vida: hacer lo que nadie espera. Con los consecuentes peligros que conlleva una práctica tal: el desprecio (Le Mépris, 1964), la indiferencia, los abucheos (el límite difuso con el ridículo, ser considerado un farsante o un charlatán; aquí el golden boy o enfant terrible se llama André Breton).
Por otra parte, los desafíos al espectador lanzados por Godard no necesariamente fueron premeditados, sino que él se aprovechaba de un contexto hostil para sacar de la galera movimientos de cámara o crear dispositivos inexistentes hasta el momento de la ejecución (los problemas se volvían sus mejores aliados).
Entonces, lo que en realidad hace Godard (y mientras más viejo más extremo) cuando transgrede la regla de oro del montaje industrial es combinar locamente elementos (poner juntas dos cosas que en teoría van separadas) a sabiendas de que el sentido depende de la relación.
Me abstengo de ejemplificar. No voy a describir ninguna escena. Que el lector interesado revise À bout de soufflé (1960), Vivre sa vie (1962) o Adieu au language (2014).
II.
Alguien cautivado por el arte militante (¿oxímoron?) podría caer en la tentación de denunciar que estamos hablando de un cine puramente formal, alejado del compromiso político, de la lucha por una sociedad más justa. En efecto, pero depende de lo que entendamos por intervención política o, en este caso, arte político.
Para una incursión en sus dominios le voy a robar (otra vez) una idea a Damián Tabarovsky (aunque no será la última: la rapiña es mi destino), aparecida en el libro Fantasma de la vanguardia (2018). Tabarovsky indaga sobre las preguntas políticas de la literatura y anota cuatro:
Qué palabra sigue a otra palabra.
Qué palabras se descartan.
Cómo esas palabras forman una frase.
Cómo esas frases forman un sentido.
En el campo que nos convoca habría que practicar una pequeña substitución: palabra por imagen y frase por secuencia, y así tendríamos disponibles las preguntas políticas del cine. Justamente, lo que vuelve político al cine de Godard es la profanación de las imágenes, el desplazamiento de la trama hacia un lugar marginal; Godard es político porque mientras filma se pregunta qué es filmar, mientras narra se pregunta qué es narrar. Godard es un artista político porque cada película trae implícito un cuestionamiento, ¿cómo se hace una película?
En una línea similar marcha Jacques Rancière, que al ser interrogado por la política en el cine, descarta de plano la denuncia para enfocarse en el montaje. Es el trabajo con la sustancia cinematográfica (el conocimiento íntimo de los materiales, la combinatoria imprevista de los elementos, la subversión de las reglas establecidas) la auténtica tarea política en el cine: cuestionar la mirada, desestabilizarla, hacerla tambalear. Esa mirada que divide el mundo entre buenos y malos, sanos y enfermos, víctimas y victimarios queda desgarrada frente a un montaje inestable, nervioso, extraño, extrañado él mismo con su propio corte.
Resumiendo: la revolución social (¿y quién, verdaderamente, la desea?) requeriría antes que nada de una perversión sintáctica (resuena el Nietzsche de El crepúsculo de los ídolos: “Temo que no nos libraremos de Dios en tanto sigamos creyendo en la gramática”).
III.
Lo expresado hasta aquí debería expresarse de otra manera. De una manera más aguda, más contundente, más lúcida. Para congraciarme con el lector, me gustaría citar (ahora sí como corresponde) un artículo de Damián Tabarovsky, “Adiós al lenguaje”, incluido en la compilación Escritos de un insomne (obsequio del dueño de la librería el Juguete Rabioso, vaya uno a saber con qué secreto e inconfesable designio):
Porque lo que Adiós al lenguaje lleva a cabo, más allá del 3D, el montaje y los encuadres, es una profunda reflexión crítica, un ensayo sobre qué significa narrar en tiempos de la muerte del cine y, por qué no, de la literatura. Dicho en otros términos: ensaya sobre qué significa narrar sospechando de la narración, ensaya sobre cómo narrar cuando ya no se puede narrar, cuando la narración se ha vuelto arma del enemigo. En un momento crucial de la película, el personaje que encarna Héloïse Godet grita: “¡No soporto a los personajes!”. Godard –como buena parte de la mejor tradición moderna– no soporta a los personajes, ni las tramas lineales, ni las transiciones ni los points de repère. Menos aun los “temas”.
¿De qué se trata Adiós al lenguaje? De todos los temas. Como en un elogio radical de la deixis, Godard señala, designa los asuntos modernos, uno tras otro (el nazismo, la tiranía de la intimidad, la crisis de la cultura, la brutalidad animal, etc., etc., etc.) y con ese designar alcanza. Porque ese acto, así encarado, nunca es superficial, no es un mero repertorio, un catálogo. Es un ensayo acerca de cómo contar la historia de que no se puede contar la historia, acerca de cómo contar todas las historias sin contar ninguna historia. Adiós al lenguaje es un ensayo sobre las condiciones de posibilidad para una estética radical en el siglo XXI.
IV.
A mediados de los 90, invitado a un festival donde se proyectaba À bout de soufflé Jean-Luc Godard cerró su presentación con una boutade memorable: “Quise hacer Scarface y me salió Alicia en el país de las maravillas”.
La vanguardia es así.
Etiquetas: Damián Tabarovsky, Enrique Vila-Matas, Jacques Ranciere, Jean-Luc Godard, John Baldessari, Leopoldo Estol, Manuel Quaranta, Marcel Duchamp, vanguardia