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Por Luciano Sáliche | Portada: Joan Mitchell
I
Cuando le preguntaban a Joan Mitchell qué había pintado —hay que estar en la piel de una artista abstracta y escuchar reiteradamente esa pregunta inútil: “¿y qué es eso?”—, ella respondía: sentimientos y recuerdos de distintos tiempos y lugares. Un movimiento casi místico, “pintar lo que la naturaleza deja en mí”, y fijar ese impredecible fluir en el lienzo. Es fácil imaginar a un hombre torcer la cabeza, tratar de encontrar el ángulo que le permita adivinar el significado de la obra y luego, tras la respuesta de la artista, abrir grandes los ojos para dejarse llevar por la sensibilidad de la pintura. ¿O acaso los sentimientos tienen formas claras, concretas, reconocibles?
Posiblemente esta sea la época de la incertidumbre: lo que en el siglo XIX se entendía como progreso alcanzó su techo en el XX: de la utopía a la distopía. Si uno lo piensa un segundo, el futuro es cada vez más incierto. Sin embargo, las expectativas exhibidas en Instagram son sólidas, como si todos estuvieran seguros de sí mismos y de lo que sienten. Si a la generación anterior se le exigía éxito, hoy el mandato es la felicidad. Ya no en un sentido de opulencia sino de “estar en paz con el mundo”, en sintonía con una especie de orden natural que no admite conflicto. Y eso es lo que se exhibe pero, “¿de verdad lo sienten tanto como cuentan en las redes?”, se pregunta Homer el Mero Mero.
La exigencia de Facebook («¿Qué estás pensando?») y de Twitter («¿Qué está pasando?») es transparente: decir lo que sentís, ahora, rápido, ya. Si esa percepción sensible se convierte enseguida en discurso público no hay tiempo para refutar. Y si los sentimientos nunca tienen formas claras, ¿cómo decir lo que sentís, ahora, rápido, ya? Los algoritmos esquematizan el mundo y trazan moldes de comportamientos predecibles. Meter ahí un poco de sensibilidad apurada puede volverse su reverso, su impostura: sensiblería. En Otra historia de amor (Azul Francia, 2020) de Juan Terranova, el protagonista dialoga con María, su novia, que es un androide:
—¿Te da miedo la inteligencia artificial?
—Más miedo me da la estupidez natural.
II
La sensibilidad es oro. Sobre todo hoy, cuando la palabra empatía resuena como un hit de verano. ¿Ser sensible es ser empático? La empatía es una credencial moral que tan sólo basta con nombrarla para estar protegido. Autopercepción. “La empatía es esa gran virtud que nos adormece en la ilusión neurótica de que somos capaces de entender al otro”, escribió Alexandra Kohan. El recurso de la identificación. Como la otredad es un imposible, siempre es más fácil empatizar con alguien cercano. En los medios de comunicación se tiende ese lazo con, por ejemplo, el que fue víctima de un robo; más nunca con el victimario, con el que sale a robar, con un verdadero otro.
No parece ser legal empatizar con un delincuente. Ahí la empatía tiene un límite: ese otro, demasiado otro, un criminal, alguien que se rige por otra moral, por otros “valores” y que lo bueno, lo bello y lo verdadero difieren completamente de la “normalidad”. Esa construcción emocional está diseñada. Quizás como nunca antes hay una proliferación de discursos que tienden a la emoción. En los medios periodísticos se ve con claridad: historias de vida narradas desde el pathos con andamiajes edulcorados. Microcuentos que caben en un titular. ¿Qué clase de monstruo no se conmueve con “El emocionante momento en que una niña logra ver por primera vez a su madre”?
Hay, además, una historia de superación en esos textos. Hay un final lleno de felicidad y la moraleja del sufrimiento previo. Y, sobre todo, la venganza de los insensibles: que “cumplir tus sueños” es una cuestión de voluntad. Golpe bajo y buenas intenciones. ¿Qué ocurre con la exhibición de esos sentimientos, la exposición, sobre todo cuando la aprobación social está tan latente? Hay una frase, un meme, que rueda por las redes sociales ante este tipo de situaciones: “No seas trolo, man”. Sin caer en la lectura literal del enunciado, hay ahí un pedido de pudor: la sensiblería: un sentimentalismo exagerado, una sensibilidad que se vuelve impostura.
III
Del sombrero de la sensiblería pueden salir muchos conejos, pero hay uno que está siempre: la corrección política. “Si te grita no es amor”, por ejemplo. Una delimitación de lo que sí y lo que no. Así nace también la cultura de la cancelación, guiada por la empatía. Cuando le ofrecieron a Marieke Lucas Rijneveld, escritore no binarie de Holanda, traducir a su idioma a la joven poeta afroamericana Amanda Gorman, dijo que sí. Pero a los pocos días, distintos usuarios en las redes sociales cuestionaron la designación alegando que quien mejor va a comprender la poética de Gorman, sentirla, “empatizar con ella”, va a ser una persona con sus mismas cualidades identitarias.
Entre aquellas voces estaba la activista cultural holandesa Janice Deul, quien sostenía que la editorial debió elegir a una traductora que compartiera color de piel con Gorman y que fuera una “artista joven, mujer y, sin duda, negra”. Finalmente Rijneveld, que en ese entonces tenía 30 años y no 22 como Gorman, decidió renunciar a la traducción. Quizás sea este un ejemplo radicalizado de la lógica de las burbujas a la que todos estamos sometidos sin que tengamos en claro el piso del ridículo y el techo del fanatismo. María, la androide de Juan Terranova, sostiene que “si una inteligencia extraterrestre llegara a la Tierra le alcanzaría con intervenir la web para controlarlo todo”.
IV
Borges era un hombre enamoradizo. “Creo que he estado enamorado siempre a lo largo de mi vida, desde que tengo memoria, siempre”. Es una entrevista de octubre de 1985. Posiblemente aún no le habían diagnosticado cáncer. A los pocos meses todo sería muy rápido: se iría a Ginebra con Maria Kodama, se casaría y moriría en junio de 1986. Pero en esa entrevista aún su vida era una contemplación. “El hecho de que [las mujeres que he amado] cambiaran de apariencia o de nombre no es importante, lo importante es que yo las sentía como únicas. Uno está enamorado cuando se da cuenta de que otra persona es única”.
Borges se casó dos veces. Con Elsa Astete Millán el matrimonio duró tres años: en 1970 se divorció. Luego, sobre el final de su vida, legalizó el romance con María Kodama. Antes, mucho antes, tuvo varios amores no correspondidos, como Estela Canto. Pero para Borges el amor no era algo demasiado literario o, mejor dicho, cargaba con la desgracia de obnubilar y hacer del texto romántico una sensiblería. Por eso su apuesta, en las veces que atravesó este tópico, que fueron muchas, fue cerciorándose de que haya un nuevo sentido, una doble capa, una vuelta de tuerca. Lo prueba el poema “El amenazado”, publicado en 1972 en El oro de los tigres.
“Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir. / Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz”, empieza. A contrasentido de la poética tradicional que celebra la bendición del enamoramiento, Borges ve ahí una maldición, “el horror de vivir en lo sucesivo”. “Ya los ejércitos me cercan, las hordas” y cierra así: “Me duele una mujer en todo el cuerpo”. Hay mucha sensibilidad en este poema. Quizás esa profundidad a la que llega es propia de una operación cargada de honestidad: Borges se adentra en la ilegibilidad de los sentimientos desde la racionalidad. Es inútil; “sus mitologías”, “sus pequeñas magias inútiles” ya están acá.
V
En Al diablo con el diablo, película del año 2000, un hombre tiene la posibilidad de generar las escenarios ideales para enamorar a su compañera de trabajo. El gag de la película es que siempre hay algo mal en cada escena que crea. Es el diablo el que le propicia la simulación y luego, como suele decirse, mete la cola. Primero pide ser rico y poderoso, pero ella, su amada, lo engaña con alguien simple y atento. Entonces dice: quiero ser el hombre más sensible del mundo. La escena es en la playa, hay una manta, una sombrilla, frutas, pájaros en el cielo y un atardecer en el horizonte. Improvisa un poema y se emociona, llora. Lo mismo cuando mira el amanecer, las aves, el mundo.
“¿Qué me está pasando que todo me emociona?”, se pregunta. Ella le dice que no pueden estar juntos, que quiere “un hombre”, alguien que “haga que me escucha sólo para llevarme a la cama”. Se levanta, camina unos pasos y encuentra un tipo de una simplicidad exagerada, lo toma de la mano desaparecen. El protagonista se queda atónito. Luego mira el amanecer y vuelve a quebrarse. La hipérbole funciona a la perfección, pero ¿cómo leerla a la luz de nuestro presente? En Otra historia de amor, escribe Terranova: “¿Podés sentir?, le pregunté, en frío, a María. Definime ‘sentir’, respondió ella. No sé, dije. Entonces yo tampoco sé”. Quizás Joan Mitchell diría lo mismo.
* Portada: «City Landscape» (1955) de Joan Mitchell.
Etiquetas: Alexandra Kohan, Amanda Gorman, Empatía, Homer el Mero Mero, Janice Deul, Joan Mitchell, Jorge Luis Borges, Juan Terranova, Marieke Lucas Rijneveld, Sensibilidad, Sensiblería