Blog

02-08-2021 Notas

Facebook Twitter

Por Guillermo Fernández | Portada: James Ensor

Esta época en la que se vive avasallado por el miedo, los misiles que apuntan siempre a los más débiles y las desigualdades que generan los mercados y los grandes monopolios no todo es oscuridad. Se ha intentado ganar una batalla importante: salir a la calle tal como se “es” y, además, portar un documento autoperceptivo que exhibe qué se quiere ser y cómo se desea ser visto. No es un combate fácil. 

El drama griego del siglo V había creado el “prosopón” o máscara en la que el actor o mejor, “protagonistés” —el que primero padece—, aparecía en escena. Se ocultaba para representar. Había algo en salir a escena, una preparación para ser personaje y abandonar al hombre común, quien estaba sentado en el estrado viendo los acontecimientos. En esos momentos la diferencia consistía en un atributo que quebraba la homogeneidad, los mismos olores y ropa que convertía al resto de la sociedad en una masa indiferenciada. 

Pascal Quignard en El sexo y el espanto (1964) pone énfasis en la organización social de matronas, patricios y esclavos sin dar cuenta de que, en Roma, antes del Imperio, hubiera necesidad de cubrirse para sostener una sexualidad abierta. El esclavo se sodomizaba al amo —entregar el obsequium— como forma de respeto y de pertenencia al clan familiar. 

Hay demasiada literatura sobre festejos con efebos en los que los adultos sometían y los jóvenes obedecían a partir de un ritual que se correspondía con el ideal del cuerpo para atraer.

¿Por qué sobrevino con el tiempo la urgencia por esquivar la sexualidad? ¿Qué era lo que incomodaba y era denominado procacidad, pecado y necesidad de corregir el perfil y el género impuesto de varón y de mujer? 

El cristianismo desde el siglo I y, hasta en la actualidad, terció en condenar las prácticas en las que la sexualidad fuese diferente de la denominada moral vinculada al poder. Igualmente, los sacerdotes usaban y usan en la intimidad de los claustros “máscaras” para solapar la pedofilia que se desliza en la cada línea de los textos “non sanctos”. Nunca se pudo encajonar el deseo y los “monaguillos” y “pupilos” fueron excusa para satisfacer la vida demasiado terrenal de la que ansiaban escapar.  

Pedro Almodóvar en La piel que habito (2011) insistió en quitar esa máscara social de lo permitido a regañadientes y atreverse a cuestionar el “cuerpo” como investidura de la cual se podía huir, otro “contorno” del que se podría optar por aceptar o no. El recurso de la cirugía, trabajo paciente que las secuencias de la película no escatimaron en describir, se asemejó al del orfebre que, en lugar de trabajar un objeto precioso, opera sobre la piel. 

Otro director que incomodó con los conflictos de la identidad fue David Cronenberg en Madame Butterfly (1993). No utilizó bisturí como el maestro manchego; se valió de la ópera de Giacomo Puccini (1906) para recurrir a los dilemas del género y volver a la máscara con la que el cantante japonés se escondía tras la desgracia de Cio Cio San. 

Hubo, es cierto, Un bel di vedremo, la famosa aria del segundo acto de la ópera en cuestión, distorsionado por Cronenberg: el diplomático atraído por el/la cantante termina de manera metafórica maquillándose en público como la mujer imposible. Un bello día en el que al final se encuentran “corporizados” al destruir la categoría de género. 

La única y verdadera victoria resultó que los dos “hombres” persiguieran sus destinos. El hecho de portar desde el útero materno genitales binarios no incide con la tenacidad de soportar la carga de manera indefinida e irrestricta. 

La sexualidad anudada al género puede transformarse en la peor fatalidad. Peor que el ser o no ser del Hamlet de William Shakespeare. La duda por la pertenencia al propio cuerpo, por no saberse contenido por la totalidad de cada pliego de piel equivale a ser cada día menos mortal. Una especie animada en dos pies, implume, pero con un instinto trunco. 

Un Documento Único de Identidad con un tercer casillero exime de la cruel responsabilidad de colocarse una “máscara” sin formar parte de una escena de la cual se rehúsa protagonizar. 

Alcanza solo con formar parte del drama cotidiano. Con eso es suficiente; pero vivir también demanda una pausa o una victoria que, para el caso, es lo mismo. 

 

* Portada: «La Intriga» (1890) de James Ensor

 

Etiquetas: , , , , , , ,

Facebook Twitter

Comentarios

Comments are closed.