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20-08-2021 Ficciones

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Por Sergio Fitte | Portada: Svetlana Kurmaz

Serían cerca de las 10 de la mañana cuando sonó el teléfono. Me aproximé al ruido tanto como pude. Le diría más tarde a mi hermana: “estaba tan cerca del teléfono mientras sonaba que casi lo podía tocar”; y ella dele que dele con las preguntas: “se escuchaba fuerte”, “le habló bien” y esto y lo otro, que prácticamente me arrepentí de habérselo contado. Además cada vez que me la crucé, durante los próximos, dos o tres días me volvía a hacer las mismas preguntas y me obligaba a que le contara la historia una y otra vez.

La frecuencia con la que sonaba el aparato sería de unas tres veces por semana, no más. De ahí la trascendencia de cada llamado telefónico. Nosotros nos criamos en una casa amplia con un patio de cincuenta metros de fondo. Por lo que esporádicamente mamá nos sacaba de nuestros juegos infantiles al grito de: “está sonando el teléfono”. Ante semejante acontecimiento mi hermana y yo corríamos desaforados a colocarnos delante del aparato para observar cómo papá lo manejaba. Él decía que no, pero yo me daba cuenta de que él también se ponía muy nervioso cada vez que debía contestarlo. No tengo recuerdo de haberlo visto realizar llamado alguno jamás. Una vez que cortaba no se cansaba de contarle a cada uno de los que viniera a casa cosas como: “hoy me llamaron por teléfono desde la vecina localidad para que realice un determinado trabajo. Gente de mucha plata, se manejan todo por teléfono, mirá si tendrán plata que me dejaron el número para que cada tanto los vaya llamando y sabés qué número tiene esta gente; 0001. Lo tienen casi desde que se inventó. ¿Vos ahí en tu casa no tenés, no?”, ante la negativa de su interlocutor papá realizaba una mueca y un movimiento de cabeza como diciendo “qué le vamos a hacer, así son las cosas. Bueno, querés tomarte unos mates” y cambiaba de tema. 

Lo que tengo que decir es que la pregunta de papá estaba de más. Él bien sabía que en el pueblo nosotros éramos la única familia que tenía teléfono. Cuando la compañía ENTEL decidió extender su cableado telefónico por algunas localidades del interior del país una de las elegidas fue la nuestra. Nunca supimos bien en base a qué porque nosotros éramos una población muy pequeña que rondaría los trescientos habitantes por ese entonces. El tema fue que ENTEL terminó colocando el cableado a la vera de la ruta nacional que bordeaba el pueblo y terminó mandando tres teléfonos para las Instituciones Públicas. Lo que no tuvieron en cuenta las autoridades de la empresa es que en el pueblo todo lo que se pudiese considerar instituciones públicas funcionaba en el mismo lugar, la casa que Sabattini le alquilaba a la cabecera del Partido desde hacía miles de años. Entonces y en definitiva: uno fue a parar a la casa de Sabattini, otro se estrelló contra el piso cuando lo bajaban del camión que lo transportaba (los pedazos fueron inmediatamente desaparecidos y nunca más se habló de ellos) y el restante fue sorteado entre todos los miembros de la comunidad que quisieron ser parte del sorteo que se llevó a cabo en la plaza central el mismo día del arribo de los aparatos. No fueron muchos los que se atrevieron a inscribirse. Un temor bastante acentuado había en torno a aquel “artefacto tecnológico” que se habría de sortear. Que larga radiación. Que deja estériles a los hombres. Que produce cáncer en la persona que duerme a menos de diez metros de distancia de él. Y no sé cuántas otras cosas tremendas. 

Esto llevó a que los inscriptos para el sorteo fueran seis personas, mi padre incluido. Todo el pueblo había observado detenidamente cómo los operarios de ENTEL habían realizado el proceso de cableado en lo de Sabattini. El mismo operario, quien parecía comandar el grupo, arengaba sin pena ni gloria para que más personas se anotaran para participar de lo que él había dado en llamar: la tómbola de la fortuna.

A las cinco de la tarde como estaba pactado se practicó el sorteo. El ganador fue el señor Carranza, el de la ferretería, un aplauso cerrado lo envolvió todo y Carranza levantó los brazos al cielo en señal de triunfo. Cuando se disponía a avanzar para recibir su premio, su mujer le hizo una seña negativa con la cabeza. Carranza, para no quedar tan desprotegido ante la multitud, avanzó de todas formas. Grande fue la sorpresa de todos los presentes cuando luego de un discurso que duró unos cuantos minutos Carranza agradeció, se disculpó y donó el teléfono para “que otro, alguien más desgraciado que mi persona, pueda ganárselo”. 

Carranza le tenía una especie de pánico a su mujer y una vez más había hecho lo que ella le había indicado. Un aplauso más suerte que el anterior coronaron sus últimas palabras.

En el segundo sorteo al teléfono lo ganamos nosotros.

Papá lo cargó desde la plaza hasta casa como si fuese su nuevo hijo recién nacido. Los operarios de ENTEL nos seguían de cerca y cada veinte metros le decían a papá que por favor se apurara un poco, que ellos tenían que seguir camino hasta el próximo pueblo, pero el no les prestaba atención, arrastraba las suelas de los zapatos como si un pegamento apenas le posibilitara avanzar. Cuando por fin llegamos se armó un poco de alboroto porque papá no les quería entregar el aparato, había quedado fascinado y no se lo podían hacer entrar en la cabeza. Recién cuando se dio cuenta de que el tema se pondría pesado y que seguramente le meterían una trompada si no hacía lo que le indicaban se lo dio de mala gana al que comandaba la cuadrilla de operarios.

Tenazas, cables, destornilladores, agujereadoras y hasta un pequeño orificio en la pared. Y el teléfono quedó conectado. Aquí tiene le dijeron. Este es su número de ahora en más: 02. No se lo olvide. Papá insistió para que se hiciese un llamado de prueba, pero los operarios se cobraron, lo que para ellos fue una forreada, y le contestaron que imposible, ya habían perdido demasiado tiempo. Quédese tranquilo buen hombre, estamos en la era de las telecomunicaciones, no pasará mucho tiempo antes de que lo llamen en forma casi permanente. Espere sentado nomás y verá. Como era de esperar papá tomó literalmente aquellas palabras y transportó el único sillón que teníamos junto a la mesita donde había quedado establecido el sector “del teléfono”, el lugar fue delimitado con un paragüero, una maceta grande y otros objetos que hacían dificultosa la llegada hasta el mismo. Gran expectativa había en la familia aguardando a que por fin el aparato llamara. Las horas fueron pasando y yo me aburrí un poco del asunto y con mi hermana nos fuimos al fondo a jugar a la casita. Lugar donde sí sonaba el teléfono a cada momento y éramos nosotros mismos quienes con gran entusiasmo lo contestábamos. Nos llamaban de todos lados: de Argentina, de la luna, de Marte y de muchos otros lugares.

Aquella primera noche papá, pese a las insistencias de mi madre, durmió en aquel sillón. Sostuvo que durante la noche se producen la mayoría de los accidentes domésticos y que era probable que alguien llamara para pedir auxilio. Él era el encargado de que la llamada no se perdiera y por ese motivo se quedaría junto al aparato. A lo largo de la noche me pareció escuchar un par de veces que papá decía “hola, hola”, pero no estoy seguro si lo escuchaba realmente o si en verdad yo estaba soñando.

No lo vi moverse de aquella posición por al menos una semana. Comer comía porque en varias oportunidades era yo quien le alcanzaba el plato de alimentos. Quiso la casualidad que cuando papá se dio por derrotado y anunció que se iba a dar una buena ducha caliente después de mucho tiempo, el teléfono emitiera su “riiiiingggg” por primera vez. No había alcanzado a meterse en el baño, igual la distancia que lo separaba del llamado era bastante apreciable. Revoleó la cabeza como una gallina degollada y corrió con todo lo que tuvo. En el camino se llevó por delante la maceta y piso al perro que le tiró y erró un tarascón. Ante nuestros ojos papá levantó el tubo antes de que se cortara. Finalmente pudo decir su:

—¡¡¡Hola, hola!!! Hable, por favor —que tanto venía ensayando durante días enteros.

Repitió la operación unas tres veces antes de cortar.

—¿Quién era? —preguntamos todos a la vez.

—No. No era nadie —dijo él. Y se fue inflando el pecho.

Luego de darse la ducha se puso su mejor traje. Metele pibe que me tenés que acompañar al centro, me informó y allí fuimos.

Hicimos una especie de recorrido por los negocios más concurridos del pueblo. Luego de saludar con nombre y apellido a cada uno de los presentes, como de la nada papá decía:

—Salí a tomar un poco de aire. Lo que pasa es que desde que tengo el teléfono me cambió la vida. Ando como estresado.

—Seguro, no debe ser para menos —le iban respondiendo.

—Y sí. Y como recién tuve que atender un llamado, me dije: mejor salgo a dar un paseo y respiro un poco.

—Tenga cuidado, al muchacho que está de casero en lo de Sabattini dicen que ya le dio el cáncer —le advertían reiteradas veces.

—Deje, deje. Después me lo paga.

Se ve que no querían ni tocar el dinero que mi padre les extendía.

Finalmente y antes de volver a casa hicimos una parada en lo de Chingolo, un viejo amigo de papá. En aquel lugar mi padre no necesitaba andar con tanto alarde. Al terminar la visita papá se llevó un dato que lo valentonó.

Chingolo le confió que a la casa de Sabattini llamaban tres veces por día: una a media mañana, otra a las tres de la tarde y otra a las dieciocho, para preguntar cómo andaban las cosas. Los llamados que se recibían siempre provenían de la Municipalidad. Pero nunca había hablado el Intendente, siempre llamaba un empleado distinto o al menos se iban rotando entre cuatro o cinco, porque el muchacho que atiende en lo de Sabattini siempre los confunde. El pibe es un pibe bueno, piola; y si le das unos pesos te deja atender el teléfono, ya son varios los que lo han atendido y hay varios en una lista de espera que el pibe lleva en su libretita espiralada. Es fácil, dijo Chingolo, tenés que decir que está todo tranquilo, que no se reportaron robos ni homicidios y que el tiempo está soleado o lluvioso según el día y cortás. Chingolo dijo que ya había hablado dos veces.

Terminada la exposición de su amigo, papá dio por finalizada la visita y nos fuimos. No habló durante todo el viaje. Se acomodó en el sillón. Cuando lo volví a ver se había dormido.

Luego hay un período donde el teléfono pierde interés. O al menos para mí. De a poco se fue estableciendo el hábito de que nos llamaran un par de veces por semana. En casi todas las oportunidades la comunicación era equivocada. Papá mantenía el monopolio del atendido, pero ya no se quedaba tanto tiempo pegado al aparato. De todas maneras aprovecho este momento para confesar que una vez cuando me quedé solo en la casa, el teléfono sonó y fui yo quien lo atendió.

-¡Hola, hola!- dije dos veces antes de cortar creyendo erróneamente que alguien estaba entrando por la puerta de atrás. Se ve que los nervios me jugaron una mala pasada y perdí mi momento.

Entonces viene, que le llevó un mate a mi padre, a la oficina. Serían, como ya dije, las 10 de la mañana. La oficina de papá quedaba pegada a nuestra casa y se podía ingresar por el lado de la calle, lugar por donde ingresaban los clientes, o por la parte de atrás realizando un rodeo a la casa del tío. Como el trayecto de salir a la vereda era el más corto era el que más se usaba. Igual antes de ingresar al despacho principal, donde estaba siempre mi padre, nos habían enseñado que debíamos golpear y esperar la indicación de que podíamos entrar. Yo era muy puntilloso con esa clase de enseñanzas. En la oportunidad a la que me estoy refiriendo no alcanzo a recordar por que lado ingresé a la oficina. Pongámosle que por la puerta que da a la calle, para el caso es lo mismo. Para ese entonces el teléfono se había mudado a una mesita que tenía rueditas y se ubicaba al lado izquierdo del sillón desde el cual papá atendía a sus clientes.

Cuando comenzaron los rings, papá chupaba el primer mate que le había cebado. Nos encontrábamos los dos solos. La falta de costumbre al sonido me desencajó por un instante. Abrí grandes los ojos y recién lo reconocí cuando miré a mi padre; quien con cara de superado asentía con la cabeza y fruncía un poco los labios. No puedo decir que yo me había olvidado por completo de la existencia del aparato, pero casi. Cuando lo recordé todo hice dos pasos hasta quedar lo más pegado posible al aparato.

—Hola, sí, diga —papá impostaba un poco la voz.

Por cómo revoleaba los ojos me dí cuenta de que del otro lado no le contestaban nada. Y ya empezó a gritar.

—¡¡¡Hola!!! ¡¡¡Hola!!! Responda.

Cuando volvió a mirarme y a asentir con violencia con la cabeza comprendí que por fin había dado comienzo la conversación.

Coloqué mi oreja junto al tubo para intentar escuchar algo de lo que decían del otro lado. Interesado en mi curiosidad papá me gritó desde su altura que era el tío Tito. Qué estaba llamando de Córdoba y que quería hablar con su hermano.

—Andá a buscarlo urgente —me gritó papá como si yo también estuviese en Córdoba. 

Y allí salí yo en busca del otro tío. Traer al tío bajo tanta presión no era cosa sencilla, porque tampoco eran dos pasos lo que había que recorrer para ir a buscarlo donde estuviese. Su pieza.

Durante el recorrido fui recordando la importancia que tenía el tío Tito en mi vida. De todas las personas que conocíamos, acá incluyo a mi hermana, Tito era el que más lejos vivía, y esto le otorgaba un plus ante cualquier otro conocido. Lo veíamos una, con suerte, dos veces por año. Momento en el que se quedaba en la casa de mi otro tío, el que yo estaba yendo a buscar. Un tío muy menor si se lo compara con Tito. En uno de sus viajes recuerdo claramente que me trajo un reloj de plástico que decía “water resistent” algo impresionante para aquel entonces. Estuve varias semanas, después de que él se hubiese vuelto a su Córdoba capital, decidiendo si era conveniente o no hacer la prueba de sumergirlo bajo agua. Finalmente lo hice y la experiencia no salió bien, pero ese es otro tema. En otra oportunidad mi hermana apareció corriendo en la casa de un amiguito en el que yo estaba a punto de tomar la leche, la casa quedaba sobre nuestra misma manzana por lo que teníamos permiso para ir caminando solos, o para este caso corriendo, si es que prometíamos no bajar a la calle. Sin ni siquiera golpear, mi hermana ingresó a la casa de mi amigo.

—Vino el tío Tito —gritó con lo que le quedaba de aire.

—Es mentira —le contesté.

—Mirá lo que me trajo —y no me acuerdo qué fue lo que me mostró. Pero lo que sí me acuerdo es que lo que haya sido, solamente era posible que Tito lo hubiese traído. Tal es así que salimos disparados de aquella casa. Creo que ni cerramos la puerta de salida. En tiempo record estábamos pidiéndole regalos y abrazándolo muy esperanzadamente al pariente que acababa de llegar de un lugar tan remoto. En este caso, recuerdo que se había aparecido con un par de zancos que él mismo nos enseñó a usar.

Igual el recuerdo más fuerte que tengo de sus estadías, es aquella en la que casi se muere. Resulta que el micro que lo traía había llegado a las cinco de la mañana de un invierno feroz. Por pudor el tío no quiso tocar el timbre de la entrada y decidió saltar el tapial y darle a su hermano la sorpresa de su arribo. Titó, ya muy mayor, trepó por un portón que estaría escarchado y al bolear la pierna para sortearlo se desplomó del lado de nuestro patio castigando de lleno el suelo con su espalda. Recién cerca del mediodía lo descubrió mi vieja que había ido al fondo a colgar ropa, tirado allá en el fondo junto al portón. Mamá se acercó de curiosa para determinar de que se trataba el bulto negro que veía a la distancia. Así fue como apareció el tío en aquella oportunidad. Como pudieron lo trasladaron a una cama con síntomas de hipotermia y sin poder mover las piernas. El hematoma que tenía en la espalda es el más grande que yo allá visto hasta el día de hoy. Su hermano lo cuidó día y noche durante 15 días proporcionándole las medicinas y la alimentación prescripta por el médico de turno. Cuando se pudo incorporar pronunció solo dos palabras: me voy. Y nunca regresó a visitarnos.

Pero, al menos ahora, llamaba por teléfono. Mientras caminaba, yo abrigaba en lo más profundo de mi corazón que el llamado fuese para informar que pronto llegaría para visitarnos.

Debo haber entrado con bastante violencia a la piecita del otro tío porque casi si cae de la cama del susto.

—Te llaman por teléfono.

Me empezó a mirar como si estuviera viendo un fantasma.

—De enserio. Es el tío Tito. Llama de Córdoba y quiere hablar con vos.

El tío buscó la mejor manera para ir saliendo de la cama y con la lentitud de una babosa se iba incorporando temblorosamente. Los rastros de una vieja poliomielitis era la característica más saliente de su personalidad. En segundo y tercer lugar venían su deformación en los pies y su joroba. En un rapto de apresuramiento quise levantarlo para apurar la cosa, pero sus inmediatos gestos de dolor me indicaron no seguir. Comencé a caminar en círculos dentro de la diminuta habitación para mostrar mi fastidio.

Nada parecía poder apurar sus movimientos. Deben haber transcurrido unos cuantos días hasta que me dijo con voz aflautada.

—Vamos.

Su lento caminar me exasperaba aunque no veía la manera de ir haciendo las cosas más rápido. Como a los dos meses entramos a la oficina. Papá continuaba con el parloteo. Cuando lo vio venir al tío le indicó con las manos que se acercara. Luego de hacer un poco de retranca se fue aproximando hasta el aparato. Lo miraba con un dejo de desconfianza. Jamás lo había tocado y se veía que le tenía mucho miedo. Lo tuve que empujar un poco para que terminara de recorrer los últimos pasos. Papá estiraba el cable del auricular, pero el tío aun no llegaba a tomarlo con su mano. Vaya uno a saber que le pasaría por la cabeza en ese momento. Finalmente luego de un gran esfuerzo el tío terminó agarrando el tubo del teléfono. El cable se encontraba tan tenso que en cuanto se lo quiso apoyar en la oreja el aparato amenazó con caerse al suelo y si no hubiese sido por la rápida intervención de mi padre hubiese ocurrido una desgracia.

—Pelotudo de mierda —lanzó mi padre mientras le lanzaba una mirada de fuego al poliomielítico.

El tío quedó perplejo por un instante contemplando el tubo. Lo miraba analizándolo. Se daba cuenta que el aparato le gritaba. Le gritaba. A él le gritaba. Intentó un:

—Hola —débil. Muy débil.

Quizás tratando de reproducir el sonido que le había visto realizar a otras personas en no muchas oportunidades.

Del otro lado una voz feroz lo amenazaba y lo impetraba.

—Hablá, rengo hablá.

Tío cada diez segundos retiraba el auricular de su oreja y lo volvía a observar. Lo miraba como algo malo. Luego se lo acercaba nuevamente para escuchar. 

—¡¡¡Te digo que hablés!!!

Papá contemplaba la escena sin intervenir aunque lo adivinaba a punto de largar una carcajada. A mí el asunto también me divertía, pero no tanto como para reírmele en la cara.

—¿Ya ni voz tenés?

—¡¡¡Hasta la voz perdiste!!!

Tío se dio por vencido y definitivamente dejó el tubo sobre el sillón que papá había abandonado en el momento que el teléfono amenazó con volar hasta el suelo. Y se fue, casi sin ruido. Arrastrando su pierna muerta y la humillación que acababa de vivir. No le importó elegir el camino más largo para regresar a su pieza. Su único lugar en el mundo. Allí tenía su radio a transistores y un pequeño armario donde podía almacenar los moños de los obsequios que recibía cada vez que alguien se acordaba de su cumpleaños. O de algún regalo que sobraba de navidad o era olvidado por un invitado o directamente era descartado por ser poca cosa. Al día siguiente de la muerte del tío junto con mi hermana nos metimos en su pieza a revolverla de punta a punta. Intentábamos descubrir un secreto. Nos tuvimos que conformar con 12 moños de diferentes colores y tamaños. Su secreto. Y nada más.

Por este recuerdo y algún otro que ahora no sé cuál es. Hoy cuando se me acercó mi nietita, la hija menor de mi hija. Porque el nene es buenísimo y los dos de mi hijo también, al grito de:

—Abuelito. Abuelito. Mirá el posted de tu tuiter en mi iPon —con esa voz de superada cada vez que se refiere a algo de la tecnología o de las computadoras, yo la mandé a la mierda.

Te juro que si la hubiese tenido a tiro la cago de una cachetada, borrega mal criada, venir a pasarse de lista con un hombre mayor. Yo le voy a dar, pedazo de atorranta. 

Y te digo la verdad, me importa un carajo que después durante el almuerzo mi hija diera su versión de los hechos diciendo que yo me había puesto malo porque venía borracho desde la mañana temprano. 

Yo les voy a enseñar, aunque sea lo último que haga, borregos de mierda andar riéndose de la gente grande.

 

* Portada «Conversación telefónica» (2014) de Svetlana Kurmaz

 

 

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