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Por Federico Fritelli
I.
La historia no es lo suficientemente conocida o, al menos, no para la importancia que tiene. Muchas son las razones para que esto sea así: de qué lado del Muro se dio, que sea una glorificación abierta del individuo contra sistemas aparentemente perfectos, que haga un héroe de un soldado comunista, que sugiera, aunque a lo lejos, debilidad o temor. La historia es, por otra parte, real. Muy real, real al nivel de que si no hubiera ocurrido hoy no estaría escribiendo esta nota, ustedes no la estarían leyendo, y mucho menos estarían procesándola y trasladándola de ojo en ojo los múltiples artificios que sostienen y reproducen este medio infinito.
Stanislav Petrov termina su cigarrillo y lo tira a la basura. Es el año 1983, a fines de septiembre, solo tres semanas después de que la URSS derribe un avión de pasajeros surcoreano en espacio aéreo soviético, avión en el que iban los suficientes americanos como para generar un pequeño escándalo internacional. Petrov está solo en el Control del búnker Sérpujov-15, centro de mando de la inteligencia aeroespacial rusa. Entonces sucede algo para lo que Petrov se preparó durante años, pero que jamás pensó tener que afrontar: suena una sirena, y la pantalla le muestra que Estados Unidos lanzó un misil balístico intercontinental. Según la computadora, la guerra atómica entre las dos superpotencias del mundo ha comenzado.
Pero Petrov es desconfiado. Es imposible que los americanos ataquen con un solo misil, piensa, si saben que lo reconoceremos y responderemos con otros cientos que borraran a su país del mapa. Esto debe ser una falsa alarma. Antes de que cierre el pensamiento, la alarma suena de nuevo. Y de nuevo. Y dos veces más. Ahora la computadora dice que hay cinco bombas atómicas en el aire. Y eso sí tiene sentido. Con cinco bombas atómicas es posible destruir todo el alto mando soviético y dejar a la máquina comunista sin dirección, girando hasta caer por su propio peso.
Pero Petrov es, permítanme insistir, desconfiado. Conoce el sistema de detección temprana de misiles y sabe que no es fiable. Se convence de que cinco bombas tampoco son suficientes para un país que tiene miles (se equivoca aquí, sin duda). Los operadores de radares en otras bases a quienes consulta dicen todos lo mismo: no detectamos nada. Sin embargo, es la computadora la que tiene la prioridad, ya que está diseñada específicamente para esa tarea que ahora realiza con toda intensidad, y los misiles pueden estar fuera de rango aún para los radares. Es Petrov quien maneja la computadora, nadie más que él sabe en este momento lo que está pasando.
Por unos segundos, el destino de la humanidad está en las manos de un controlador aéreo ruso. Sabe bien lo que tiene que hacer: comunicar la alarma lo antes posible. Ese es su trabajo, no le corresponde analizar las consecuencias. Si Estados Unidos lanzó un ataque quedan apenas minutos para responder con la fuerza necesaria, y Petrov conoce perfectamente cuál será la respuesta. El alto mando soviético recibirá la alarma y actuará. No habrá comprobaciones, nadie va a chequear la veracidad de Petrov: si está en ese lugar, es porque es del todo confiable de antemano. Por lo tanto, solo virtualmente no es Petrov responsable: en la práctica, él debe definir si Estados Unidos es atacado con todo el arsenal atómico de la URSS.
II.
Una variedad a la carta de fines del mundo. ¿Fin de los grandes relatos? Sí, pero de los grandes relatos del apocalipsis. Dispersión en una miríada de pequeños desastres de dimensión planetaria, diseñados exclusivamente para cada uno de nosotros y para todos a la vez. Vos decidís cómo termina nuestra existencia (porque, sincerémonos, el fin del mundo es, en realidad, el fin de la humanidad. Basta ver el monólogo sobre el tema que hace George Carlin desde el humor: el mundo estará perfectamente bien sin nosotros, incluso quizás la vida encuentre la forma de volver a encontrar un balance y la roca flotante seguirá girando alrededor del Sol a cien mil kilómetros por hora por miles de millones de años; nosotros, en tanto, seremos un recuerdo molesto tatuado en las piedras de algún valle volcanizado).
La multiplicación del inminente desastre es también la multiplicación de la culpa, como no podía ser de otra forma, ya que si la humanidad se termina es culpa nuestra, la culpa pop, la culpa repartida. Una de ellas es la ya conocidísima culpa del consumidor: que uses menos plástico, pajitas de cartón, bolsas de tela, que apagues la luz, pongas el aire en 24, no comas carne y un larguísimo etcétera que se puede actualizar tranquilamente leyendo revistas yankees generadas por algoritmos y bancadas por Random House. La otra culpa, un poco más oculta -no tanto-, es la de las grandes corporaciones, los complejos industriales, el sector agrícola-ganadero, la aeronáutica comercial, en fin, todos los tenebrosos señores de traje que algunos insisten en venerar bajo la etiqueta sagrada de El Mercado. Pero, ¿acaso pensabas que eso redirecciona el sentido de la culpa? ¿Que el hecho de que haya una inmensa cadena de decisiones previas a la del consumidor de alguna manera lo alivia de la culpa? Para nada, puesto que los mecanismos ideológicos contemporáneos -quizás la mayor fuerza apocalíptica hoy por hoy, más que trescientos billonarios paseando al espacio como nosotros vamos a correr al parque- se encargan prolijamente de que la culpa vuelva a uno, y es esa mísera decisión del consumo (“¿Qué consumiré hoy?”) la que va a salvar al mundo. ¿Está el autor sugiriendo que nos abandonemos a un hedonismo del apocalipsis y descuidemos nuestra responsabilidad como consumidores? No. ¿Sugiere entonces que por más esfuerzo individual que se ejerza, si no hay una decisión forzada desde los altos mandos del planeta el mundo acabará? De ninguna manera. Si es por sugerir, entonces decido sugerirlo todo: que la única forma de salvar al mundo es un violento cambio de los hábitos diarios de cada persona, y una bestial transformación de los modos de producción del capitalismo tardío. Cualquiera de las dos sin la otra no significará nada (las pajitas de cartón no servirán para salvar muchos peces cuando no queden peces en el mar, la emisión de cero dióxido de carbono en la industria servirá de poco si todos los chinos al mismo tiempo deciden que la carne les gusta tanto como a los argentinos).
El problema es, y una vez más, que nadie parece muy dispuesto a cumplir con ninguna de las dos partes.
III.
Stanislav Petrov toma una decisión y comunica su consecuencia al soldado de guardia en el bunker Sérpujov-15. Soldado, dé aviso de que la computadora está fallando. Cuando el hombre se retira, Petrov se encuentra en una superposición de estados: al mismo tiempo ha evitado el mayor conflicto bélico en la historia de la humanidad y ha condenado a su nación al exterminio masivo. No tiene forma de saber cuál es la correcta hasta que no pasen unos minutos, puesto que ya no puede hacer más nada para torcer los acontecimientos en una u otra dirección.
Petrov se recuesta en su silla y espera. Espera. Cinco minutos. Las alarmas siguen sonando. Espera. Diez minutos. Quizás cierra los ojos y se concentra en los sonidos, sabe que las explosiones nucleares pueden escucharse a cientos de kilómetros de la detonación. Espera. Quince minutos. Nada. Silencio. Cuando llega a los veinte minutos, sabe que no se equivocó. Al menos se convence de ello y deja salir un suspiro.
Cuando comunique lo sucedido a los altos mandos, será castigado con una degradación de su puesto por salirse de protocolo. Al poco tiempo se retirará del ejército, pero eso ahora no le importa. Es posible que ya lo intuya, pero no le interesa. Tiempo después se sabrá que una configuración específica entre la Tierra, el Sol y un satélite dispararon una falsa alarma aunque en este momento, en ningún lado, nadie se preocupe.
Stanislav Petrov ha salvado al mundo haciendo absolutamente nada.
IV.
¿Qué hay en esto para nosotros? Por lo pronto, toda gran culpa conlleva una gran chance de redención. La nuestra está diseñada para cada uno de nosotros. Incluso hasta el más débil, más inútil de nosotros tiene la posibilidad de salvar al mundo. Con que haga bien una de las cosas que lo amenazan estará recibiendo la gloria de haber sostenido la vida en el planeta. Nadie se la reconocerá salvo sí mismo, y no salvará ni una vida humana de las que están en riesgo; pero la vida, la Vida como tal seguirá y él en parte tendrá algo que ver, o eso le harán creer. Incluso así no haga nada, incluso así muera esta misma noche. Sobre todo así.
Lo que funcionó una vez y para una persona, ya lo sabemos, no funcionará dos veces y para todas las demás.
Habrá entre nosotros muchos que elijan la cobardía y razonen así: si se resiste lo suficiente para dejar que el viento erosione sus paredes, de un laberinto también se sale sin moverse en absoluto. Para ustedes, es el momento. Recuéstense, camaradas coetáneos, y esperen a que las alarmas dejen de sonar por sí solas.
Pero agudicen el oído: sólo entonces podrán escuchar a lo lejos cómo revientan las últimas décadas de la historia. O no tan lejos. No tan lejos.
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